—¡Ah!, ya entiendo. ¡La osa está dentro de la cacerola!
Desde ese momento, cada vez que miraba al oscuro cielo aterciopelado buscaba la “gran osa”, pero noche tras noche la cacerola seguía vacía.
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VERANO DE 1936
Durante las vacaciones estivales, mamá y yo nos fuimos a casa de los abuelos. El verano transcurrió plácidamente llevándose consigo los calurosos días de sol. Mamá casi había terminado su labor de costura. El tío Germain estaba feliz con sus camisas nuevas, al igual que el abuelo con sus pantalones de terciopelo, y la abuela estaba encantada con la transformación que le habían hecho al sombrero que llevaba a la iglesia. Lo habían adornado con flores y cintas de color lila. Llamaría la atención cuando fuese a misa.
Por última vez ese año, el abuelo desvió el agua helada de la montaña al abrevadero, para que el sol del mediodía la calentase y mi prima Angele y yo pudiésemos bañarnos. Pero antes teníamos que descansar tumbadas en el sofá entre las imágenes de San José y Santa María. Por las persianas medio cerradas entraba una luz tenue. Justo debajo había una fila de tarros llenos de mermelada que se estaban enfriando. Sus colores, que iban del rojo vino al amarillo brillante, captaban los rayos de luz. Algunos tarros parecían contener oro, y otros, rubíes. Se oía el zumbido de las abejas y las moscas que luchaban insistentemente por entrar por la ventana. ¡Cómo me gustaba aquel sonido! Estaba soñando con los ojos abiertos, me imaginaba a mí misma como una santa en el cielo.
Me alegré cuando mamá dijo:
—Mañana vendrá papá, pero antes irá a misa a Krüth.
Temprano por la mañana el abuelo ya estaba en la fuente lavándose. Sumergió la cabeza y el torso en el agua helada. Luego, miró al cielo y dijo que no bajaría a misa, sino que intentaría reunir a las vacas antes de que las negras nubes que estaban sobre el bosque, entre Oderen y Krüth, alcanzaran la granja en Bergenbach.
—Parece que se avecina una tormenta. Espero que Adolphe consiga llegar antes de que estalle.
Me sentí decepcionada, pues me encantaba ir a misa con el abuelo. La abuela y mamá llegaron de la iglesia: la abuela sujetando su sombrero nuevo a causa del viento y mamá luchando con el vestido. Ambas llegaron sin aliento, al igual que las nerviosas vacas. Todos querían entrar en casa cuanto antes. La tía Valentine, a quien le tocaba cocinar ese día, preparó todas las velas por si se cortaba la electricidad y corrió hacia la huerta para salvar algunas lechugas antes de que la granizada acabara con ellas.
Todavía no había empezado a llover, pero el sonido de los truenos indicaba que la tormenta estaba próxima. La abuela huyó al mejor escondite de la granja llevándose con ella su rosario. Su temor era contagioso. Angele comenzó a llorar; su madre, a temblar. El tío Germain se puso pálido y me mandó para casa, señalando al perro, que ya se había metido en su caseta y escondía la cabeza entre las patas delanteras, al tiempo que nos imploraba con sus negros ojos húmedos. El gallo fue el último en entrar en el gallinero mientras una descarada ráfaga de viento agitaba las plumas de su cola como un abanico.
Una gota grande me cayó sobre la cabeza y otra sobre la nariz, cuando un relámpago iluminó Bergenbach.
—Uno, dos… —se oyó el trueno—. Sólo está a dos kilómetros de aquí —dijo el abuelo—. Me senté en el alféizar que separaba la cocina de la habitación contigua y miré a mamá. Tenía la misma cara ceñuda que le había visto cuando papá estuvo encerrado en la fábrica.
Entonces comenzó el aguacero.
