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Si todo lo que les pasa a las personas superiores mereciera una efeméride, es fácil que en una hoja de calendario americano, correspondiente a Diciembre del 73, se encontrara este parrafito: «Día tantos: fuerte catarro de Juanito Santa Cruz. La imposibilidad de salir de casa le pone de un humor de doscientos mil diablos». Estaba sentado junto a la chimenea, envuelto de la cintura abajo en una manta que parecía la piel de un tigre, gorro calado hasta las orejas, en la mano un periódico, en la silla inmediata tres, cuatro, muchos periódicos. Jacinta le daba bromas por su forzada esclavitud, y él, hallando distracción en aquellas guasitas, hizo como que le pegaba, la cogió por un brazo, le atenazó la barba con los dedos, le sacudió la cabeza, después le dio bofetadas, terribles bofetadas, y luego muchísimos porrazos en diferentes partes del cuerpo, y grandes pinchazos o estocadas con el dedo índice muy tieso. Después de bien cosida a puñaladas, le cortó la cabeza segándole el pescuezo, y como si aún no fuera bastante sevicia, la acribilló con cruelísimas e inhumanas cosquillas, acompañando sus golpes de estas feroces palabras: «¡Qué guasoncita se me ha vuelto mi nena!... Voy yo a enseñar a mi payasa a dar bromitas, y le voy a dar una solfa buena para que no le queden ganas de...».
Jacinta se desbarataba de risa, y el Delfín hablando con un poco de seriedad, prosiguió: «Bien sabes que no soy callejero... A fe que te puedes quejar. Maridos conozco que cuando ponen el pie en la calle, del tirón se están tres días sin parecer por la casa. Estos podrían tomarme a mí por modelo».
—Mariquita date tono—replicó Jacinta secándose las lágrimas que la risa y las cosquillas le habían hecho derramar—. Ya sé que hay otros peores; pero no pongo yo mi mano en el fuego porque seas el número uno.
Juan meneó la cabeza en señal de amenaza. Jacinta se puso lejos de su alcance, por si se repetían las bárbaras cosquillas.
«Es que tú exiges demasiado» dijo el marido, deplorando que su mujer no le tuviese por el más perfecto de los seres creados.
Jacinta hizo un mohín gracioso con fruncimiento de cejas y labios, el cual quería decir: «No me quiero meter en discusiones contigo, porque saldría con las manos en la cabeza». Y era verdad, porque el Delfín hacía las prestidigitaciones del razonamiento con muchísima habilidad.
«Bueno—indicó ella—. Dejémonos de tonterías. ¿Qué quieres almorzar?».
—Eso mismo venía yo a saber —dijo doña Bárbara apareciendo en la puerta—. Almorzarás lo que quieras; pero pongo en tu conocimiento, para tu gobierno, que he traído unas calandrias riquísimas. Divinidades, como dice Estupiñá.
—Tráiganme lo que quieran, que tengo más hambre que un maestro de escuela.
Cuando salieron las dos damas, Santa Cruz pensó un ratito en su mujer, formulando un panegírico mental. ¡Qué ángel! Todavía no había acabado él de cometer una falta, y ya estaba ella perdonándosela. En los días precursores del catarro, hallábase mi hombre en una de aquellas etapas o mareas de su inconstante naturaleza, las cuales, alejándole de las aventuras, le aproximaban a su mujer. Las personas más hechas a la vida ilegal sienten en ocasiones vivo anhelo de ponerse bajo la ley por poco tiempo. La ley las tienta como puede tentar el capricho. Cuando Juan se hallaba en esta situación, llegaba hasta desear permanecer en ella; aún más, llegaba a creer que seguiría. Y la Delfina estaba contenta. «Otra vez ganado—pensaba—. ¡Si la buena durara!... ¡si yo pudiera ganarle de una vez para siempre y derrotar en toda la línea a las cantonales...!».
Don Baldomero entró a ver a su hijo antes de pasar al comedor. «¿Qué es eso, chico? Lo que yo digo: no te abrigas. ¡Qué cosas tenéis tú y Villalonga! ¡Pararse a hablar a las diez de la noche en la esquina del Ministerio de la Gobernación, que es otra punta del diamante! Te vi. Venía yo con Cantero de la Junta del Banco. Por cierto que estamos desorientados. No se sabe a dónde irá a parar esta anarquía. ¡Las acciones a 138!... Pase usted, Aparisi... Es Aparisi que viene a almorzar con nosotros».
El concejal entró y saludó a los dos Santa Cruz.
—¿Qué periódicos has leído?—preguntó el papá calándose los quevedos, que sólo usaba para leer—. Toma La Época y dame El Imparcial... Bueno, bueno va esto. ¡Pobre España! Las acciones a 138... el consolidado a 13.
—¿Qué 13?... Eso quisiera usted—observó el eterno concejal—. Anoche lo ofrecían a 11 en el Bolsín y no lo quería nadie. Esto es el diluvio.
Y acentuando de una manera notabilísima aquella expresión de oler una cosa muy mala, añadió que todo lo que