«Por qué no podemos no calificarnos como cristianos»
Creo que si todavía estuviera entre nosotros el agnóstico Croce vacilaría, él y su breve ensayo «Por qué no podemos no calificarnos como cristianos» (cristianos en sentido cultural), él que, en polémica con Bertrand Russell, a su vez no creyente, no expresaba opiniones superficiales y consideraba la civilización y la ética occidentales fruto, en parte notable, del cristianismo, de ese cristianismo que no se estudia. En su momento, el teólogo francés M. D. Chenu ha escrito, en la argumentación de la segunda edición de La teología como ciencia en el siglo XII:8 «Si tuviera que rehacer esta obra, prestaría mucha mayor atención a la historia de las artes, la literatura y todas las bellas artes, porque no son solo ilustraciones estéticas, sinos verdaderas expresiones teológicas». Dándole la vuelta: hay hoy en día personas que no saben reconocer el tema de una pintura religiosa, aunque sea elemental, que creen que caridad significa limosna, no amor a Dios y al prójimo y hay quienes piensan que el amor cristiano es un hecho sentimental, no fruto de la buena voluntad y que, por tanto, no hay culpa en no amar al prójimo. Hay…
Si estáis entre los bautizados que han dejado de estudiar el cristianismo desde niños, desde el catecismo para la primera comunión o incluso, no siendo cristianos, no sabéis lo que dicen periódicos y televisiones; peor aún: si solo lo habéis conocido por obras como el Diccionario filosófico de Voltaire y si pensáis que antes de hablar en una discusión es mejor conocer, al menos básicamente, algo de los argumentos sobre sus fundamentos históricos… ¿ya os he aburrido?
Si no os apetece seguir, tranquilos: libertad, ante todo. Aun así, ya sabéis que no tengo intención de convertir a nadie y tampoco sería capaz: es cristiano responder (en lo poco que se cree saber) a quien quiere saber, no imponer. Dios es también libertad absoluta y nos ha creado libres. No hay que confundir el catecismo con el estudio del cristianismo: el primero es para el creyente que desea profundizar en su fe, el segundo es indispensable para la cultura de todos.
Si os apetece, os aseguro que no os haré perder mucho tiempo. Tal vez ni siquiera os aburra. Este es un breve ensayo de alguien que, como tantos, tenía en la cabeza solo algunas astillas del cristianismo, que lo consideraba una fantasía y lo había abandonado por cosas que consideraba más serias, de alguien que se desconectó durante muchos años, quedando privado de esta parte esencial de la cultura occidental.
Así que intento dirigirme a no creyentes y a creyentes y, entre estos, de modo particular a quienes desde niños no han profundizado más y muchas veces se callan delante de las ínfulas anticristianas de ciertos intelectuales que, para empezar, saben realmente poco y mal del verdadero cristianismo. Naturalmente, esta breve obra será solo un pequeño paso: hay que conocer más para llegar a un conocimiento suficiente. Para vosotros y para mí, «la investigación no tiene fin», como escribía el que considero el más grande de los teóricos de la ciencia, Karl R. Popper.
Dado que, obviamente, me referiré sobre todo a documentos históricos cristianos, que algunos denuncian por «ser parciales», en primer lugar, explicaré por qué se trata de un prejuicio.