—Si Adolphe estuviese en el bosque en estos momentos, podría correr peligro. —La tía Valentine prosiguió en un tono más dramático—: Si estuviese fuera del bosque, no debería buscar refugio debajo de un árbol. —Y volviéndose hacia nosotras dijo—: Recordad niñas, nunca os refugiéis bajo un árbol cuando haya relámpagos. —Apartó la sopa de carne del fuego para evitar que hirviese y le dijo a su enmudecida hermana—: Y si corre para escapar, el rayo puede caerle encima. —Luego añadió, alimentando el fuego con un leño húmedo—: Nunca corráis, ni utilicéis un paraguas.
Mamá se movía de un lado a otro, al igual que el comedero del perro en el patio.
Una figura pasó furtivamente bajo la parra hasta llegar a la puerta. De pie, calado hasta los huesos, papá parecía haber encogido la mitad de su tamaño. Pero, ¡qué alivio cuando entró en casa!
Cayó un rayo y no tuvimos tiempo a contar.
—Ese —dijo el abuelo— cayó sobre la roca que está detrás de la casa.
Papá se estiró cuando entró en la cocina. Lo hizo con cuidado debido al plato de porcelana que colgaba del techo y que hacía de pantalla de la bombilla. Mi madre le quitó la chaqueta empapada y fue a buscar otras prendas viejas secas, mientras la tía Valentine le servía un plato de sopa caliente.
Papá empezó a comer. Le pidió al tío Germain un cigarrillo a pesar de que, al igual que los demás, criticaba severamente al joven abad que fumaba en secreto. Teníamos un mechero eléctrico colgado de la pared y en el mismísimo momento en que papá se acercó a él para encender el cigarrillo, un rayo sacudió el manzano que estaba enfrente de casa, justo al lado del cable eléctrico. Papá salió despedido hacia el techo y cayó de espaldas al suelo. Todos gritamos:
—¡Adolphe, Adolphe!
A la luz temblorosa de las velas que la tía Valentine había encendido, pudimos ver a papá tendido en el suelo más blanco que la cal.
—Respira —dijo la tía Valentine a mamá, que acababa de llegar con ropa seca—. Ambas hermanas exhalaron un “gracias a Dios”. Poco a poco papá abrió los ojos.
—¿Puedes mover las piernas?
Lo intentó y lo consiguió. Yo no, estaba paralizada.
—Estoy bien, solo un poco mareado —dijo—. Y para demostrarlo se levantó, colgó la ropa mojada y se tomó la famosa sopa de carne de los domingos.
Otro relámpago nos estremeció; el siguiente cayó al otro lado del valle. La lluvia remitió poco a poco. Pero a causa del aguacero que había caído, las plantas descansaban agotadas sobre el suelo. La abuela salió de su escondite, fue hacia la pila de agua bendita y se santiguó.
—¡Menos mal que no se produjo un incendio con toda esa paja almacenada ahí arriba! —dijo.
Una vez pasada la tormenta, la comida sabía mejor. La abuela dibujó con el cuchillo una cruz sobre el pan antes de cortarlo en rebanadas. En el exterior, los árboles comenzaron a aparecer entre la niebla como fantasmas.
—Niñas, si queréis ir a jugar, podéis ir al desván —dijo la abuela—. Era una idea fantástica, allí podríamos librarnos de la aburrida conversación sobre la huelga.
—Antes quiero otro trozo de pastel —exigió Angele—. ¡Y se lo dieron! ¡Si yo lo hubiera pedido de esa forma, mi madre no me hubiera hecho caso!
—Las señoritas nunca dicen “quiero”, sino “me gustaría” o “¿podría…?” — solía decir mamá.
Las escaleras que subían al desván estaban en una esquina de la casa. En la parte derecha del desván se almacenaba la paja. En la parte izquierda, justo encima del comedor, estaban las cajas llenas de maravillosos objetos con los que podíamos jugar. A través del suelo subían las voces, el humo de los cigarrillos y el aroma del café. Vaciamos parte del baúl que contenía vestidos viejos; y jugamos con las tazas y los platos del siglo XIX.
—¡Si fuéramos alemanes, no tendríamos huelgas! ¡Al otro lado del río Rhin nadie hace huelga!
—Recuerda —le respondió el abuelo a su esposa— que nosotros éramos alemanes cuando el sacerdote reprendió y abofeteó durante