El combate. Norman Mailer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Norman Mailer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788418282171
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Pronto se divulgaría la noticia de que Foreman estaba trabajando en la redacción de un libro. Después hizo una curiosa observación acerca de la cual se hubiera podido reflexionar durante el resto de la semana. Era enormemente característica de Foreman.

      —Perdóneme que no le estreche la mano —me dijo con esa voz cuidadosamente apagada del que no quiere perder un ápice de su fuerza—, pero es que llevo las manos en el bolsillo, ¿sabe?

      ¡Claro! Si las llevaba en el bolsillo, ¿cómo iba a hacer para sacarlas? Lo mismo que preguntarle a un poeta en el trance de la escritura de un verso si el café se toma con leche o crema. Sin embargo, Foreman hizo la observación con tanta simplicidad que la idea resultó más simpática que grosera. Decía la verdad. Era importante llevar las manos en el bolsillo. E igualmente importante mantener alejado al mundo. Vivía en medio del silencio. Flanqueado por unos guardaespaldas cuya misión era la de mantener apartadas —sí, exactamente— a las personas que se acercaban para estrechar la mano del campeón, podía encontrarse en el vestíbulo en medio de cien personas y no hallarse en contacto con ninguna de ellas. Su cabeza estaba a solas. Otros campeones poseían una presencia impresionante. Tenían carisma. Foreman tenía el silencio. Este vibraba a su alrededor en silencio. Uno llevaba treinta años sin ver a un hombre así, ¿o tal vez fuera más tiempo? Desde que había trabajado un verano en un hospital psiquiátrico, Norman jamás había estado en presencia de alguien capaz de permanecer tanto tiempo sin moverse, con las manos en los bolsillos y bóvedas de silencio para su cámara particular. Por aquel entonces había atendido a unos catatónicos que no efectuaban ni un solo gesto entre el almuerzo y la cena. Uno de ellos, con las manos contraídas en puño, permaneció en la misma posición durante meses, estallando al final en un súbito puñetazo que le rompió la mandíbula a un enfermero que pasaba. Los guardianes informaban siempre a los nuevos guardianes de que los catatónicos eran los pacientes más peligrosos. Y eran sin duda los más fuertes. No hacía falta que te lo dijeran los demás empleados. De la misma forma que la posición de un ciervo en el bosque puede decir: «Soy vulnerable, insustituible y fácil de destruir», de igual modo la posición de un catatónico obsesiona la mente. «Si no me muevo —dice esta posición—, toda la fuerza vendrá a mí.»

      Aquí, sin embargo, no cabía preguntarse si Foreman estaba loco. El estado mental de un campeón de los pesos pesados es mucho más especial que todo eso. No habría muchos psicópatas capaces de soportar la disciplina del boxeo profesional. No obstante, un campeón de los pesos pesados debe vivir en un mundo sin proporciones. Es posiblemente el más aterrador de los asesinos desarmados. Con sus manos podría asesinar a cincuenta hombres antes de sentirse lo suficientemente cansado como para seguir matando. ¿O tal vez dicho número se aproximara a los cien? En realidad, uno de los motivos por los que Alí inspiraba amor (y relativamente poco respeto hacia su fuerza) era el hecho de que su personalidad sugiriera invariablemente la idea de que no sería capaz de causar daño a un hombre corriente, sino que se limitaría a zafarse de cada ataque mediante un mínimo movimiento, y que pase el siguiente. Foreman, en cambio, era una amenaza real. En cualquier pesadilla de matanza, atacaría y atacaría.

      Pero, como es lógico, los boxeadores profesionales no se entrenan para cometer asesinatos en masa. Muy al contrario, el boxeo ofrece una profesión a los hombres que de otro modo tal vez cometieran asesinatos por las calles. A pesar de ello, la violencia que era capaz de generar un campeón como Foreman causa vahídos cuando se la ve dirigida contra otro boxeador. Esta violencia, convertida en una habilidad especial, le había permitido ganar el campeonato a su trigésima octava pelea. Foreman jamás había sido derrotado. La noche en que ganó el campeonato había acumulado nada menos que treinta y cinco K.O., concluyendo en general sus combates antes del tercer asalto: diez en el primer asalto, once en el segundo, once en el tercero y cuarto. ¡Qué marca tan increíble! No había por qué considerarlo un psicópata. Era más bien un genio físico que empleaba los métodos de la catatonia (silencio, concentración e inmovilidad). Dado que Alí era un genio en otro sentido completamente distinto, cabía anticipar la más insólita de las guerras: una colisión entre distintas encarnaciones de la inspiración divina.

