Con esta observación perdió lo que restaba de su exclusiva. ¿Por qué no se habría limitado a decir simplemente: «Sí, es muy duro»? Comprendió demasiado tarde que había que acercarse a la mente de Alí con la misma precaución con que se acerca uno a una ardilla.
—No —repuso Alí resistiendo la tentación de rascarse el nuevo prurito—. Me quedaré aquí y trabajaré por mi pueblo.
El boxeo es la exclusión de la influencia exterior. Una disciplina clásica.
Norman regresó a los Estados Unidos sin la menor ilusión sobre el futuro combate.
3. El millonario
Resulta que nuestro sabio tenía un vicio. Escribía acerca de sí mismo. No solo describía los acontecimientos que observaba, sino también el pequeño efecto de su persona sobre los acontecimientos. Esto irritaba a los críticos. Hablaban de exaltación del propio orgullo y de las desagradables dimensiones de su narcisismo. Tales críticas no hacían demasiado daño. Ya había mantenido consigo mismo unas relaciones amorosas que habían agotado buena parte de su amor. Ya no se mostraba tan complacido como antes de su presencia. Sus reacciones cotidianas le producían aburrimiento. Se estaban pareciendo cada vez más a las de cualquier otra persona. Observó que su mente estaba empezando a girar sobre sí misma y que a veces parecía repetirse por la simple esclavitud de intentar defender unas costumbres mediocres. Si se preguntaba el nombre que debería utilizar para su escrito acerca del combate, ello no se debía en modo alguno a ningún exceso de orgullo literario, sino que arrancaba más bien de una preocupación por la atención del lector. Difícilmente se podría seguir una larga composición en prosa en la que el narrador se presentara únicamente como una abstracción: El Escritor, El Viajero, El Entrevistador. Resultaría tan poco agradable como el hecho de tener que convivir durante muchos años con una mujer a la que se considerara La Esposa.
A pesar de lo cual, Norman se sentía humilde a su regreso a Nueva York y pensaba que tal vez fuera conveniente utilizar su nombre propio… tal como hacía todo el mundo en el ambiente pugilístico. En realidad, tenía la cabeza tan decididamente vacía que la única alternativa en la que podía pensar era escribir una obra sin utilizar ningún nombre. Su sabiduría jamás se le había antojado más invisible, lo cual constituye la condición más adecuada para adquirir una voz anónima.
Sin embargo, de vuelta en Kinshasa un mes más tarde, observó que se habían producido muchos cambios. Ahora disponía de una buena habitación en el Inter-Continental, al igual que todas las personalidades del grupo de Foreman: el campeón, el apoderado, los sparrings, los parientes, los amigos, los hábiles entrenadores —estamos hablando nada menos que de Archie Moore y de Sandy Saddler—, todos los componentes del séquito estaban allí. En el hotel se alojaban algunos miembros del equipo de Alí, muy especialmente Bundini, que más adelante se enzarzaría en guerras verbales con la gente de Foreman en el vestíbulo. ¡Y menudas guerras! Tendremos ocasión de describirlas más adelante. También se alojaban en el Inter-Continental los promotores del combate, John Daly, Don King y Hank Schwartz, así como Big Black, el gran tambor de conga del equipo de Alí. Entrevistado por un periodista británico que le preguntó cómo se llamaba el tambor, él repuso que conga. El periodista escribió Congo. El censor zaireño lo cambió por Zaire. Y ahora Big Black podía declarar en las entrevistas que tocaba los zaires.
