—«No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla…» —Bueno, capitán Bildad —interrumpió Peleg—, ¿qué dices, qué parte le damos a este joven?
—Tú lo sabes mejor —fue la sepulcral respuesta—: la setecientas setenta y sieteava no sería demasiado, ¿no?…, «donde la polilla y el gusano devoran…».
« ¡Qué parte, sí —pensé yo—, la setecientas setenta y sieteava! Bueno, viejo Bildad, estás decidido a que yo, por mi parte, no tenga mucha parte en esta parte donde la polilla y el gusano devoran.» Era una parte demasiado «a la larga», y aunque por la magnitud de su cifra podría a primera vista engañar a uno de tierra adentro, sin embargo, el más ligero examen mostrará que, aunque setecientos setenta y siete sea un número bastante grande, con todo, cuando se trata de dividir por él, se verá entonces, digo yo, que la parte setecientas setenta y sieteava de un penique es mucho menos que setecientos setenta y siete doblones; y eso pensé entonces.
—¡Vaya, ya puedes reventar! —gritó Peleg—: no querrás estafar a este joven: tiene que recibir más que eso.
—Setecientos setenta y siete —volvió a decir Bildad, sin levantar los ojos, y luego siguió mascullando—: «pues donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón».
—Le voy a poner por la trescientosava —dijo Peleg—: ¿me oyes, Bildad? La parte trescientosava, digo.
Bildad dejó el libro, y volviéndose solemnemente hacia él, dijo:
—Capitán Peleg, tienes un corazón generoso; pero debes considerar tus obligaciones respecto a los demás propietarios del barco, viudas y huérfanos muchos de ellos, y que si compensamos en exceso las fatigas de este joven, quizá les quitaremos el pan a esas viudas y a esos huérfanos. La parte setecientas setenta y sieteava, capitán Peleg.
—¡Tú, Bildad! —rugió Peleg, incorporándose de un salto y armando ruido por la cabina—: ¡Maldita sea, capitán Bildad, si hubiera seguido tu consejo en estos asuntos, ahora tendría que halar una conciencia tan pesada como para hundir el mayor barco que jamás navegó doblando el cabo de Hornos!
—Capitán Peleg —dijo Bildad, con firmeza—: tu conciencia quizá hará diez pulgadas de agua, o diez brazas, no sé decir; pero como sigues siendo un hombre impertinente, capitán Peleg, me temo mucho que tu conciencia hace agua, y acabará por sumergirte a ti, hundiéndote en el abismo de los horrores, capitán Peleg.
—¡El abismo de los horrores, el abismo de los horrores! Me insultas, hombre, más de lo que se puede aguantar por naturaleza: me insultas. Es un ultraje infernal decirle a ninguna criatura humana que está destinada al infierno. ¡Colas de ballenas y llamas! Bildad, vuelve a decirlo y me abres los pernos del alma, pero yo… yo… sí, yo me tragaré un macho cabrío vivo, con cuernos y pelo. ¡Fuera de la cabina, hipócrita, grisáceo hijo de un cañón de madera…, sal derecho!
Tronando así, se lanzó contra Bildad, pero Bildad, con maravillosa celeridad oblicua y resbalosa, le eludió por esta vez.
Alarmado ante esa terrible explosión entre los dos principales propietarios responsables del barco, y sintiéndome casi inclinado a abandonar toda idea de navegar en un barco de tan discutible propiedad y tan efímero mando, me aparté a un lado de la puerta para dar salida a Bildad, quien, sin duda, estaba muy dispuesto a desaparecer ante la despertada cólera de Peleg. Pero con asombro mío, volvió a sentarse en el yugo con mucha tranquilidad, por lo visto sin tener la más leve intención de retirarse. Parecía muy acostumbrado al impenitente Peleg y sus maneras. En cuanto a Peleg, después de disparar la cólera como lo había hecho, parecía que no quedaba más en él, y también se sentó como un cordero, aunque convulsionándose un poco, como todavía con agitación nerviosa.
