Llevábamos algún tiempo sentados en esa postura acurrucada, cuando de repente pensé que iba a abrir los ojos; pues entre sábanas, sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para concentrar más el deleite de estar en la cama. Porque ningún hombre puede sentir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados; como si la tiniebla fuera efectivamente el elemento adecuado de nuestras esencias, aunque la luz sea más afín a nuestra parte arcillosa. Al abrir los ojos entonces, y salir de mi propia tiniebla, grata y adoptada, hacia la obligada y ruda sombra de las doce de la noche sin iluminación, experimenté una desagradable revulsión. No objeté a la sugerencia de Queequeg de que quizá sería mejor encender una luz, en vista de que estábamos tan completamente despiertos; y además, sentía un fuerte deseo de fumar unas cuantas bocanadas en su hacha india. Hay que decir que, aunque había sentido tan fuerte repugnancia a que él fumara en la cama la noche antes, sin embargo, ya se ve qué elásticos se vuelven nuestros rígidos prejuicios una vez que viene a plegarlos el amor, pues ahora nada me gustaba tanto como tener a Queequeg fumando a mi lado, incluso en la cama, porque entonces parecía tan lleno de sereno gozo doméstico. Ya no me sentía indebidamente preocupado por la póliza de seguros del posadero. Sólo vivía para la comodidad condensada y confidencial de compartir una pipa y una manta con un verdadero amigo. Con nuestros ásperos chaquetones echados alrededor de los hombros, nos pasamos entonces el hacha india de uno a otro, hasta que lentamente creció sobre nosotros un dosel azul de humo, iluminado por la llama de la lámpara recién encendida.
Si fue que ese dosel ondulante arrastró al salvaje hasta escenas muy remotas, no lo sé, pero ahora habló de su isla natal; y, ávido de oír su historia, le rogué que siguiera adelante y me la contara. Él lo hizo así de buena gana. Aunque por entonces yo comprendía mal no pocas de sus palabras, sin embargo, posteriores revelaciones, cuando me hice más familiar con su rota fraseología, me permiten ahora presentar la historia entera tal como puede echarse de ver en el simple esqueleto que aquí doy.
XII.— Biográfico
Queequeg era nativo de Rokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur. No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca.
Cuando era un salvaje recién salido del cascarón, corriendo locamente por sus bosques natales, con un andrajo de hierba, y seguido por los machos cabríos mordisqueantes como si fuera un retoño verde, ya entonces, en el alma ambiciosa de Queequeg se abrigaba un fuerte deseo de ver algo más de la Cristiandad que un ballenero o dos de muestra. Su padre era un alto jefe, un rey; su tío, un sumo sacerdote; y por parte de madre se gloriaba de tías que eran esposas de invencibles guerreros. Había en sus venas excelente sangre, materia real, aunque me temo que tristemente viciada por la propensidad al canibalismo que había tenido en su juventud sin educador.
Un barco de Sag Harbour visitó la bahía de su padre, y Queequeg buscó un pasaje para países cristianos. Pero el barco, teniendo completas sus necesidades de marineros, despreció su pretensión, y no sirvió toda la influencia del rey su padre. Pero Queequeg hizo un voto. Solo en su canoa, salió remando hasta un lejano estrecho, por donde sabía que debía pasar el barco al abandonar la isla. A un lado había un arrecife de coral; al otro, una baja lengua de tierra, cubierta de espesuras de mangles que se extendían por encima del agua. Ocultando la canoa, todavía a flote, entre esas espesuras, con la proa hacia el mar, se sentó en la popa, con el remo bajo, entre las manos; y cuando el barco pasaba deslizándose se disparó como una centella, alcanzó su costado, con una patada hacia atrás volcó y hundió su canoa, trepó por las cadenas, y echándose todo lo largo que era en cubierta, se agarró a un perno con argolla y juró no soltarlo aunque lo hicieran pedazos.
