—No, tonto, Jacinta comerá aquí contigo.
Mientras su mujer comía, ni un momento dejó de importunarla: «Tú no comes, tú estás desganada; a ti te pasa algo; tú disimulas algo... A mí no me la das tú. Francamente, nunca está uno tranquilo... pensando siempre si te nos pondrás mala. Pues es preciso comer; haz un esfuerzo... ¿Es que no comes para hacerme rabiar?... Ven acá, tontuela, echa la cabecita aquí. Si no me enfado, si te quiero más que a mi vida, si por verte contenta, firmaba yo ahora un contrato de catarro vitalicio... Dame un poquito de esa camuesa... ¡Qué buena está! Déjame que te chupe el dedo...».
Iban llegando los amigos de la casa que solían ir algunas noches.
«Mamá, por las llagas y por todos los clavos de Cristo, no me traigas acá a Aparisi... Ahora le da porque todo ha de ser obvio... obvio por arriba, obvio por abajo. Si me le traes le echo a cajas destempladas».
—Vaya, no digas tonterías. Puede que entre a saludarte; pero saldrá en seguida. ¿Quién ha entrado ahora?... ¡Ah!, me parece que es Guillermina.
—Tampoco la quiero ver. Me va a aburrir con su edificio. ¡Valiente chifladura! Esa mujer está loca. Anoche me dio la gran jaqueca, con que si sacó las maderas de seis a treinta y ocho reales, y las carreras de pie y cuarto a diez y seis reales pie. Me armó un triquitraque de pies que me dejó la cabeza pateada. No me la entren aquí. No me importa saber a cómo valen el ladrillo pintón y las alfargías... Mamá, ponte de centinela y aquí no me entra más que Estupiñá. Que venga Placidito, para que me cuente sus glorias, cuando iba al portillo de Gilimón a meter contrabando, y a la bóveda de San Ginés a abrirse las carnes con el zurriago... Que venga para decirle: «lorito, daca la pata».
—¡Pero, qué impertinente! Ya sabes que el pobre Plácido se acuesta entre nueve y diez. Tiene que estar en planta a las cinco de la mañana. Como que va a despertar al sacristán de San Ginés, que tiene un sueño muy pesado.
—Y porque el sacristán de San Ginés sea un dormilón, ¿me he de fastidiar yo? Que entre Estupiñá y me dé tertulia. Es la única persona que me divierte.
—Hijo, por amor de Dios, mete esos brazos.
—Ea, pues si no viene Rossini, no los meto y saco todo el cuerpo fuera.
Y entraba Plácido y le contaba mil cosas divertidas, que siento no poder reproducir aquí. No contento con esto, quería divertirse a costa de él, y recordando un pasaje de la vida de Estupiñá que le habían contado, decíale:
«A ver, Plácido, cuéntanos aquel lance tuyo cuando te arrodillaste delante del sereno, creyendo que era el Viático...».
Al oír esto, el bondadoso y parlanchín anciano se desconcertaba. Respondía torpemente, balbuciendo negativas y «¿quién te ha contado esa paparrucha?». A lo mejor, saltaba Juan con esto: «¿Pero di, Plácido, tú no has tenido nunca novia?».
—Vaya, vaya, este Juanito —decía Estupiñá levantándose para marcharse—, tiene hoy ganas de comedia.
Barbarita, que tanto apreciaba a su buen amigo, estaba, como suele decirse, al quite de estas bromas que tanto le molestaban. «Hijo, no te pongas tan pesado... deja marchar a Plácido. Tú, como te estás durmiendo hasta las once de la mañana, no te acuerdas del que madruga».
Jacinta, entre tanto, había salido un rato de la alcoba. En el salón vio a varias personas, Casa-Muñoz, Ramón Villuendas, D. Valeriano Ruiz-Ochoa y alguien más, hablando de política con tal expresión de terror, que más bien parecían conspiradores. En el gabinete de Barbarita y en el rincón de costumbre halló a Guillermina haciendo obra de media con hilo crudo. En el ratito que estuvo sola con ella, la enteró del plan que tenía para la mañana siguiente. Irían juntas a la calle de Mira el Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a la familia de aquel pasmarote que hace las suscriciones. «Ya le contaré a usted; tenemos que hablar largo». Ambas estuvieron de cuchicheo un buen cuarto de hora, hasta que vieron aparecer a Barbarita.
«Hija, por Dios, ve allá. Hace un rato que te está llamando. No te separes de él. Hay que tratarle como a los chiquillos».
«Pero mujer, te marchas y me dejas así... ¡qué alma tienes!—gritó el Delfín cuando vio entrar a su esposa—. Vaya una manera de cuidarle a uno. Nada... Lo mismo que a un perro».
—Hijo de mi alma, si te dejé con Plácido y tu mamá... Perdóname, ya estoy aquí.
Jacinta parecía alegre, Dios sabría por qué... Inclinose sobre el lecho y empezó a hacerle mimos a su marido, como podría hacérselos a un niño de tres años.
—¡Ay, qué mañosito se me ha vuelto este nene!... Le voy a dar azotes... Toma, este por tu mamá, este por tu papá y este grande... por tu parienta...
—¡Rica! —Si no me quieres nada. —Anda, zalamera... quien no me quiere nada eres tú.
—Nada en gracia de Dios. —¿Cuánto me quieres?
—Tanto así. —Es poco. —Pues como de aquí a la Cibeles... no al Cielo... ¿Estás satisfecho?
—Chí.
Jacinta se puso seria. «Arréglame esta almohada».
—¿Así? —No, más alta. —¿Estás bien? —No, más bajita... Magnífico. Ahora, ráscame aquí, en la paletilla.
—¿Aquí? —Más abajito... más arribita... ahí... fuerte... ¡Ay, niña de mi vida, eres la gloria eterna!... ¡Qué dicha la mía en poseerte!...
«Cuando estás malo es cuando me dices esas cosas... Ya me las pagarás todas juntas».
—Sí, soy un pillo... Pégame.
—Toma, toma. —Cómeme... —Sí, que te como, y te arranco un bocado...
—¡Ay! ¡ay!, no tanto, caramba. ¡Si alguien nos viera!...
—Creería que nos habíamos vuelto tontos rematados—observó Jacinta riéndose con cierta melancolía.
—Estas simplezas no son para que las vea nadie...
—¿Cierras los ojos? Duérmete, a... rorró...
—Eso es, quieres que me duerma para echar a correr a darle cuerda a esa maniática de Guillermina. Tú eres responsable de que se chifle por completo, porque le fomentas el tema del edificio... Ya estás deseando que cierre yo los ojos para irte. Más que estar conmigo te gusta el palique. ¿Sabes lo que te digo? Que si me duermo, te tienes que estar aquí, de centinela, para cuidar de que no me destape.
—Bueno, hombre, bueno; me estaré.
Quedose aletargado; pero en seguida abrió los ojos, y lo primero que vieron fue los de Jacinta, fijos en él con atención amante. Cuando se durmió de veras, la centinela abandonó su puesto para correr al lado de Guillermina con quien tenía pendiente una interesantísima conferencia.
-IX-
Una visita al Cuarto Estado
-i-
Al día siguiente, el Delfín estaba poco más o menos lo mismo. Por la mañana, mientras Barbarita y Plácido andaban por esas calles de tienda en tienda, entregados al deleite