Ahora, Bildad, como Peleg, y, desde luego, muchos otros de Nantucket, era cuáquero, por haber sido la isla colonizada originariamente por esta secta; y hasta hoy día sus habitantes en general conservan en grado insólito las peculiaridades de los cuáqueros sólo que modificadas de modo variado y anómalo por cosas absolutamente extrañas y heterogéneas. Pues algunos de esos mismos cuáqueros son los más sanguinarios de todos los marineros y cazadores de ballenas. Son cuáqueros belicosos, son cuáqueros con saña.
Así que hay entre ellos ejemplos de hombres que, teniendo nombres bíblicos —costumbre muy común en la isla—, y habiendo absorbido en su infancia el solemne modo de tratamiento del habla cuáquera, sin embargo, por las aventuras audaces, atrevidas y desenfrenadas de sus posteriores vidas, mezclan extrañamente con esas particularidades nunca abandonadas mil rasgos atrevidos de carácter, nada indignos de un rey marino escandinavo, o de un poético romano pagano. Y cuando esas cosas se unen, en un hombre de fuerza natural grandemente superior, de cerebro bien desarrollado y corazón de mucho peso, y que por la calma y soledad de muchas largas guardias nocturnas en las aguas más remotas, y bajo constelaciones nunca vistas en el norte, se ha visto llevado a pensar de modo independiente y poco tradicional, recibiendo todas las impresiones de la naturaleza, dulces o salvajes, recién salidas de su pecho virginal, voluntarioso y confidente, y que, sobre todo con eso, pero también con alguna ayuda de ventajas accidentales, ha aprendido un lenguaje altanero, atrevido y nervioso, ese hombre, que cuenta por uno solo en el censo de una entera nación, es una poderosa criatura de exhibición, formada para nobles tragedias. Y no le disminuye en absoluto, considerado desde el punto de vista dramático, que, por nacimiento o por otras circunstancias, tenga lo que parece una morbosidad predominante y medio arbitraria en el fondo de su naturaleza. Ten la seguridad de esto, oh, joven ambición: toda grandeza mortal no es sino enfermedad. Pero por ahora no tenemos que habérnoslas con uno así, sino con otro muy diferente; y sin embargo, un hombre que, si bien peculiar, resulta a su vez de otra fase del cuáquero, modificado por circunstancias individuales.
Como el capitán Peleg, el capitán Bildad era un ballenero retirado, de buena posición. Pero a diferencia del capitán Peleg, que no se preocupaba un rábano de lo que se llama cosas serias, y, de hecho, consideraba esas mismísimas cosas serias como las mayores trivialidades, el capitán Bildad no sólo hablase educado originariamente conforme a las más estrictas reglas del cuaquerismo de Nantucket, sino que ni toda su posterior vida oceánica, ni la contemplación de muchas deliciosas criaturas isleñas sin vestir, al otro lado del cabo de Hornos, habían movido ni jota su temple cuáquero de nacimiento, ni habían alterado un solo pliegue de su chaleco. No obstante, a pesar de toda esa inmutabilidad, había alguna vulgar falta de coherencia en el digno capitán Bildad. Aunque rehusando, por escrúpulos de conciencia, ponerse en armas contra los invasores terrestres, él mismo, sin embargo, había invadido inconteniblemente el Atlántico y el Pacífico; y aunque enemigo jurado de derramar sangre humana, sin embargo, en su capote ajustado, había vertido toneladas de sangre del leviatán. No sé cómo reconciliaría ahora esas cosas el piadoso Bildad, en el contemplativo atardecer de sus días, pero no parecía importarle mucho, y muy probablemente había llegado hacía mucho tiempo a la sabia y sensata conclusión de que una cosa es la religión de un hombre, y otra cosa este mundo práctico. Este mundo paga dividendos. Ascendiendo desde pequeño mozo de cabina, en pantalones cortos del pardo más pardo, hasta arponero con ancho chaleco en forma de pez: pasando de ahí a jefe de ballenera, primer oficial, capitán, y finalmente propietario de barco, Bildad, como he sugerido antes, había concluido su carrera aventurera retirándose por completo de la vida activa a la excelente edad de sesenta años, y dedicando el resto de sus días a recibir sosegadamente su bien ganada renta.
