Si la risa posee semejante poder, ¿qué pensar de la actitud africana en relación con la concupiscencia, que es el inevitable kuntu
¡Qué gozada! El pequeño librito de La filosofía bantú y un volumen de mayor extensión, rebosante de golosinas intelectuales, titulado El muntu, la nueva cultura africana, de Janheinz Jahn, iluminan sus últimas horas en Nueva York, su vuelo —¡un día y una noche!— y sus segundas impresiones de Kinshasa. Le han devuelto su antiguo amor hacia los negros… como si las más profundas ideas de su imaginación se hubieran debido precisamente a la existencia de los negros. Y le han devuelto también el antiguo temor. El genio misterioso de estos groseros, perniciosos y —¡abajo con ellos!— totalmente indigestos negros. ¡Qué barullo siguen armando en los restos de su mente literaria, qué alaridos, qué gritos y chillidos; cuántas promesas de olvido en un santiamén!
¡Cómo se liberaron sus prejuicios! Todo el resentimiento que le habían inspirado el estilo negro, el esnobismo negro, la retórica negra, los macarras negros, los más guays y toda esa chulería de virtuoso. ¡Cuánto se enorgullecían los negros de su habilidad como chuloputas! Ahora estaba furioso por el mal gobierno de su propia existencia sensual y lamentaba que la generosidad de su mente pareciera decidida a reducirse a medida que envejecía. No conseguía aplaudir la aparición de un pueblo poderoso en el centro de la vida norteamericana: estaba celoso. Habían tenido la suerte de nacer negros. Y experimentaba como una especie de cólera particular ante la profesional complacencia de la autoconmiseración de los negros, rabia ante el rítmico poder de aquellas voces amenazantes, un resentimiento, en fin, con sus valores, ante aquella eterna manía del centralismo: «Soy el verdadero gallo del barrio, el jefe más terrible, el puño más fuerte. Soy el puto amo. Y será mejor que os vayáis enterando, hijos de puta.»
Y, sin embargo, a pesar de verse arrastrado por la envidia, experimentaba también como una especie de curioso alivio. Porque había acabado reconociendo algo muy provechoso. Cuando el negro norteamericano fue arrancado de África, se vio despojado también de toda su filosofía. Por consiguiente, su violencia y su arrogancia podían constituir una vez más un justo motivo de comprensión. Bastaba con pensar en la tortura. Toda la filosofía africana giraba en torno a las raíces y esta filosofía había sido arrancada de raíz. ¡Qué trasplante tan brusco y exagerado el del negro norteamericano! Su concepto de la vida arrancaba no solo de sus sombrías experiencias en América, sino también de los fragmentos de sus perdidas creencias africanas. Por consiguiente, se sentía alienado, no de una cultura, sino de dos. ¿Qué idea podía, por tanto, conservar un afro-norteamericano de su herencia como no fuera la de que cada hombre anda en busca del máximo de fuerza para sí mismo? Dado que vivía en un campo de fuerzas humanas en perenne y dramática mutación, porque las personas que conocía eran asesinadas o detenidas o arrojadas a la basura, no tenía más remedio que buscar su afirmación. ¿De qué otro modo podía hallar la vida? La pérdida de fuerza vital era una pérdida absoluta, análoga a menos orgullo, menos posición social, menos capacidad de adquisición de la belleza disponible. En comparación con un negro norteamericano, un judeo-cristiano blanco podía superar la pérdida de fuerza vital y sentirse moral, generoso y hasta incluso santo, mientras que un africano podía sentirse en equilibrio entre las fuerzas tradicionales. Un africano podía soportar el peso de su obligación hacia su padre porque su padre se encontraba un eslabón más cerca de Dios en aquella cadena ininterrumpida de vidas que se remontaban al origen de la creación. En cambio, el negro norteamericano era sociológicamente célebre por haber perdido a su padre.
