Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cané Miguel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664110800
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llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales.

      El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica y sólo fué más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el Poder Ejecutivo.

      Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo, la observación constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el "Tom Jones" de Fielding.—Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana.—Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezábamos un "Padre Nuestro", para pasar en seguida al claustro de los lavatorios.—¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la mañana, antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno préposé a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía el honor de contarme.—Atrasar el reloj era inútil por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato, rigurosamente aplicado sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre de "pera de angustia", nos había enseñado Alejandro Dumas en sus "Veinte años después", al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada ví una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro, dormía un niño. Fué para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita de Papin, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó la campana, me sumergí en la profundidad y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá qué beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo, con lástima, que el que tal pregunta hiciera ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.

      Mi invención cundió rápidamente y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró: vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad.

      ¡Era la mía!

       Índice

      El segundo obstáculo insuperable fué la comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas entrábamos al refectorio, un alumno trepaba a una especie de púlpito y así que atacábamos la sopa, comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una biografía de la Galería Histórica Argentina, siendo para nosotros obligatorio el silencio y, por tanto, el fastidio.

      No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del menú; lo tengo fijo, grabado en el estómago y el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago, misterioso, algo como aquellos caldos precipitados que las brujas de la Edad Media hacían a media noche al pie de una horca con su racimo, para beberlo antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía, médico y diputado hoy, el Dr. Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y uno de los corazones más bondadosos que he conocido en mi vida.—Luego, siempre flotando sobre la onda incolora, pero siquiera en su elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había muerto con dos días de anticipación.

      En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero; carnero, carnero respetable, anciano, cortado en romboides y polígonos desconocidos en el texto geométrico, huesosos, cubiertos de levísima capa triturable y reposando, por su peso específico, en el fondo del consabido líquido, que para el caso se revestía de un color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a quién tocaría el trozo saliente. De ahí amargas decepciones y júbilos manifiestos.—Hacía el papel de pieza de resistencia un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa impermeable al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba, el sábalo había tenido un éxito de respeto, debido a su edad; sin embargo, jamás vencimos la córnea defensa paquidérmica del asado de tira!

      Cerraba la marcha, con una conmovedora regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones.—La leche, en su estado normal, es un elemento líquido; ¿por qué se llamaba aquello: "arroz con leche?" Era sólido, compacto y las moléculas, estrechándose con violencia, le daban una dureza de coraza. Si hubiéramos dado vuelta la fuente, la composición, fiel al receptáculo, no se habría movido, dejando caer sólo la versátil capa de canela.—En general, el color del orejón tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es un manjar silencioso. Aquél no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que, arenoso por naturaleza, sonaba al ser triturado.

      Luego al gimnasio, a correr, a hacer la digestión!

       Índice

      He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que