Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cané Miguel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664110800
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llegaba indefectiblemente al Colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor y en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en qué punto del programa nos encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la memoria y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de química, de física, de matemáticas en todas sus divisiones, aritmética, álgebra, geometría descriptiva o analítica, retórica, historia, literatura, hasta latín! El único curso, de todo aquel extenso programa, que no le he visto dictar por accidente, era el de inglés, dado por mi buen amigo David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Addison y a todos los buenos prosistas del "Spectator".

      Debe estar fija en la memoria de mis compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del aire atmosférico.—Hablaba hacía una hora, y ¡fenómeno inaudito en los fastos del Colegio! al sonar la campana de salida, uno de los alumnos se dirigió, arrastrándose hasta la puerta, la cerró para que no entrara el sonido y por medio de esta estratagema, ayudada por la preocupación de Jacques, tuvimos media hora más de clase. Había venido de buen humor ese día y su palabra salía fácil, elegante y luminosa.—En ciertos momentos se olvidaba y nos hablaba en francés, que todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de madre, absorbiendo el leal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del hombre que pisotea una planta o abate un árbol para coger un fruto! Aún suena en mis oídos su palabra, y al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella emoción nueva e inexplicable entonces para mí!

      Cuando empezó a dictar el curso de filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dió como texto el manual en colaboración con Simon y Saisset. En la primera conferencia dijo bien claro que aquélla era la filosofía eléctica; más tarde añadió a algunos compañeros: "el día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese manual".

      No ha dejado nada al respecto; pero si es posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que, discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que, antes de haberla formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia, realmente superiores, en todos los tiempos.

      Adorábamos a Jacques a pesar de su carácter, jamás faltamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él, no sólo un mártir de la libertad, como lo fué en efecto, sino un hombre que había luchado cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.

       Índice

      Una mañana vagábamos en el claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos, más distinguidos del Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: "¡M. Jacques ha muerto!" La impresión fué indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible.

      El portero había recibido orden de no dejarnos salir; le echamos violentamente a un lado y muchos, sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques.

      Estaba tendido sobre su cama, rígido y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible.—La muerte le había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía le derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda.—Pendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar. Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.

      Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños.

       Índice

      El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina interna del Colegio.—Estaba reservada esa difícil tarea a D. José M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues a la primera contradicción se ponía fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un solo día durante su permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuído no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, porque sin su energía perseverante, no habría concluído mis estudios, y sabe Dios si el sér inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no hubiera sido algo peor.

      Pero antes de su ingreso, el Colegio fué regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan mal, que me limito a designarle sólo por iniciales. D. F. M. era extranjero e ignoro por qué circunstancia un hombre como él, sin moralidad, sin inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar Vicerrector del Colegio Nacional.

      Antes de su entrada las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.

      Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante.—Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano: "¡Agora no más la vo a derramar!" y el otro que contestaba en voz de tiple: "¡No la derramís!"—Lo convertimos en un estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote.

      Eran mucho más graves, serios y estudiosos que nosotros.—Con igualdad de inteligencia y con menor esfuerzo por nuestra parte obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo natural y facilidad de elocución.—Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda, de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve, aplicándoselas: "le falta la arenilla dorada". Esa arenilla dorada constituía nuestra superioridad.—Dábamos una conferencia de historia, filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general, poseyendo la materia tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de "buey" que el suyo había recibido en la Universidad. Goyena, que era nuestro profesor de filosofía, se había empeñado en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones en clase le llamó la atención la claridad con que comprendía ciertos puntos obscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por