Luz de luciérnaga (2a edición) + Somos electricidad. Zelá Brambillé. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Zelá Brambillé
Издательство: Bookwire
Серия: Wings to Change
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013126
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me apetecía era estar rodeada de gente. Nada me había estado saliendo bien, todo me golpeó como una bola demoledora. Me bajé del auto cuando llegué a la casa y, una vez arriba, me tendí en la cama y sollocé con fuerza. Mi pecho temblaba con violencia. ¿Había algo malo en mí como para que la gente me tratara de aquel modo?

      ¿Cuántas veces había escuchado lo mismo? Había perdido la cuenta de las ocasiones en las que había escuchado algún comentario sobre mi poca feminidad, la primera en decirlo fue mi madre.

      Me levanté del colchón y me encaminé al cuarto de Dave. Después de colocarme los guantes de box golpeé con fuerza el costal. Una, dos, tres, cuatro… cien veces; sin parar, sin detenerme. La visión se me nubló por las lágrimas mientras seguía descargando mi furia con un pedazo de hule. Dejé caer los brazos a mis costados debido al cansancio, me punzaban, me quemaban.

      Resignarse era peor que acostumbrarse, y yo estaba resignada. Resignada con mi aspecto, resignada porque nadie se fijaba en mí, porque todos me juzgaban sin siquiera darse la oportunidad de conocerme.

      Me dejé caer en el sillón y permanecí horas sin moverme. A las nueve en punto se escucharon ruidos en la entrada, levanté la vista para encontrarme a David con una acompañante. La dejó en el vestíbulo y subió las escaleras con rapidez.

      Con el corazón entrecortado me levanté causando que la misma pelirroja del día anterior me notara. En la cocina, obtuve del refrigerador un bote de helado y comencé a ingerirlo sentada en un taburete, sin pensar en la infinidad de calorías que se acumularían en mis caderas.

      La loca cabellos de fuego se escabulló en la habitación y me miró con los ojos entornados, me estudió con curiosidad, y yo me retorcí en mi asiento.

      —¿Qué? —pregunté. Se encogió de hombros y me sonrió. No me gustó para nada que lo hiciera.

      —Sí, creo que Dave tiene razón, eres muy masculina.

      Esas palabras provocaron que toda la sangre drenara de mi cuerpo y arrugara la cara con dolor penetrante y profundo. Mis latidos se detuvieron, quise doblarme, pues sentía que me fallaba la respiración. Él, mi mejor amigo, mi confidente desde la infancia, con el que había compartido mis temores y mis alegrías, y la persona que amaba con toda mi alma... Él me había traicionado también, me había acuchillado de la peor manera posible.

      Sentí cuchillos, lanzas, dagas clavándose en mi organismo. ¿Dave hablaba con sus putas de mi masculinidad? La ira se apoderó de mi cuerpo.

      —Lárgate de mi casa —gruñí con los dientes apretados.

      Un crudo bofetón en la mejilla me desorientó por unos segundos. ¿La maldita sirenita acababa de darme una cachetada? Vi rojo en todas sus tonalidades, me puse de pie y la empujé contra la encimera.

      —No te vuelvas a meter conmigo, esta también es mi casa, así que cuando te diga que te largues, te largas. Puedes revolcarte con él las veces que quieras, que yo no pienso impedirlo —solté, amenazante. La empujé de nuevo y con un dedo le di golpecitos en la frente, como si estuviera enfatizando su falta de actividad cerebral—. ¿Sí lo captas? ¡¿O te lo grito, maldita perra?! —grité a todo pulmón. En gran parte estaba sacando todas mis frustraciones con ella, era como una bomba explotando. Los ojos de la chica se cristalizaron.

      Regresé a mi asiento observando cómo salía pasmada de la cocina. Escuché el sonido de los zapatos de Dave al bajar las escaleras, así como los susurros y sollozos de la chica. Un furioso David entró a la cocina y me miró con rabia a continuación.

      —Pídele una disculpa a Leila. —Resoplé con burla. ¿De verdad esperaba que lo hiciera?

      —Vete a la mierda —susurré. Se plantó frente a mí guardando cierta distancia.

      —Pídele perdón, Carlene —volvió a pedir.

