Mi abuela me contaba, con lágrimas en los ojos, la misma historia una y otra vez:
—Tu madre quería ser monja misionera en África, así que fuimos al convento para informarnos. Pero la donación requerida era demasiado para nosotros. Hubiéramos tenido que vender todas nuestras vacas. —Nunca entendí porqué sería necesario vender las vacas para servir a Dios.
—La familia decidió que sería mejor que tu madre trabajase y que con parte de su salario ayudase a pagar el internado para sordos de Germain. Así es como se convirtió en tejedora de damasco y conoció a tu padre, Adolphe. Era huérfano, no tenía dinero y no era granjero, sino artista, pero al menos era un católico devoto.
El tío Germain y yo nos comunicábamos con facilidad. Me divertía el vivaz lenguaje por señas que se había inventado. Además de cuidar de 10 colmenas, también sabía de carpintería, de cantería y de cómo injertar árboles. Cada vez que llegábamos de visita nos mostraba su más reciente logro con una amplia y feliz sonrisa. Su mayor satisfacción era sentirse útil. Germain se sentía muy unido a su madre, por lo que también era muy religioso, al igual que yo.
La abuela debió ser guapa de joven. Sus rasgos apenas habían perdido atractivo con la edad. Su tez tostada por el sol atenuaba el azul intenso de sus ojos, y su pequeño moño de pelo cano se asemejaba a un halo. Durante la semana siempre lucía un austero vestido negro con un gran delantal, pero los domingos se le suavizaba el rostro cuando se ponía un vestido de pequeñas flores de colores rosa y lila.
La abuela era robusta, y siempre estaba activa. En cuanto yo entraba en la cocina, ya se ponía a hablar jovialmente conmigo.
—Vamos a hacerle la sopa al cerdito… con algunas patatas —decía mientras las aplastaba con las manos—. Le añadiremos algo de salvado, las sobras de la comida del mediodía, sin huesos claro, y el suero del queso. Vamos, pequeña, ahora se lo tenemos que echar en el comedero.
El rosado hocico del cerdo se sumergía en la sopa… chchch.
—¡Mira qué listo, busca los mejores trozos primero!
Cuando todas las gallinas se reunían enfrente de la puerta de la cocina, la abuela decía:
—Deben de ser las cinco, tendremos que darles algo de maíz. Atrás, atrás —decía dando palmadas a las más fuertes que se subían sobre las otras—. Fíjate, pequeña. Son como las personas, no tienen la más mínima consideración a los débiles.
—Y ahora, tenemos que llamar a los gatos. Busala, Busala… ven, aquí tienes tu plato de leche.
Era la espuma de la leche recién ordeñada por el abuelo. Yo ya había bebido mi parte en una taza negra especial, mi taza. Los gatos se frotaban entre nuestras piernas y ronroneaban. Uno de ellos dejaba que su cría bebiese primero.
—¿Ves?, así es una buena madre, y fíjate cómo lo agradece.
Todos los fines de semana que nos era posible, mis padres y yo íbamos a Bergenbach. Allí podía ir a misa con el abuelo, lo que para mí suponía un gran acontecimiento. El tío Germain solía salir de casa después de nosotros, pero de algún modo siempre llegaba antes a misa. Al terminar, los tres íbamos a un café donde se reunían todos los hombres del pueblo para hablar de política o de animales de granja:
—He comprado una vaca al tratante de caballos.
—¿A cuál? ¿Al judío o al alsaciano?
—Al judío, ¡y me ha vuelto a estafar!
—Y ¿por qué no has ido al alsaciano?
—Porque es muy caro. Siempre exagera la calidad y el precio de los animales. ¡No es honrado!
Yo no podía entender su razonamiento. ¿Por qué si tanto odiaban a los judíos preferían comprarles a ellos los animales? No tenía ningún sentido.
Subir por la montaña en verano al mediodía para regresar a Bergenbach era, tal y como decía la abuela, una penitencia que hacía más valiosa nuestra asistencia a la iglesia. Seguramente tenía razón, pero ¡ojalá no hiciese tanto calor en verano!
