Al marcharme, iba lleno de vacilaciones; lo que incidentalmente se me había revelado sobre el capitán Ahab me llenaba de un cierto loco y vago dolor respecto a él. Y al mismo tiempo, no sé cómo, sentía simpatía y pena por él, pero no sé por qué, a no ser por la cruel pérdida de su pierna. Y sin embargo, también sentía un extraño temor de él, pero esa clase de temor, que no puedo describir en absoluto, no era exactamente temor; no sé lo que era. Pero lo sentía, y no me hacía tener desvío respecto a él, aunque sentía impaciencia ante lo que parecía en él como un misterio, a pesar de lo imperfectamente que entonces le conocía. Sin embargo, mis pensamientos acabaron por ser llevados en otras direcciones, de modo que por el momento Ahab resbaló de mi mente.
XVII.— El Ramadán
Como Queequeg iba a continuar todo el día su Ramadán, o Ayuno y Humillación, preferí no interrumpirle hasta cerca de la caída de la noche, pues tengo gran respeto hacia las obligaciones religiosas de cualquiera, sin que importe qué cómicas sean, y no cabe en mi corazón menospreciar siquiera a una feligresía de hormigas adorando una seta, o esas otras criaturas de ciertas regiones de nuestra tierra, que, con un grado de lacayismo sin precedentes en otros planetas, se inclinan ante el torso de un fallecido propietario agrícola meramente a causa de las desmesuradas posesiones que todavía se tienen y se arriendan en su nombre.
Digo yo que los buenos cristianos presbiterianos deberíamos ser caritativos en estas cosas, y no imaginarnos tan altamente superiores a otros mortales, paganos o lo que sean, a causa de sus ideas semidementes en estos aspectos. Allí estaba ahora Queequeg, indudablemente manteniendo las más absurdas nociones sobre Yojo y su Ramadán, pero ¿y qué? Queequeg creía saber lo que hacía, supongo; parecía estar contento, así que dejémosle en paz. De nada serviría todo lo que discutiéramos con él; dejémosle en paz, digo; y el Cielo tenga misericordia de todos nosotros, de un modo o de otro, estamos terriblemente tocados de la cabeza, y necesitamos un buen arreglo.
Hacia el anochecer, cuando me sentí seguro de que debían haber terminado todas sus realizaciones y rituales, subí a su cuarto y llamé a la puerta; pero no hubo respuesta. Traté de abrirla, pero estaba sujeta por dentro.
—Queequeg —dije suavemente por el ojo de la cerradura: todo callado—. Oye, Queequeg, ¿por qué no hablas? Soy yo… Ismael.
Pero todo seguía en silencio como antes. Empecé a sentirme alarmado. Le había dejado tiempo de sobra: pensé que habría tenido un ataque de apoplejía. Miré por el ojo de la cerradura, pero como la puerta daba a un rincón desviado del cuarto, la perspectiva del ojo de la cerradura era torcida y siniestra. Sólo podía ver parte de los pies de la cama y una línea de la pared. Me sorprendió observar, apoyada contra la pared, el asta de madera del arpón de Queequeg, que la patrona le había quitado la noche anterior, antes de que subiéramos al cuarto. «Es extraño —pensé—, pero, de todos modos, puesto que el arpón está ahí, y Queequeg raramente o nunca sale fuera sin él, debe estar dentro, por consiguiente, sin posible error.»
—¡Queequeg, Queequeg!
Todo en silencio.
Algo debía haber ocurrido. ¡Apoplejía! Traté de abrir de un golpe la puerta, pero resistía tercamente. Corriendo escaleras abajo, rápidamente declaré mis temores a la primera persona que encontré: la criada.
—¡Vaya, vaya! —exclamó—. Pensaba que debía pasar algo. Fui a hacer la cama, después del desayuno, y la puerta estaba cerrada y no se oía un ratón; y desde entonces ha seguido igual de silencioso. Pero creí que quizá se habían ido ustedes dos juntos, echando la llave para dejar seguro el equipaje. ¡Vaya, vaya! ¡Señora, ama, han matado a alguien! ¡Señora Hussey, apoplejía! —Y con esos gritos corrió hacia la cocina, seguida por mí.