En vano el capitán amenazó con tirarle por la borda y blandió un machete sobre sus muñecas desnudas: Queequeg era hijo de rey, y Queequeg no se arredró. Impresionado por su desesperada temeridad y su loco deseo de visitar la Cristiandad, el capitán se ablandó por fin, y le dijo que podía acomodarse. Pero este joven salvaje admirable, este Príncipe de Gales de los mares, jamás vio la cabina del capitán. Le pusieron entre los marineros, haciendo de él un ballenero. Pero, como el zar Pedro, contento de trabajar en los astilleros de ciudades del extranjero. Queequeg no desdeñó ninguna aparente ignominia, si con ella conseguía felizmente la capacidad de iluminar a sus incultos paisanos. Pues en el fondo —me dijo— estaba movido por un profundo deseo de aprender entre los cristianos las artes con que pudiera hacer a los suyos más felices de lo que eran; y, más aún, mejores de lo que eran. Pero ¡ay! la conducta de los balleneros le convenció pronto de que hasta los cristianos podían ser tan perversos como miserables; infinitamente más que todos los paganos de su padre. Al llegar por fin al viejo Sag Harbour, y ver lo que hacían allí los marineros, y luego al ir a Nantucket y ver cómo gastaban también sus ganancias en aquel sitio, el pobre Queequeg lo dio por perdido. Pensó: «El mundo es malo en cualquier meridiano: moriré pagano».
Y así, viejo idólatra de corazón, vivía sin embargo entre esos cristianos, vestía sus ropas, y trataba de hablar su jerga. De ahí sus maneras extrañas, aunque ya llevaba algún tiempo lejos de su patria.
Por señas le pregunté si no se proponía volver para ser coronado; ya que ahora podía considerar fallecido a su padre, que estaba muy viejo y débil en sus últimas noticias. Contestó que no, todavía no; y añadió que temía que la Cristiandad, o mejor dicho los cristianos, le hubieran incapacitado para ascender al puro e impoluto trono de treinta reyes paganos anteriores a él. Pero, un día u otro, dijo, volvería: en cuanto se sintiese bautizado de nuevo. Por ahora, sin embargo, se proponía andar navegando y desahogándose por los cuatro océanos. Le habían hecho arponero, y ese hierro afilado ahora le hacía las veces de cetro.
Le pregunté cuál podría ser su propósito inmediato, respecto a sus futuros movimientos. Contestó que hacerse otra vez a la mar, en su antigua profesión. A esto le dije que mi propio designio era la pesca de la ballena, y le informé de mi intención de embarcarme en Nantucket, como el puerto más prometedor en que podía embarcarse un ballenero amigo de aventuras. En seguida decidió acompañarme a esa isla, subir al mismo barco, entrar en la misma guardia, en el mismo bote, en el mismo rancho conmigo: en una palabra, compartir toda mi suerte, y con mis manos en la suya, sondear atrevidamente en la Olla de la Suerte de ambos mundos. A todo eso yo asentí gozosamente, pues, además del afecto que ahora sentía por Queequeg, él era un arponero experto, y como tal, no podía dejar de ser de gran utilidad para quien, como yo, era totalmente ignorante de los misterios de la pesca de la ballena, aunque familiar con el mar, tal como lo conoce un marino mercante.
Terminada su historia con la última bocanada moribunda de su pipa, Queequeg me abrazó, apretó su frente contra la mía, y apagando la luz de un soplo, rodamos uno sobre otro, de acá para allá, y muy pronto nos quedamos dormidos.
XIII.— Carretilla
A la mañana siguiente, lunes, después de deshacerme de la cabeza embalsamada dándosela a un barbero como maniquí para pelucas, arreglé mi cuenta y la de mi compañero, si bien usando el dinero de mi compañero. El sonriente posadero, así como los huéspedes, parecían sorprendentemente divertidos por la repentina amistad que había surgido entre Queequeg y yo; sobre todo, dado que las historias exageradas de Peter Coffin sobre él me habían