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¡Cómo estuvo aquel día la pobrecita! No se enteraba de lo que le decían, no veía ni oía nada. Era como una ceguera y sordera moral, casi física. La culebra que se le había enroscado dentro, desde el pecho al cerebro, le comía todos los pensamientos y las sensaciones todas, y casi le estorbaba la vida exterior. Quería llorar; ¿pero qué diría la familia al verla hecha un mar de lágrimas? Habría que decir el motivo... Las reacciones fuertes y pasajeras de toda pena no le faltaban, y cuando aquella marca de consuelo venía, sentía breve alivio. ¡Si todo era un embuste, si aquel hombre estaba loco...! Era autor de novelas de brocha gorda y no pudiendo ya escribirlas para el público, intentaba llevar a la vida real los productos de su imaginación llena de tuberculosis. Sí, sí, sí: no podía ser otra cosa: tisis de la fantasía. Sólo en las novelas malas se ven esos hijos de sorpresa que salen cuando hace falta para complicar el argumento. Pero si lo revelado podía ser una papa, también podía no serlo, y he aquí concluida la reacción de alivio. La culebra entonces, en vez de desenroscarse, apretaba más sus duros anillos.
Aquel día, el demonio lo hizo, estaba Juan mucho peor de su catarro. Era el enfermo más impertinente y dengoso que se pudiera imaginar. Pretendía que su mujer no se apartara de él, y notando en ella una tristeza que no le era habitual, decíale con enojo: «¿Pero qué tienes, qué te pasa, hija? Vaya, pues me gusta... Estoy yo aquí hecho una plasta, aburrido y pasando las de Caín, y te me vienes tú ahora con esa cara de juez. Ríete, por amor de Dios». Y Jacinta era tan buena, que al fin hacía un esfuerzo para aparecer contenta. El Delfín no tenía paciencia para soportar las molestias de un simple catarro, y se desesperaba cuando le venía uno de esos rosarios de estornudos que no se acaban nunca. Empeñábase en despejar su cabeza de la pesada fluxión sonándose con estrépito y cólera.
«Ten paciencia, hijo—le decía su madre—. Si fuera una enfermedad grave, ¿qué harías?».
—Pues pegarme un tiro, mamá. Yo no puedo aguantar esto. Mientras más me sueno, más abrumada tengo la cabeza. Estoy harto de beber aguas. ¡Demonio con las aguas! No quiero más brebajes. Tengo el estómago como una charca. ¡Y me dicen que tenga paciencia! Cualquier día tengo yo paciencia. Mañana me echo a la calle.
—Falta que te dejemos. —Al menos ríanse, cuéntenme algo, distráiganme. Jacinta, siéntate a mi lado. Mírame.
—Si ya te estoy mirando. Estás muy guapito con tu pañuelo liado en la cabeza, la nariz colorada, los ojos como tomates...
—Búrlate; mejor. Eso me gusta... Ya te daría yo mi constipado. No, si no quiero más caramelos. Con tus caramelos me has puesto el cuerpo como una confitería. Mamá...
—¿Qué? —¿Estaré bueno mañana? Por Dios, tengan compasión de mí, háganme llevadera esta vida. Estoy en un potro. Me carga el sudar. Si me desabrigo, toso; si me abrigo, echo el quilo... Mamá, Jacinta, distraedme; tráiganme a Estupiñá para reírme un rato con él.