—¡Ufl —silbó por fin—: el chubasco ha pasado a sotavento, me parece. Bildad, tú solías servir para afilar un arpón: córtame esa pluma. Mi navaja necesita piedra de afilar: eso es, gracias, Bildad. Bueno, entonces, joven; tu nombre es Ismael, ¿no decías? Bueno, entonces, aquí te pongo Ismael, con la parte trescientosava.
—Capitán Peleg —dije—, tengo conmigo un amigo que también quiere embarcarse: ¿le traigo mañana?
—Claro —dijo Peleg—. Tráele contigo, y le echaremos una mirada.
—¿Qué parte quiere? —gruñó Bildad, levantando la mirada del libro en que se había vuelto a sepultar.
—¡Ah, no te preocupes de eso, Bildad! —dijo Peleg—. ¿Ha ido alguna vez a la pesca de la ballena? —y se volvió hacia mí.
—Ha matado más ballenas de las que puedo contar, capitán Peleg. —Bueno, tráele entonces.
Y, después de firmar los papeles, me marché, sin dudar de que había aprovechado muy bien la mañana, y de que el Pequod era el mismísimo barco que Yojo había proporcionado para que nos llevara, a Queequeg y a mí, más allá del Cabo.
Pero no había llegado muy lejos, cuando empecé a considerar que el capitán con quien iba a navegar todavía había permanecido invisible para mí, aunque, desde luego, en muchos casos, un ballenero queda completamente acondicionado y recibe a bordo toda su tripulación antes que el capitán se deje ver llegando a tomar el mando: pues a veces esos viajes son tan prolongados, y los intervalos en tierra, en el puerto de origen, son tan desmesuradamente cortos, que si el capitán tiene familia, o algún interés absorbente de esta especie, no se preocupa demasiado por su barco en el puerto, sino que se lo deja a los propietarios hasta que está dispuesto para hacerse a la mar. Sin embargo, siempre está bien echarle una mirada antes de entregarse irremediablemente en sus manos. Volví atrás y me acerqué al capitán Peleg, para preguntarle dónde se encontraría el capitán Ahab.
—¿Y qué quieres con el capitán Ahab? Ya está de sobra bien: ya estás enrolado.
—Sí, pero me gustaría verle.
—Pues no creo que puedas verle por ahora. No sé exactamente qué le pasa, pero está encerrado dentro de casa, como si estuviera enfermo, aunque no tiene cara de ello. En realidad, no está enfermo, pero no, tampoco está bien. De cualquier modo, joven, no siempre me quiere ver, así que supongo que no te querrá ver. Es un hombre raro, el capitán Ahab, eso dicen algunos, pero bueno. Ah, te gustará mucho: no tengas miedo, no tengas miedo. Es un hombre grandioso, blasfemo, pero como un dios, el capitán Ahab; no habla mucho, pero cuando habla, le puedes escuchar muy bien. Fíjate, te lo aviso: Ahab está por encima de lo común; Ahab ha estado en colegios lo mismo que entre los caníbales; está acostumbrado a maravillas más profundas que las olas. ¡Su arpón! ¡Sí, el más agudo y seguro de toda nuestra isla! ¡Ah, no es el capitán Bildad; no, tampoco es el capitán Peleg: es Ahab, muchacho; y el antiguo Ahab, como sabes, era un rey coronado!
—Y muy vil. Cuando mataron a aquel perverso rey, ¿no lamieron su sangre los perros?
—Ven acá: conmigo, acá, acá —dijo Peleg, con un aire significativo en la mirada que casi me sobresaltó—. Mira bien, muchacho: nunca digas eso a bordo del Pequod Nunca lo digas en ningún sitio. El capitán Ahab no se ha puesto el nombre a sí mismo. Fue una estúpida e ignorante manía de su madre, loca y viuda, que murió cuando él tenía sólo un año. Y sin embargo, la vieja india Tistig, en Gay-Head, dijo que el nombre resultaría profético de un modo u otro. Y quizá otros locos como ella te dirán lo mismo. Quiero avisarte. Es mentira. Conozco muy