Al abuelo se le ponía la cara casi tan roja como su pelo. Vestía un traje marrón oscuro de terciopelo con una cadena de oro para el reloj que guardaba en el bolsillo del chaleco. Se desabrochaba todos los botones y se secaba constantemente el sudor del cuello con el pañuelo. Cuando regresábamos a casa, el tío Germain siempre se nos adelantaba corriendo como una gacela, para luego esconderse y esperar por nosotros. Cuando llegábamos donde estaba, salía saltando de su escondite y riéndose a carcajadas.
La abuela iba a misa más temprano para poder llegar a casa a tiempo y cocinar las deliciosas comidas de los domingos, con todo tipo de repostería casera. Durante las comidas, las conversaciones solían ser interesantes, animadas… y pacíficas, siempre y cuando fuéramos seis en la mesa. Las cosas eran muy diferentes cuando la hija más joven de la abuela, mi tía Valentine, venía con su marido Alfred y mi prima Angele. Alfred siempre monopolizaba la conversación, era un sabelotodo. Mientras Alfred hablaba sin parar, mi padre permanecía sentado en silencio. Y eso no me gustaba nada. Mi padre era mucho más listo, ¿por qué no intervenía?
El tío Alfred siempre parecía que quería crear debate, un objetivo que no tardaba mucho en conseguir. Al abuelo no le gustaba la rígida autoridad de los alemanes. Había servido durante cuatro años como soldado en una unidad naval alemana y había visto con sus propios ojos cómo se había castigado a un marinero rebelde: le habían atado una cuerda alrededor del pecho para luego tirarlo al mar y llevarlo a remolque del barco durante horas. Recuerdo haber pensado que aquellos marineros tenían que haber sido nadadores muy rápidos para ser capaces de mantenerse al ritmo del barco.
La abuela siempre se quejaba de los franceses, a quienes llamaba vagos. Ella nunca olvidó que durante la Gran Guerra, el ejército francés había requisado sus vacas como alimento y nunca la habían compensado por aquella pérdida. Por otro lado, no dejaba de alabar los logros de Hitler en Alemania.
Durante aquellas batallas dialécticas, a medida que la abuela se crecía, el abuelo parecía empequeñecerse. Las manos de la abuela se ponían rígidas cuando retiraba bruscamente de la mesa los platos de postre. La antigua porcelana de filigrana era muy bonita y delicada, y yo siempre temía que al estar tan enfadada la fuese a romper en pedazos.
Después de los postres, Angele y yo íbamos a jugar fuera. Con una pequeña patata redonda y dos diminutas piedras como ojos tenía la cabeza; con un palito la unía a la zanahoria que hacía las veces de cuerpo de mi improvisada muñeca, y con una hoja grande le preparaba un vestido. A mi prima de la ciudad no le gustaba mi muñeca. Enseguida se acostaba y cerraba sus pequeños ojos azules. Sus pestañas pelirrojas parecían puntadas hechas a mano; su boca se encogía hasta adoptar la forma de una fresa. Sus mejillas rechonchas y sonrosadas rodeaban su nariz diminuta y pecosa, mientras sus delicados bucles se extendían sobre la hierba verde como rayos de sol. Con su vestido azul claro laceado, Angele se convertía en mi muñeca.
Mi muñeca necesitaba de mis cuidados. Buscaba una hoja grande que sirviera de sombrilla, y luego yo también me acostaba a la sombra del helecho y disfrutaba de su aroma tan familiar. Permanecía tumbada, escuchando el zumbido de las abejas, contemplando el paso de las nubes y, de vez en cuando, mirando de reojo un saltamontes. Meditaba en las conversaciones de los adultos e intentaba imaginar qué significaban.
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La abuela me había regalado otra estampita con la imagen de un santo para añadir a mi colección. Esto hizo que mi padre adoptase una de sus expresiones más características. Cuando alargaba su cara redonda, alzaba las cejas, torcía la nariz y reducía la boca a un punto, su rostro parecía un signo de interrogación. Mamá ni se puso seria ni sonrió. Se le curvaron hacia abajo las comisuras de la boca y se le hundieron