Pronto apareció la señora Hussey, con un tarro de mostaza en una mano y una botellita de vinagre en la otra, habiendo acabado en ese momento de ocuparse de las vinagreras, y riñendo mientras tanto a su muchachito negro.
—¡La leñera! —grité—: ¿por dónde se va? Corran por Dios, y traigan algo para forzar la puerta: ¡El hacha, el hacha! ¡Tiene un ataque, pueden estar seguros!
Y así diciendo, de modo incoherente volvía yo a subir las escaleras con las manos vacías, cuando la señora Hussey interpuso el tarro de mostaza, la botellita del vinagre y todo el aceite de ricino de su cara.
—¿Qué le pasa a usted, joven?
—¡Traigan el hacha! ¡Por Dios, corran por el médico, alguien, mientras yo fuerzo la puerta!
—Mire aquí —dijo la patrona, dejando en seguida la botellita del vinagre como para tener una mano libre—: mire aquí; ¿habla de forzar ninguna de mis puertas? —Y así diciendo, me agarró el brazo—. ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le pasa, marinero?
De modo tranquilo, pero lo más rápido posible, le di a entender todo el asunto. Apretándose inconscientemente el vinagre contra un lado de la nariz, rumió un momento, y luego exclamó:
—¡No! No lo he visto desde que lo dejé allí.
Corriendo a un pequeño hueco bajo el arranque de las escaleras, echó una mirada, y al volver me dijo que faltaba el arpón de Queequeg.
—Se ha matado —gritó—. Es otra vez el desgraciado Stiggs; otra colcha que se pierde: ¡Dios se compadezca de su pobre madre! Será la ruina de mi casa. ¿Tiene alguna hermana el pobre muchacho? ¿Dónde está esa muchacha? Ea, Betty, ve a ver a Snarles el pintor y dile que pinte un letrero: «Se prohíbe suicidarse aquí y fumar en la sala»; así podríamos matar los dos pájaros de una vez. ¿Matarse? ¡El Señor tenga misericordia de su alma! ¿Qué es ese ruido de ahí? ¡Eh, joven, quieto ahí!
Y corriendo detrás de mí, me sujetó cuando yo volvía a intentar abrir la puerta por la fuerza.
—No lo permitiré: no quiero que me estropeen las habitaciones. Vaya por el cerrajero; hay uno cerca de una milla de aquí. Pero ¡espere! —metiéndose la mano en el bolsillo—: aquí hay una llave que sirve, me parece; vamos a ver.
Y diciendo así, dio vuelta a la llave en la cerradura, pero ¡ay! el cerrojo suplementario de Queequeg seguía echado por dentro.
—Voy a abrirla de un golpe —dije, y ya me echaba atrás por el pasillo para tomar carrerilla, cuando la patrona me volvió a sujetar, jurando de nuevo que yo no tenía que destrozarle sus habitaciones; pero me desprendí de ella, y con un súbito empujón con todo el cuerpo, me lancé de lleno contra el blanco.
Con tremendo ruido, la puerta se abrió de par en par, y el tirador, golpeando con la pared, lanzó el encalado hasta el techo; y allí, ¡Cielo santo!, allí estaba Queequeg, completamente indiferente y absorto en el centro mismo de la habitación, acurrucado en cuclillas, y teniendo a Yojo encima de la cabeza. Ni miró a un lado ni a otro, sino que siguió sentado como una imagen tallada con escasos signos de vida activa.
—Queequeg —dije, acercándome a él—, Queequeg, ¿qué te pasa?
—¿No llevará todo el día sentado ahí, eh? —dijo la patrona.
Pero por mucho que dijimos, no pudimos arrancarle una palabra; casi me dieron ganas de derribarle de un empujón, para cambiarle