Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cané Miguel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664110800
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nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile!—Me presentarán.—¡Vamos a una comida a casa de Fulano!—Comeré.—¡Una tía mía está muy enferma!—La velaré.—Tengo una cita y....—Ha de haber alguna chinita sirviente."—A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.

       Índice

      A más de las escapadas nocturnas, había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los grandes que nos llenaban de admiración.

      El doctor Agüero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su opinión.

      Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar, Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte.—Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fué preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente enfurecido, se precipitó a llevar la queja al doctor Agüero. Un chico le previno y presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había pegado y que Eyzaguirre le había defendido. ¡Decir el furor del buen Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto; pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.

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      Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio sólo interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen Rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada y quedaba encantado de la moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.

      Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "duerme, niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña de pino y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: "ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para tí". Era la recompensa, el premio de la velada y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último.

      Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo.—Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.

      El doctor Agüero fué un hombre de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.

       Índice

      El estado de los estudios en el Colegio era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que hasta el día haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su biografía de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis recuerdos, que por otra parte, bastan a mi objeto.

      La filosofía se había renovado bajo el espíritu liberal del siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas, al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Spinoza, a Hobbes, Gassendi y Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y Dugald-Stewart.—De ahí había nacido el eclecticismo ilustrado por Cousin, sistema cuya vaguedad misma, cuya falta de doctrina fundamental, respondía maravillosamente a las vacilaciones intelectuales de la época. Jouffroy había abierto un surco profundo con sus estudios sobre el destino humano, algunas de cuyas páginas están impregnadas de un sentimiento de desesperanza, de una desolación más profunda, alta y sincera que las paradojas de Schopenhauer o los sistemas fríamente construídos de Hartmann. Maine de Biran dejaba aquellas observaciones sobre nuestra naturaleza moral, que admirarán siempre como los grandes caracteres de Shakespeare. Villemain hacía cuadros inimitables de estilo y erudición, Guizot enseñaba la historia, que Thiers escribía, la pléyade hacía versos, dramas y novelas, Delacroix, Scheffer y Jerôme, pintura; Clésinger y Pradier, estatuaria; Lamartine, Berryer, Thiers, etcétera, discursos; Rossini, Meyerbeer, Halèvy, música, y Arago, Ampère, Gay-Lussac, C. Bernard, Chevreul, daban a la ciencia vida, movimiento y alas. Amedée Jacques había crecido bajo esa atmósfera intelectual y la curiosidad de su espíritu le llevaba al enciclopedismo. A los treinta y cinco años era profesor de filosofía en la Escuela normal y había escrito, bajo el molde ecléctico, la psicología más admirable que se haya publicado en Europa. El estilo es claro, vigoroso, de una marcha viva y elegante; el pensamiento sereno, la lógica inflexible y el método perfecto. Hay en ese manual, que corre en todas las manos de los estudiantes, páginas de una belleza literaria de primer orden, y aun hoy, quince años después de haberlo leído, recuerdo con emoción los capítulos sobre el método y la asociación de ideas.—Al mismo tiempo, el joven profesor se ocupaba en las ediciones de las obras filosóficas de Fénelon, Clarke, etc., únicas que hoy tienen curso en el mundo científico.

      Pero Jacques no era uno de esos espíritus fríos, estériles para la acción, que viven metidos en la especulación pura, sin prestar oído a los ruidos del mundo y sin apartar su pensamiento del problema, como Kant, en su cueva de Koenigsberg, levantando un momento la cabeza para ver la caída de la Bastilla y volviéndola a hundir en la profundidad de sus meditaciones, como el fakir hindú que, perdido en la contemplación de Brahma y susurrando su eterno e inefable monosílabo, ignora si son los Tártaros o los Mongoles, Tamerlán o Clive, los que pasan como un huracán sobre las llanuras regadas por el río sagrado. Jacques era un hombre y tenía una patria que amaba; quería que, como el espíritu individual se emancipa por la ciencia y el estudio,