      La pelea sería por tanto una guerra religiosa. Lo cual redundaría en beneficio de Alí. ¿Quién se atrevería a decir que Alí no tenía posibilidades de alzarse con el triunfo en una guerra religiosa cuyo escenario fuera África? Norman había esbozado una sonrisa al enterarse de la noticia del combate pensando en el mal de ojo, los exorcistas y los terrenos psicológicos negros. «Si Alí no puede ganar en África —observó—, no podrá ganar en ninguna parte.» La paradoja, sin embargo, fue que, al conocer al campeón, resultó que Foreman parecía más negro. Alí no estaba exento de sangre blanca, en cantidad no escasa, por cierto. Algo había en su personalidad de jubilosa e incluso exuberantemente blanca al modo de un presidente de metro ochenta y cinco de estatura de una hermandad estudiantil sureña. Alí no era a veces mucho más que un actor blanco que no se hubiera embadurnado lo suficiente para el papel y no resultara por ello totalmente convincente como negro, una más de las ochocientas pequeñas contradicciones que se observaban en Alí. Foreman, en cambio, era profundo. A Foreman se le podía tomar por africano con mucha más facilidad que a Alí. Foreman estaba en comunión con una musa. Y esta era también profunda, una prima lejana de la belleza: la musa de la violencia en toda su complejidad. El primer deseo de la musa de la violencia tal vez sea el de conservar la serenidad. Foreman podía cruzar el vestíbulo como un viril manifiesto de la muerte ambulante, alerta a todo y, sin embargo, inmune en su silencio a las fortuitas contaminaciones de los vibrantes apretones de manos de la gente. Las manos de Foreman estaban tan separadas de este como un kuntu. Eran su instrumento y las llevaba en el bolsillo del mismo modo que un cazador guarda de nuevo el rifle en su estuche de terciopelo. El último peso pesado algo parecido a Foreman había sido Sonny Liston. Solía inspirar temor con solo mirarlo y su enojo ante cualquier intrusión que invadiera el campo magnético de su persona se extendía como el humo. La amenaza que inspiraba era íntima: podía liquidar con la misma rapidez tanto a un hombre de pequeña estatura como a uno grandote.

      En comparación, Foreman igual hubiera podido ser un monje contemplativo. Su violencia estaba en la aureola de su serenidad. Era como si hubiera aprendido la lección que Sonny había enseñado. Uno no debía permitir que se disipara la violencia, sino que debía almacenarla. La serenidad era el recipiente en el que se podía almacenar la violencia. Por consiguiente, todos los que rodeaban a Foreman habían recibido la orden de mantener apartada a la gente. Y así lo hacían. Era como si Foreman se estuviera preparando para defenderse contra los pensamientos de los demás. Si entraba en escena y toda África deseaba que perdiera, entonces su concentración se convertiría en el océano de su protección contra África. Una defensa formidable.

      Observándolo en el transcurso de los entrenamientos, dicha impresión quedó confirmada. El campeón literario de Kinshasa no era más que un experto de mala muerte en boxeo; tan de mala muerte como sus antecedentes de Foreman. Lo había visto una vez hacía cuatro años en el transcurso del combate en que se alzó con un dudoso triunfo sobre Gregorio Peralta en diez asaltos. Foreman se había mostrado lento y torpe. Y después no había vuelto a ver a Foreman hasta su segundo asalto contra Norton. Habiendo llegado a la sala con retraso, no vio más que los golpes que propiciaron el K.O. del segundo asalto. Todo ello difícilmente podía considerarse una imagen completa de Foreman.

      Sin embargo, viéndolo en el cuadrilátero de Nsele, resultó evidente que el estilo de George se había sofisticado. Todo en su entrenamiento apuntaba hacia el combate. Su entrenador, Dick Sadler, llevaba en el boxeo prácticamente toda la vida. Archie Moore y Sandy Saddler, junto con Ray Sugar Robinson, eran exactamente los tres boxeadores capaces de ofrecer los más brillantes ejemplos de técnica en relación con las cualidades de Alí. Foreman era por tanto un campeón cuyo entrenamiento estaba siendo dirigido por otros campeones; ello ofrecía la posibilidad de observar cómo eran capaces de actuar algunas de las mejores mentes del boxeo.

      Contra los peligros de África y la histeria masiva, el antídoto era evidente: silencio y concentración. Si África no era la única arma con que contaba Alí, la psicología debía ser la siguiente. ¿Trataría de castigar la vanidad de Foreman? No existe actividad física más vana que el boxeo. Un hombre sube al ring para provocar admiración. Por consiguiente, en ningún deporte puede