Y si no me engaño, estos dos gandulones son tus hermanos, niña».
Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba, contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón...». Estos son los condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero, ¡re—Dios!, señá Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas...?».
Una de las mujeres que más alborotaban se aplacó al ver a las dos damas. Era la señora de Ido del Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y manchurrones de aquel mismo betún de los caribes, y las manos enteramente negras.
Turbose un poco ante la visita: «Pasen las señoras... Me encuentran hecha una compasión».
Guillermina y Jacinta entraron en la mansión de Ido, que se componía de una salita angosta y de dos alcobas interiores más oprimidas y lóbregas aún, las cuales daban el quién vive al que a ellas se asomaba. No faltaban allí la cómoda y la lámina del Cristo del Gran Poder, ni las fotografías descoloridas de individuos de la familia y de niños muertos. La cocina era un cubil frío donde había mucha ceniza, pucheros volcados, tinajas rotas y el artesón de lavar lleno de trapos secos y de polvo. En la salita, los ladrillos tecleaban bajo los pies. Las paredes eran como de carbonería, y en ciertos puntos habían recibido bofetadas de cal, por lo que resultaba un claro-oscuro muy fantástico. Creeríase que andaban espectros por allí, o al menos sombras de linterna mágica. El sofá de Vitoria era uno de los muebles más alarmantes que se pueden imaginar. No había más que verle para comprender que no respondía de la seguridad de quien en él se sentase. Las dos o tres sillas eran también muy sospechosas. La que parecía mejor, seguramente la pegaba. Vio Jacinta, salteados por aquellos fantásticos muros, carteles de publicaciones ilustradas, de librillos de papel de fumar y cartones de almanaques americanos que ya no tenían hojas. Eran años muertos.
Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de luto.
Ido extendía sobre el tablero los pliegos de papel abiertos. Una muchacha, que debía de ser Rosita, contaba los pliegos ya enlutados y formaba los cuadernillos. Nicanora pidió permiso a las señoras para seguir trabajando. Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo buenas carnes, pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento, probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de provenirle aquel alargamiento de morros que la afeaba considerablemente. La Venus de Médicis tenía los párpados enfermos, rojos y siempre húmedos, privados de pestañas, por lo cual decían de ella que con un ojo lloraba a su padre y con otro a su madre.
Jacinta no sabía a quién compadecer más, si a Nicanora por ser como era, o a su marido por creerla Venus cuando se electrizaba. Ido estaba muy cohibido delante de las dos damas. Como la silla en que doña Guillermina se sentó empezase a exhalar ciertos quejidos y a hacer desperezos, anunciando quizás que se iba a deshacer, D. José salió corriendo a traer una de la vecindad. Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido, engomado y puesto con muchísimo aquel.
«¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pintura?» preguntó Guillermina a Nicanora.
—Soy lutera.
—Somos luteranos—dijo Ido sonriendo, muy satisfecho por tener ocasión de soltar aquel chiste que era viejo y había sido soltado sin número de veces.
—¡Qué dice este hombre! —exclamó la fundadora horrorizada.
—Cállate tú y no disparates—replicó Nicanora—. Yo soy lutera, vamos al decir, pinto papel de luto. Cuando no tengo otro trabajo, me traigo a casa unas cuantas resmas, y las enluto mismamente como las señoras ven. El almacenista paga un real por resma. Yo pongo el tinte, y trabajando todo el día, me quedan seis o siete reales. Pero los tiempos están malos, y hay poco papel que teñir. Todas las luteras están paradas, señora... porque, naturalmente, o se muere poca gente, o no les echan papeletas... Hombre—dijo a su marido, haciéndole estremecer—, ¿qué haces ahí con la boca abierta? Desmiente.
Ido, que estaba oyendo a su mujer, como se oye a un orador brillante, despertó de su éxtasis y se puso a desmentir. Llaman así al acto de colocar los pliegos de papel unos sobre otros, escalonados, dejando descubierta en todos una fajita igual, que es lo que se tiñe. Como Jacinta observaba atentamente el trabajo de D. José, este se esmeró en hacerlo con desusada perfección y ligereza. Daba gusto ver aquellos bordes, que por lo iguales parecían hechos a compás. Rosita apilaba pliegos y resmas sin decir una palabra. Nicanora hizo a Jacinta, mirando a su marido, una seña que quería decir: «Hoy está bueno». Después empezó a pasar rápidamente la brocha sobre el papel, como se hace con los estarcidos.
—Y las suscriciones de entregas —preguntó Guillermina—, ¿dan algo que comer?
Ido abrió la boca para emitir pronta y juiciosa respuesta a esta pregunta; pero su mujer tomó rápidamente la palabra, quedándose él un buen rato con la boca abierta.
—Las suscripciones—declaró la Venus de Médicis—, son una calamidad. Aquí José tiene poca suerte... es muy honrado y le engaña cualisquiera. El público es cosa mala, señoras, y suscritor hay que no paga ni aunque le arrastren. Luego, como el mes pasado perdió aquí (este aquí era D. José) un billete de cuatrocientos reales, el encargado de las obras se lo va cobrando, descontándole de las primas que le tocan. Por eso, naturalmente, nos hemos atrasado tanto, y lo poco que se apaña se lo birla el casero.
Ido, desde que se dijo aquello del billete perdido, no volvió a levantar los ojos de su trabajo. Aquel descuido que tuvo le avergonzaba como si hubiera sido un delito.
«Pues lo primero que tienen ustedes que hacer—indicó la Pacheco—, es poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña pequeña».
—No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con tanto pingajo.
—No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo?
—Me gana cinco reales en una imprenta.
Pero no tiene formalidad. Cuando le parece deja el trabajo, y se va a las becerradas de Getafe o de Leganés, y no parece en tres días. Quiere ser torero y nos trae crucificados. Se va al matadero por las tardes, cuando degüellan, y en casa, dormido, habla de que si puso las banderillas a porta-gayola...
—Y usted—preguntó Jacinta a Rosita—, ¿en qué se ocupa?
Rosita se puso muy encarnada.