      —No lo voy a repetir otra vez. —Rechiné los dientes y apreté los dedos en mis muslos—. Vete a la mierda.

      —¡Joder, Carlene! Leila no tiene la culpa de tus problemas de autoestima, solo es una chica que te dijo lo que piensa.

      ¿Y yo qué mierdas era? Oh, sí, masculina, eso le había dicho.

      Mi gesto cayó, de pronto ya no sentía furia, estaba más triste que antes y odiaba sentirme de aquella forma. No quería odiarlo, pero si seguía a su alrededor lo conseguiría. Me eché hacia atrás instintivamente, como un animal herido.

      Las lágrimas se acumularon en mis ojos y mi labio inferior comenzó a temblar, pude contenerme gracias a que respiré profundo. Me levanté de la silla y lo enfrenté.

      No podía más, ya había tenido suficiente, tenía que largarme, respirar un aire donde no estuvieran sus exhalaciones agitadas. Se percató de mi cambio, miró la determinación de algo en mi mirada o quizá simplemente le di lástima.

      —Mierda, Carly, lo siento, cariño… Yo… —tartamudeó. Me miró con angustia y preocupación al darse cuenta de que había vociferado de más. Sin duda los tenía, pero él nunca había mencionado nada acerca de mis problemas de autoestima, que no eran solo problemas, estaba llena de esa basura.

      Estaba harta de ser la amiga tonta y fea que siempre estaba disponible cuando lo deseaba. Estaba cansada de ser la marimacha invisible que debía fingir que no le importaba que se revolcara cada fin de semana con alguien diferente.

      Intentó acercarse; no obstante, salté para evitar cualquier tipo de contacto.

      —No me toques, David —siseé. Talló su rostro con las palmas, luciendo exasperado—. Espero que ella valga la pena, ¿eh? No sé qué fue lo que te dijo, llegó asegurando que yo era masculina porque tú lo decías, además me cacheteó.

      Dave abrió los párpados con impacto.

      —Solo me defendí —terminé.

      Una serie de emociones pasó por sus ojos: miedo, desesperación y decisión. Lo presentí antes de que sucediera porque ya conocía cada una de sus estrategias: caminó hacia mí con premura para que no tuviera oportunidad de huir, sin embargo, me moví de tal forma que logré esquivar su brazo. Corrí y tomé las llaves de Petunia —que estaban sobre la mesa de la entrada— para irme lejos. Escuché sus pasos presurosos que me perseguían, me instalé dentro del coche sin dudarlo.

      —¡¡Luciérnaga, baja de ahí!! —gritó junto a mi ventana y comenzó a golpetearla cuando se dio cuenta de que evitaba mirarlo—. ¡¡Carly!! ¡¡Vamos a hablar!! ¡¡Joder, fue un malentendido, amor!!

      Encendí el motor interrumpiendo su última frase, metí reversa, escuchando las palmadas que le daba al cofre, a los costados y a la cola del vehículo mientras lo perseguía.

      Salí disparada, me atreví a mirar el retrovisor, él se encontraba en el borde de la banqueta mirándome partir.

      Seis

      Conduje con la música a todo volumen a uno de mis restaurantes favoritos: una famosa pizzería en el centro de Nashville. David y yo solíamos ir a menudo a comer papas a la francesa con queso derretido y kétchup. Siempre me embarraba de queso las mejillas, mientras yo le gritaba enfurecida que parara y que, si manchaba mi cabello, sufriría las consecuencias.

      Lanzando un suspiro profundo, me dejé caer en una silla y esperé mirando un punto fijo en la mesa que la mesera me pidiera la orden. Una joven con pantalón negro y blusa roja tomó mi pedido. El aire acondicionado refrescó mi cuerpo, quizá caliente por la rabia que aún seguía conteniendo. Recuerdo que pedí lo mismo de siempre: una rebanada de pizza, soda y papas.

      Me permití un segundo de dolor. Todos alguna vez lo habíamos necesitado, un minuto en soledad para descargar bombas internas. Una, dos lágrimas comenzaron a caer. Me guardé los sollozos porque no quería llamar la atención, ya era suficientemente patético refugiarse en un restaurante de comida rápida para llorar.

      No supe cuánto