Mientras Foreman hablaba, uno de sus cincuenta entrevistadores —debía ser nuestro reciente converso a los estudios africanos— estaba pensando en la obra Conversaciones con Ogotemmêli, de Marcel Griaule, un libro excelente. Ogotemmêli consideraba el don del lenguaje como algo análogo al arte de tejer, dado que la lengua y los dientes eran la urdimbre y la trama en la que el aliento podía servir de hilo. Pensándolo bien, la idea no resultaba tan descabellada. ¿Qué era, al fin y al cabo, la conversación sino un tejido psíquico que la mente tenía que coser a otra tela? Al igual que la mayoría de los tejidos, la mayoría de las conversaciones acababan convirtiéndose en harapos.
Foreman hablaba con un auténtico sentido de la delicadeza de lo que estuviera tejiendo, una tela muy bonita y económica, una verdadera tela tejida por un hombre inteligente y sin estudios que, además, resultaba que era un campeón.
Muestras:
Periodista: Su ojo lo encuentro muy bien, George.
Foreman: Eso mismo creo yo.
Periodista: ¿Qué opina de su peso?
Foreman: Cuando se es un peso pesado, el peso habla por sí solo.
Periodista: ¿Cree que lo dejará fuera de combate?
Foreman (completamente relajado): Me gustaría.
Al observar la hilaridad que había provocado su respuesta, Foreman esbozó una sonrisa. Al preguntarle el siguiente periodista qué le parecía aquello de pelear a las tres de la madrugada, Foreman dio una respuesta más larga.
—Cuando uno se encuentra en buenas condiciones —dijo—, puede hacer muchas cosas que no podría hacer habitualmente. La buena condición física lo hace a uno más flexible. En realidad, la hora no me preocupa lo más mínimo.
—Alí afirma que ha peleado con boxeadores más duros que aquellos con los que lo ha hecho usted.
—Eso —dijo Foreman— puede ser un tanto a mi favor. Yo tengo un perro que se pelea constantemente. Y siempre vuelve a casa zurrado.
—¿Espera que Alí vaya a por el ojo?
Foreman se encogió de hombros:
—Es justo que la gente vaya a por lo que pueda siempre que pueda. El cuervo ataca al espantapájaros, pero se asusta de quienes saben moverse.
—Tenemos entendido que está usted escribiendo un libro.
—Ah —repuso Foreman suavemente—, me gusta simplemente anotar lo que ocurre.
—¿Y a ha pensado en el tema del libro?
—Será acerca de mí en general.
—¿Abriga el propósito de publicarlo?
Foreman adoptó una expresión pensativa, como si estuviera contemplando las inexploradas tierras de la literatura que se abrían ante él.
—No lo sé —repuso—; tal vez lo escriba solo para mis hijos.
Periodista: ¿Le molestan a usted los comentarios de Alí?
Foreman: No. Me recuerda a un loro que repite constantemente: «Eres un tonto, eres un tonto.» No es que pretenda ofender a Muhammad Alí, pero es como un loro. Lo que dice ya lo ha dicho antes.
Le preguntaron si le gustaba el Zaire, y se le vio como turbado, respondiendo por primera vez con voz insegura:
—Me gustaría quedarme el mayor tiempo posible y visitarlo.
Si los boxeadores eran unos excelentes embusteros, tal vez no fuera un boxeador.
—¿Por qué se aloja en el Inter-Continental en lugar de hacerlo aquí?
Foreman contestó con gran rapidez:
—Bueno, es que estoy acostumbrado a la vida de hotel. Aunque me gusta mucho este sitio en Nsele.
Le salvó otra pregunta:
—Tenemos entendido que el presidente Mobutu le ha regalado un cachorro de león.
Foreman volvió a esbozar una sonrisa.
—Es lo suficientemente grande como para no ser un cachorro. Es todo un señor león.
—¿Le gusta ser campeón?
Era como si los periodistas tuvieran derecho a dirigir preguntas estúpidas, de la clase que fueran. Lo malo era que existían motivos más que sobrados para las preguntas estúpidas, porque era muy posible que, respondiéndolas, se revelara mejor el personaje.
—¿Le gusta ser campeón?
—Pienso en ello todas las noches —contestó George, añadiendo con tal amor hacia sí mismo que no le fue posible conservar el suave tono de su voz—: Pienso en ello y le doy las gracias a Dios, y le doy las gracias a George Foreman por poseer auténtica resistencia.
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