Ahora, lamento decir que Bildad tenía reputación de ser un incorregible viejo tacaño, y, en sus tiempos de navegación, un patrón duro y agrio. Me dijeron en Nantucket, aunque ciertamente parece una historia curiosa, que cuando mandó el viejo ballenero Categut, la mayor parte de la tripulación, al volver al puerto, desembarcó para ser llevada al hospital, dolorosamente exhausta y agotada. Para ser un hombre piadoso, especialmente para un cuáquero, era desde luego bastante terco, para decirlo de un modo suave. Sin embargo, decían que no solía echar juramentos a sus hombres, pero, de un modo o de otro, les sacaba una desordenada cantidad de trabajo duro, cruel y sin mitigación. Cuando Bildad era primer oficial, tener sus ojos de color grisáceo mirándole atentamente a uno, hacía que uno se sintiera completamente nervioso, hasta poder agarrar algo —martillo o pasador— e irse a trabajar como loco, en cualquier cosa, no importaba qué. La indolencia y la ociosidad perecían ante él. Su propia persona era la encarnación exacta de su carácter utilitario. En su largo cuerpo magro, no llevaba carne de sobra, ni barba superflua, ya que su barbilla ostentaba una blanda y económica pelusa, como la pelusa gastada de su sombrero de ala ancha.
Tal, pues, era la persona que vi sentada en el yugo cuando seguí al capitán Peleg bajando a la cabina. El espacio entre puentes era escaso; y allí, erguido tiesamente, estaba sentado el viejo Bildad, que siempre se sentaba así, sin inclinarse, y ello para ahorrar faldones de la casaca. El sombrero de ala ancha estaba a su lado: tenía las piernas rígidamente cruzadas, el traje grisáceo abotonado hasta la barbilla, y con los lentes en la nariz, parecía absorto en la lectura de un pesado volumen.
—Bildad —gritó el capitán Peleg—, ¿otra vez con eso, eh, Bildad? Llevas ya treinta años estudiando esas Escrituras, que yo sepa con seguridad. ¿Hasta dónde has llegado, Bildad?
Como acostumbrado largamente a tan profanas palabras por parte de su antiguo compañero de navegación, Bildad, sin advertir su actual irreverencia, levantó tranquilamente los ojos, y al verme, volvió a lanzar una ojeada inquisitiva hacia Peleg.
—Dice que es nuestro hombre, Bildad —dijo Peleg—: quiere embarcarse.
—¿Eso quieres tú? —dijo Bildad, con acento hueco y volviéndose a mirarme.
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—Quiero yo —dije sin darme cuenta, de tan intensamente cuáquero como era él.
—¿Qué piensas de él, Bildad? —dijo Peleg.
—Servirá —dijo Bildad, echándome una ojeada, y luego siguió murmurando en su libro en un tono de murmullo muy audible.
Le consideré el más raro cuáquero viejo que había visto jamás, especialmente dado que Peleg, su amigo y antiguo compañero de navegación, parecía tan fanfarrón. Pero no dije nada, sino que sólo miré a mi alrededor con toda atención. Peleg entonces abrió un cofre y, sacando el contrato del barco, le puso pluma y tinta delante, y se sentó ante una mesita. Yo empecé a pensar que era sobradamente hora de decidir conmigo mismo en qué condiciones estaría dispuesto a comprometerme para el viaje. Ya me daba cuenta de que en el negocio de la pesca de la ballena no pagaban remuneración, sino que todos los tripulantes, incluido el capitán, recibían ciertas porciones de los beneficios llamadas «partes», y esas partes estaban en proporción al grado de importancia correspondiente a los deberes respectivos en la tripulación del barco. También me daba cuenta de que, siendo novato en la pesca de la ballena, mi parte no sería muy grande, pero, considerando que estaba acostumbrado al mar, y sabía gobernar un barco, empalmar un cabo, y todo eso, no tuve dudas, por todo lo que había oído, de que me ofrecerían al menos la doscientos setenta y cincoava parte; esto es, la doscientos setenta y cincoava parte del beneficio neto del viaje, ascendiese a lo que ascendiese. Y aunque la doscientos setenta y cincoava parte era más bien lo que llaman una «parte a la larga», sin embargo, era mejor que nada; y si teníamos un viaje con suerte, podría compensar muy bien la ropa que desgastaría en él, para no hablar del sustento y alojamiento de tres años, por los que no tendría que pagar un ardite.
Podría pensarse que ésa era una pobre manera de acumular una fortuna principesca; y así era, una manera muy pobre. Pero soy de los que nunca se ocupan de fortunas principescas, y estoy bien contento si el mundo está dispuesto a alojarme y mantenerme, mientras me hospedo bajo la fea muestra de «A la Nube Tronadora». En conjunto, pensé que la doscientos setenta y cincoava parte vendría a ser lo decente, pero no