Jacinta, al quedarse otra vez sola con su marido, volvió a sus pensamientos. Le miró por detrás de la butaca en que sentado estaba. «¡Ah, cómo me has engañado!...». Porque empezaba a creer que el loco, con serlo tan rematado, había dicho verdades. Las inequívocas adivinaciones del corazón humano decíanle que la desagradable historia del Pitusín era cierta. Hay cosas que forzosamente son ciertas, sobre todo siendo cosas malas. ¡Entrole de improviso a la pobrecita esposa una rabia...! Era como la cólera de las palomas cuando se ponen a pelear. Viendo muy cerca de sí la cabeza de su marido, sintió deseos de tirarle del cabello que por entre las vueltas del pañuelo de seda salía. «¡Qué rabia tengo! —pensó Jacinta apretando sus bonitísimos dientes—, por haberme ocultado una cosa tan grave... ¡Tener un hijo y abandonarlo así!»... Se cegó; vio todo negro. Parecía que le entraban convulsiones. Aquel Pitusín desconocido y misterioso, aquella hechura de su marido, sin que fuese, como debía, hechura suya también, era la verdadera culebra que se enroscaba en su interior... «¿Pero qué culpa tiene el pobre niño...? —pensó después transformándose por la piedad—. ¡Este, este tunante...!». Miraba la cabeza, ¡y qué ganas tenía de arrancarle una mecha de pelo, de pegarle un coscorrón!... ¿Quién dice uno?... dos, tres, cuatro coscorrones muy fuertes para que aprendiera a no engañar a las personas.
«Pero mujer, ¿qué haces ahí detrás de mí?—murmuró él sin volver la cabeza—. Lo que digo, hoy parece que estás lela. Ven acá, hija».
—¿Qué quieres? —Niña de mi vida, hazme un favorcito.
Con aquellas ternuras se le pasó a la Delfina todo su furor de coscorrones. Aflojó los dientes y dio la vuelta hasta ponérsele delante.
«Hazme el favorcito de ponerme otra manta. Creo que me he enfriado algo».
Jacinta fue a buscar la manta. Por el camino decía: «En Sevilla me contó que había hecho diligencias por socorrerla. Quiso verla y no pudo. Murió mamá, pasó tiempo; no supo más de ella... Como Dios es mi padre, yo he de saber lo que hay de verdad en esto, y si... (se ahogaba al llegar a esta parte de su pensamiento) si es verdad que los hijos que no le nacen en mí le nacen en otra...».
Al ponerle la manta le dijo: «Abrígate bien, infame»; y a Juanito no se le ocultó la seriedad con que lo decía. Al poco rato volvió a tomar el acento mimoso:
«Jacintilla, niña de mi corazón, ángel de mi vida, llégate acá. Ya no haces caso del sinvergüenza de tu maridillo».
—Celebro que te conozcas. ¿Qué quieres?
—Que me quieras y me hagas muchos mimos. Yo soy así. Reconozco que no se me puede aguantar. Mira, tráeme agua azucarada... templadita, ¿sabes? Tengo sed.
Al darle el agua, Jacinta le tocó la frente y las manos.
«¿Crees que tengo calentura?».
—De pollo asado. No tienes más que impertinencias. Eres peor que los chiquillos.
—Mira, hijita, cordera; cuando venga La Correspondencia, me la leerás. Tengo ganas de saber cómo se desenvuelve Salmerón. Luego me leerás La Época. ¡Qué buena eres! Te estoy mirando y me parece mentira que tenga yo por mujer a un serafín como tú. Y que no hay quien me quite esta ganga... ¡Qué sería de mí sin ti... enfermo, postrado...!
—¡Vaya una enfermedad! Sí; lo que es por quejarte no quedará...
Doña Bárbara entró diciendo con autoridad: «A la cama, niño, a la cama. Ya es de noche y te enfriarás en ese sillón».
—Bueno, mamá; a la cama me voy. Si yo no chisto, si no hago más que obedecer a mis tiranas... Si soy una malva. Blas, Blas..., ¿pero dónde se mete este condenado hombre?
María Santísima, lo que bregaron para acostarle. La suerte de ellas era que lo tomaban a broma. «Jacinta, ponme un pañuelo de seda en la garganta... Chica, no aprietes tanto que me ahogas... Quita, quita, tú no sabes. Mamá, ponme tú el pañuelo... No, quitádmelo; ninguna de las dos sabe liar un pañuelo. ¡Pero qué gente más inútil!».
Pasa un ratito. «Mamá, ¿ha venido La Correspondencia?».
—No, hijo. No te desabrigues. Mete estos brazos. Jacinta, cúbrele los brazos.
—Bueno,