Capítulo II
A PROPÓSITO DE LOS DOCUMENTOS HISTÓRICOS CRISTIANOS
A propósito de los documentos cristianos, ya desde los libros del Nuevo Testamento, no es justo ni racional alimentar espontáneamente una menor confianza en ellos que en las fuentes históricas no cristianas: además, se considera que para los hechos narrativos unos y otros están esencialmente de acuerdo. La buena fe de los autores debe admitirse siempre, salvo prueba en contrario, es decir, el eventual descubrimiento de pruebas opuestas convincentes. Por ejemplo, ningún documento ha demostrado que sea falso el libro de San Lucas de los Hechos de los Apóstoles y, por tanto, es correcto pensar que la vida de la primera Iglesia se desarrollara, sustancialmente, como dice el autor.9 Además, si se asumiera la postura contraria, no habría ningún testimonio de la historia antigua, ya que todas las fuentes relativas son apologías, predispuestas hacia una parte, como saben los historiadores. Para los autores antiguos importaba sobre todo destacar la figura de la persona que era protagonista de un acontecimiento. En ciertos casos se trataba además de memoriales de los propios protagonistas, como los dos libros de Julio César sobre la guerra de las Galias y la guerra civil, que nadie puede excluir como fuentes históricas. Ponerse de un lado no significa, por sí mismo, tener mala fe, inventarse las cosas. Por otro lado, incluso en la historia más reciente cabe la manipulación, la mala fe, por ejemplo, montando un documental de tal manera que se cambia la cronología de los acontecimientos, pero también en estos casos se debe demostrar que el autor miente. No sería una actitud cultural, sino visceral, presuponer la mala fe de los autores cristianos solo porque no se acepta el cristianismo. Hay que advertir además que las copias de documentos neotestamentarios en nuestro poder, al ser las más antiguas de los siglos II y III, son las más cercanas en el tiempo a los hechos que narran con respecto a todas los hasta ahora descubiertas: de los originales, aparte de los documentos arqueológicos, no queda nada. Por ejemplo, el códice más antiguo relativo a Virgilio, el Veronensis, que contiene fragmentos de las Bucólicas, de las Geórgicas y de la Eneida, es solo del siglo IV; cinco siglos separan a Tito Livio de la copias más antiguas de que nos han llegado; cerca de novecientos años separan la época de César de las transcripciones más antiguas que nos han llegado de sus libros y hay casi mil quinientos años de distancia temporal entre Aristófanes y Sófocles y los manuscritos más antiguos de sus obras en nuestro poder. Además, los documentos neotestamentarios son bastante más numerosos: se han encontrado cerca de cinco mil. De entre estos, el más antiguo es el P52 Rylands, un fragmento de los años 120/130, de cerca de 6 centímetros por 9, que contiene algunos versículos del Evangelio de San Juan:10 así que lo separan unos 90/100 años de los acontecimientos narrados. Poseemos además algunos fragmentos escritos en torno al año 200, como el papiro P64 Magdalena (aunque este podría ser más antiguo: ver más adelante), el P65 Bodmer y P67 Fondazione San Luca. Del siglo III y menos incompleto, tenemos el P45 Chester-Beatty, compuesto por una treintena de pequeñas hojas que contienen largos fragmentos y capítulos enteros de los Evangelios. Todos los manuscritos citados son papiros, 11 un soporte no muy caro, pero fácilmente deteriorable. Los documentos que permanecen más completos se escribieron desde el siglo IV sobre un más resistente pergamino, cuando a la Iglesia, en tiempos de Constantino, se pudo permitir acumular bienes y, por tanto, entre otras cosas, proveerse con regularidad de esta base de escritura más cara. Entre otros documentos, y de gran valor para la investigación, poseemos, del siglo IV, el Vaticanus, que contiene casi toda la Biblia y el Sinaiticus, con el Nuevo testamento prácticamente completo, mientras que las hojas del Antiguo se han perdido en su mayor parte. Del siglo V y todavía más importante, porque reproduce todo el Testamento, tenemos, siempre entre otros, el Alexandrinus del Museo Británico, el Codex Ephraemi de la Biblioteca Nacional de París y el Códice de Beza de Cambridge (en latín además de en griego).
Es verdad que algunos fragmentos neotestamentarios se han datado todavía más próximos a los hechos, concretamente al hecho de Jesús, documentos considerados por algunos estudiosos de en torno a la mitad del siglo I.
Sobre todo, un fragmento clasificado como 7Q5, que contiene trece cartas todavía legibles, en varios renglones, que pertenecerían al capítulo 6, versículos 52-54 del Evangelio de San Marcos, los cuales, completos, dicen «… porque no habían comprendido el hecho de los panes, al estar su corazón endurecido. – Al acabar la travesía llegaron a Genesaret y atracaron allí. Apenas desembarcaron, la gente lo reconoció». Para empezar, en 1972, José O’ Callaghan sugirió que esta coincidencia y también que otro fragmento recuperado, el 7Q4, se referiría al Nuevo Testamento y exactamente que se tratara de letras de la Primera Epístola de San Pablo a Timoteo, capítulo