Sí, reinaba una atmósfera distinta. La comida era mejor en el Inter-Continental, y las bebidas también. En el vestíbulo se observaba una enorme actividad de blancos y negros. Músicos que habían actuado en un festival celebrado cuatro semanas antes y que habían quedado rezagados, agentes a punto de ser ascendidos, expertos en boxeo, cantamañanas y hasta algunos turistas se mezclaban con burócratas africanos y empresarios europeos de paso. Los empleados y empleadas de los casinos acudían a echar un vistazo y se mezclaban con los muchachos del Cuerpo de la Paz y los ejecutivos de empresa. Por el vestíbulo cruzaban dashikis, chaquetas guerreras y trajes de espiga. Los relaciones públicas se apresuraron a hablar del «salón de Kinshasa». Resultaba un vestíbulo curiosamente agradable a pesar de que el castaño y el anaranjado pastel de las alfombras, sillones de mimbre, paredes, lámparas, y sofás no se diferenciaran gran cosa del color del Hilton de Indianápolis o el Sheraton de Albuquerque. En África daba resultado. En Kinshasa, la menor comodidad daba mucho de sí. ¡Los rápidos ascensores parecían aviones! ¡La comida frita consistía en huevos! Los taxis acudían velozmente. No obstante, la dicha estaba en función de la corriente que se registraba en el vestíbulo y no ya de la situación social de las personas allí reunidas. Los árbitros sociales de los campeonatos de los pesos pesados hubieran acabado ciegos en su esfuerzo por descubrir algún rostro lo suficientemente importante como para ser ignorado. Aunque la víspera de la pelea llegaron finalmente algunos nombres famosos —Jim Brown, Joe Frazier y David Frost—, las viejas glorias del boxeo estuvieron ausentes. El cuadro de mando de la pelea más George Plimpton, Hunter Thompson, Bud Schulberg y el que esto escribe constituían el grupo de notables. Había que rechazar cualquier noción de anonimato.
Porque resultaba que Norman estaba siendo acogido por los negros. Si Alí lo presentó como «un sabio» —Alí, que lo había visto en una docena de circunstancias a lo largo de los años y que jamás había recordado bien su nombre—, Foreman dijo a su vez: «Sí, he oído hablar de usted. Es el campeón de los escritores.» Don King lo presentó como «una gran mente, un genio». Bundini, mintiendo descaradamente, les aseguró a todos: «No’min es incluso más listo que yo.» Archie Moore, a quien No’min llevaba reverenciando mucho tiempo, decidió finalmente mostrarse cordial. Un sparring le pidió un autógrafo.
¡Qué fiesta! Al verse acogido tan calurosamente a su regreso a África, se sintió liberado del malestar que le había producido su anterior bajón. Las huellas finales de la miserable fiebre que lo había retenido en cama una semana al regresar a Nueva York desaparecieron por completo. Se alegraba de encontrarse de nuevo en África. Menuda sorpresa. Puesto que en aquel ambiente no era tan leído como elogiado y puesto que la comunidad norteamericana negra, con su curioso consenso de opinión, estaba extendiendo, a modo de ondas psíquicas, conceptos favorables a él sin ningún motivo aparente —no había publicado recientemente ninguna obra y no había mantenido ninguna relación extraliteraria con los negros desde los libros y artículos que había publicado diez o quince años antes—, comprendió al final todas las dimensiones de la ironía. Hacía algunos meses, los periódicos habían publicado una noticia referente a un libro que estaba escribiendo. Los editores iban a pagarle un millón de dólares por el libro. Si en el transcurso de los últimos años sus velas se habían consumido más bien despacio en la catedral literaria, la noticia contribuiría a acelerar su extinción. Sabía que la tan cacareada novela (de la que le faltaban todavía por escribir nueve décimas partes) tendría que ser ahora doblemente buena con el fin de poder superar semejante noticia económica. Los buenos literatos no andan recogiendo sumas. No era cosa de que se pusiera a protestar en todas las periferias literarias afirmando que su editor de Boston no había enloquecido a causa de una enfermedad degenerativa de la corteza cerebral, sino que el millón se le iría pagando a medida que fuera escribiendo de quinientas a setecientas mil palabras, es decir, el equivalente a cinco novelas. Puesto que solo cobraría contra entrega del trabajo y había contraído deudas y ya se había gastado un considerable anticipo y tenía que mantener a cinco esposas y siete hijos, encontrándose actualmente en unas dificultades económicas más grandes que la copa de un pino, la suma no era tan elevada como parecía, afirmaba él. «El millón es nominal, ¿comprende?»
El mundo literario estaba construido sobre un mal reparto de obligaciones. Y era lógico. Si nadie se apresuraba a perdonarlo, a no ser que su novela resultara extraordinaria, tal vez ello lo obligara a crear una obra lo más cercana posible a dicho objetivo. Era posible que, al final, pudiera disponer de tiempo para, al menos, analizarlo.
Aquí en África, sin embargo, las cosas eran distintas. Tan pronto como la noticia del millón se difundió a través de los servicios informativos, su nombre empezó a subrayarse en toda la comunidad negra. No’min Millón era un hombre capaz de ganarlo utilizando la cabeza. ¡Un respeto! No tenía que dejarse aporrear la cabeza y no tenía tampoco que aporrear la de