¡No era de extrañar que con sus voces intentaran llamar la atención sobre sí mismos! Hablaban de una (tensa) fuerza vital. Un hombre pobre e inculto no era nada sin esta fuerza. En la medida en la que esta habitaba en su interior, se sentía lleno de capital, lleno de capital de orgullo, que era lo único que poseía. Era el capitalismo de los negros norteamericanos pobres que se esforzaban por acumular más y más de la única riqueza que podían hallar, el respeto de sus vecinos, el respeto de los aduladores locales hacia el poder de su alma. ¡Qué capitalismo tan áspero, minucioso, urgente y competitivo! ¡Menudos dividendos! El establishment contrarrestaba estas masivas fiebres de orgullo mediante unas masivas medidas de represión. No es de extrañar que la vida tribal en Norteamérica empezara a desarrollarse entre muros de piedra y drogas. Las drogas acrecentaban la impresión de que en el interior de uno seguía albergándose una poderosa fuerza y la prisión restauraba la antigua idea según la cual el hombre era una fuerza en un campo de fuerzas. Si el contrato social de la represión africana había sido la tradición, el negro norteamericano con ideal político se vio obligado en su lugar a vivir según una disciplina revolucionaria. Viviendo entre muros de piedra, todo ello se convirtió para él en una disciplina tan pulverizadora para el alma como la búsqueda de la buena forma física por parte de un boxeador.
La filosofía bantú resultó ser un regalo, pero de los que tal vez no le hagan falta a un escritor. Para comprender el combate no era necesario. El nuevo bagaje intelectual era ahora lo suficientemente pesado como para perder el tren. Norman traería consigo únicamente una parte del mismo, con la esperanza de no mostrarse excesivamente codicioso. Porque el boxeo de los pesos pesados era casi todo negro, tan negro como el bantú. El boxeo se había convertido, por tanto, en una clave más de la emoción negra, de la psicología negra, del amor negro; una clave más de las revelaciones acerca de los negros. Tal vez el boxeo de los pesos pesados condujera también hacia la estancia del sótano del mundo en la que se hallaban instalados todos los reyes negros: ¿qué era la emoción negra, la psicología negra, el amor negro? Como es lógico, intentar averiguarlo a través de los boxeadores constituiría la quintaesencia de la comicidad. Los boxeadores eran unos embusteros. Los campeones eran unos grandes embusteros. No tenían más remedio que serlo. Una vez supieras lo que pensaban, podrías atacar su punto débil. De ahí que sus personalidades se convirtieran en unas obras maestras de la ocultación. Lo que se pudiera averiguar acerca de Alí y Foreman por medio de la filosofía tendría también sus límites. No obstante, se sentía satisfecho de aquella pista. Las personas no eran seres, sino fuerzas. Intentaría analizarlas desde este punto de vista.
4. Una pandilla
de campeones
De cerca, Foreman no era precisamente un representante menor de la fuerza vital. Emergió del ascensor en una especie de mono bordado y una chaqueta de tela gruesa y entró en el vestíbulo del Inter-Continental flanqueado por dos negros. No parecía tanto un hombre cuanto un león que se mantuviera en posición erguida como un hombre. Se le veía somnoliento al modo de un león digiriendo el cadáver de un animal. Su ancho y bien parecido rostro (no poco semejante a una máscara de Clark Gable algo achatada) no resultaba ni simpático ni antipático, sino que más bien producía la impresión de estar alerta, tal como suele estar alerta un boxeador, por adormilado que parezca su aspecto, lo cual sea posiblemente una prerrogativa de todos los buenos deportistas capaces de apresar con sus dedos un insecto al vuelo y al mismo tiempo de percatarse de la expresión del rostro de algún amigo sentado en la trigésima fila del ring.
Dado que Norman no era a menudo tan emprendedor como hubiera debido ser, en algunas ocasiones se mostraba en exceso decidido. Acababa de regresar a Kinshasa por segunda vez y no sabía que no era correcto hablar con Foreman en el vestíbulo, razón por la cual se le acercó con la mano extendida. En aquellos momentos, Bill Caplan, que era el relaciones públicas de Foreman, se aproximó corriendo al campeón.
—Acaba de llegar, George —dijo Bill Caplan a modo de presentación.
Foreman asintió,