[Traducción de la carta precedente]
Querido Pagliarino:
Gracias por haberme enviado su «Jesús». Lo encuentro bien hecho, con un lenguaje ágil y comprensible. Es cierto que está algo sintetizado, solo un primer «bocado» sobre la historicidad del cristianismo. Pero creo que este era precisamente el objetivo de un opúsculo que genera ganas de profundizar en ello.
Advierto una recuperación «apologética», no solo en los movimientos, sino también en muchos «individualistas» que se entregan realmente para dar a conocer la verdad. Haría falta recurrir a coordinar estos esfuerzos. Incluso me lo han pedido. Pero ¿cómo se puede hacer todo? Hago todo lo que puedo con mis libros. ¿Ha visto mi Algunas razones para creer? En dos meses, ya se han vendido cincuenta mil ejemplares. Hay siempre sed de Jesucristo, incluso creo que siempre está aumentando. Tal vez de vez en cuando sea preciso encontrar la valentía de volver a hablar sin complejos y sin simplificaciones injustas.
Con una renovada amistad y contando con su recuerdo [cursiva escrita a mano]
Vittorio Messori
Enero de 1998
Capítulo I
A PROPÓSITO DEL ANALFABETISMO CRISTIANO
«Con seguridad, el budismo es superior: no tiene la ingenuidad del cristianismo»;
«¿Cristo? Un mito, como Osiris o Dionisio»;
«Jesús es un personaje histórico, pero solo fue un buen rabino»;
«El Apocalipsis, como el resto de los Evangelios, se escribió como mínimo en el siglo II o III»;
estas son algunas afirmaciones que he oído por televisión.
«La estrella de Belén habría quemado el portal; más aún, habría destruido el mundo: ¡Son invenciones cristianas anteriores a Galileo!»: carta de un licenciado en física a un periódico.
«¿El bautismo? Un rito mágico-supersticioso»: una voz en la sala en la presentación de un libro.
«¿El cristianismo? ¡Mitos repetidos!»: sentencia de un estudiante de ciencias de la comunicación después de haber leído un ensayo sobre mitos y no haber leído nada sobre cristianismo. Quién sabe qué doctos artículos escribirá.
Podría continuar durante un buen rato.
No hacer a los otros…
Yo también he querido leer ese ensayo de Citati1 y allí he encontrado, entre otras cosas, una admiración absoluta por el Tao, cuyo libro, de Chuang Tzu, es para el autor único y maravilloso. Muy bien, la libertad por encima de todo, pero libertad quiere también decir informarse bien. Cuando en un capítulo posterior el autor se enfrenta a la antigua cultura china y el cristianismo llevado a China por el misionero Matteo Ricci, a finales del siglo XVI, afirma que el principio cristiano (?) de «No hagáis a los demás lo que no queráis que os hagan» ya les resultaba familiar a los chinos, porque se encontraba en los Diálogos de Confucio. Ya, pero, si es por eso, ese principio se recoge también en el Antiguo testamento, por ejemplo, en el libro de Tobías y no es otra cosa que la síntesis de los mandamientos que van del cuarto al décimo y que se refieren al comportamiento hacia los demás seres humanos.2
Habla Tobit, padre de Tobías, recomendando al hijo: «No hagas a nadie lo que no te agrada a ti…» (Tb 4, 15); pero el conjunto de las recomendaciones es incluso mayor, por ejemplo: «Da la limosna de tus bienes y no lo hagas de mala gana. No apartes tu rostro del pobre y el Señor no apartará su rostro de ti» (Tb 4, 7); aunque estas recomendaciones (estamos todavía en una época anterior a Jesús, en torno al siglo III-II a. de C.) no son a favor de los pecadores, sino solo de los justos: «Derrama tu vino y ofrece tu pan sobre la tumba de los justos, pero no lo des a los pecadores» (Tb 4, 17). Hay otro ejemplo en el Levítico, capítulo 19, versículo 17, que impone: «No odiarás a tu hermano en tu corazón». Se aprecia que la conocida orden de Jesús que leemos en el Evangelio de San Mateo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 19), se encuentra ya en el mismo Levítico (19, 18): «No serás vengativo con tus compatriotas ni les guardarás rencor. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor». Sin embargo, tampoco en este libro se llega al precepto de amar al enemigo. El prójimo al que hay que amar es aún solo el amigo o como mucho al compatriota desconocido, no al adversario. Según el Eclesiástico (12, 4-5) a quien peca, no se le ayuda: «Da al hombre bueno, pero no ayudes al pecador. / Sé bueno con el humilde, pero no des el impío / rehúsale su pan, no se lo des». En resumen, se trata, en el fondo, del principio en vigor en cualquier sociedad organizada, por el cual quien crea desorden no debe ser tratado igual que quien actúa respetando la libertad de los otros, sino que, por el contrario, debe ser perseguido. Para el Salmo 139, 21-22, el «enemigo» de Dios es también enemigo del creyente: «¿Acaso yo no odio, Señor, a los que te odian / y aborrezco a tus enemigos? / Yo los detesto implacablemente / como si fueran mis enemigos»: así como en las diversas otras sociedades organizadas hay odio para los que son considerados como los enemigos de la patria, externos e internos, también era así en el antiguo Israel, y tengamos presente que este es un estado teocrático, del cual el verdadero y único rey es Dios.
No se trata solo de los antiguos hebreos y del confucianismo, ya que en otras culturas se encuentra el precepto de no hacer el mal al prójimo (pero no el de amar a todos) e incluso, en algunas de ellas, de tener compasión: véase, en los tiempos de Jesús y de los apóstoles, la ética de Séneca con su derecho humano. Era y es un principio general de convivencia, base de la moral y esencia de lo que se suele llamar la ley natural (que, para los creyentes está igualmente dictada por Dios), pero, y aquí viene lo bueno, no es aún un principio cristiano.
Cristo, según el Evangelio de San Juan, estando ya muy cerca de su crucifixión hace de la orden de amar al prójimo algo absolutamente más importante, pidiendo a los discípulos que amen «como yo os he amado» (es decir, incluso hasta la muerte), ya que «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Hay que advertir que, como se deduce claramente del Nuevo Testamento, siempre por boca de Cristo, todos, pecadores o no, son hijos muy amados de Dios y por amigos debe entenderse a todos, incluidos los «enemigos». Por otro lado, el propio Jesús, agonizando, ruega desde la cruz para que sus perseguidores sean perdonados. Según los evangelistas Mateo y Lucas, Cristo habría afirmado claramente: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y odiarás a tu enemigo. 3 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rogad por vuestros perseguidores, porque sois hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos»;4 «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian. Bendecid a los que os maldicen, rogad por lo que os maltratan».5 Solo en la plenitud de los tiempos de la que habla el Nuevo Testamento, con Cristo, se llega a la revelación final de Dios con la enseñanza de que no basta con no hacer el mal, sino que hay que comportarse como en la famosa parábola, como el buen samaritano con el hebreo herido por los ladrones (hebreos y samaritanos eran adversarios), que tiene que socorrer al prójimo y además amar al enemigo, si se quiere ser cristiano.
No era «No hacer el mal» el principio cristiano que el padre Matteo Ricci había llevado a China, sino «Haced el bien y hacédselo también a los enemigos, considerando a todos los seres humanos, incluso a los que están socialmente más abajo, como hijos iguales de Dios y hermanos de Jesús», actitud esta seguramente alejada de la cultura china, y de la nuestra, en la que han vuelto a contar los roles sociales y no la persona en sí: el concepto de persona nace con el cristianismo.6 En el mismo capítulo, un poco más adelante, Pietro Citati afirma que el éxito del padre Ricci y los suyos fue escaso porque los chinos no veían diferencias esenciales entre lo Alto y lo bajo, mientras que los misioneros cristianos creían