Juvenilla; Prosa ligera. Cané Miguel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Cané Miguel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664110800
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Del País, que era su aborrecido apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera le cegó; me dió a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo y antes que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, preguntándome, con la voz trémula por la emoción, si me había hecho daño.

      Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aun hoy es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.

       Índice

      Eyzaguirre me había dicho que si sentía algún gran ruido de noche, en los claustros de arriba, acometiera valerosamente al provinciano que tuviera más próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una detonación que conmovió las paredes del Colegio.

      Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar bien si era un joven llamado Granillo, de la Rioja, o Cossio, de Corrientes, dí y recibí algunos moquetes; pero la curiosidad pudo más, y todos corrimos, casi desnudos, a los claustros superiores.—Aun había mucho humo; las puertas del cuarto del Vicerrector habían sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no fué otro que dar un susto de dos yemas a Don F. M.—Este había hecho una barricada en la puerta.

      En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, ví a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha.

      De todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquél iba a ser un campo de Agramante; el Vicerrector, viéndose rodeado de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.

      Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable Dr. Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron los ánimos.—Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó consigo a Don F. M., que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.

      El sumario al día siguiente fué terrible; M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto capital era éste: ¿quién había prendido fuego a las bombas?—La respuesta fué unánime y sincera: "no lo sé". Y era la verdad; por largos años ha permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que, con más éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los grandes de entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo mínimo la relación de esta aventura al que la dió acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero lo siento así.

       Índice

      Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de Don José M. Torres.

      El encierro es un recuerdo punzante que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio.—Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.

      ¡Oh! las horas mortales pasadas allí dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oir el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza, la vela de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de labios de vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero; la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la obscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!...

      He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.

       Índice

      Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas-y-voir!

      El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre todo... no íbamos a clase!

      La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín".

      Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fué siempre para nosotros una grave cuestión decir