Dichas certezas son equivalentes entre sí, como lo son todos los actos de este existir sin valores. Lo que ante la muerte se impone es la absoluta gratuidad del vivir; la existencia se nos dio sin que la pidiéramos y apenas aprendimos a amarla nos será vedada. Nuestro tiempo de vivir es el de asumir la muerte con su peso de nada; yo, aquel, los otros, los seres que amo y los que no conozco, todos nos equivocamos al conceder a nuestros actos un valor, es decir, un orden y una jerarquía… La suprema lección de El extranjero es que todo da igual, pues todo pasará por la criba de la muerte que tiene la cualidad, no de separar el grano de la paja, sino de mostrarnos el error de haberlos considerado distintos…
ANTE TODO, EL ACUERDO
La primera parte de la novela nos presenta un Meursault vital, abierto hacia el único riesgo de las sensaciones, fugazmente lúdico, que irremisiblemente nos devuelve al Camus de Bodas: en el paisaje de su alma están el mar, la naturaleza, el cielo de la tarde; la ciudad, el ruido, el sueño, el juego, el amor y el deseo, orden impuesto por la vida, fuera del cual Meursault no encontrará sentido. Su libertad le permite la adaptación plena a tal orden; concuerda con la realidad maciza a la que la conciencia se dirige tan solo para encontrar en ella plenitud sin matices: alegría intensa de vivir, amor fundamental por las cosas, adhesión a las sensaciones y concordancia primordial con el mundo; este cuadro de naturalidad sin preguntas es el trasfondo de la inocencia básica de El extranjero.
Meursault antepondrá a cada pregunta la simple pasión de vivir:
Nota con la ternura de un poeta, los juegos delicados de luz y sombra y los matices cambiantes del cielo. Recuerda “el sol desbordante que hacía estremecerse el paisaje, y un olor de noche y de flores”.94
En esta existencia maciza ni siquiera la muerte introduce la fractura por la que clama nuestra conciencia de lector:
Hoy ha muerto mamá. O tal vez ayer, no lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias”. Pero esto no quiere decir nada. Quizás haya sido ayer”.95
Mientras vela a su madre, y ya desde que recibió la noticia de su muerte, las impresiones de Meursault se resumen en su sensibilidad a los colores, al cambio del cielo y de la luz; su descripción de los seres humanos con quienes toma contacto en el velorio y el entierro no trasciende los elementos puramente físicos.
Comprendí que era Pérez. Tenía un fieltro blando de copa redonda y alas anchas, que se quitó cuando el féretro pasó por la puerta, un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos y un lazo de género negro demasiado pequeño para su camisa de gran cuello blanco. Sus labios temblaban bajo la nariz atestada de puntos negros. Sus cabellos blancos, bastante finos, dejaban pasar curiosas orejas colgantes y mal orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquel pálido rostro.96
Como la muerte de su madre es acontecimiento que no ocurre todos los días, introduce una cuña en las compactas jornadas de Meursault, pero él no se presta al juego de los sentimientos y las explicaciones. Lo que rige para Meursault es el acuerdo de sí mismo con la existencia que lleva97, y los acontecimientos que suceden al margen de su intención apenas son detectados por su conciencia, lista para la felicidad sensible.
Como un niño –Meursault representa cierta infancia del hombre, cierto ‘adanismo’ en el que no existe coincidencia de bien y del mal– Meursault dispone de intuiciones que se hallan en el orden de su orden interior. Lo demás, si llega a llamar su atención un instante, recobra pronto su verdadero sentido: exigencias de la sociedad –una sociedad que no entiende, y a la que no le interesa entender– requerimientos de los otros que generalmente reciben de su parte, un interés mesurado y comprensivo, al margen de toda auténtica inquietud… Su vida se caracteriza por una actitud complaciente e indiferente, abierta a los encantos del mundo, lo mismo que a la separación. La naciente relación con María, al otro día del entierro de su madre, en los baños y bajo la luz del sol mediterráneo, está teñida del calor del mar e iluminada solamente por la llama del deseo.
Está seguro de no amarla, aunque confiesa que no sabe qué es el amor. Está dispuesto a casarse con ella y lo mismo haría con cualquier mujer a la que deseara igualmente, si esta se lo propusiese. ¿Por qué?...
La conciencia de el extranjero … Vemos todo lo que ella ve, aunque está constituida de tal suerte, que es transparente ante las cosas pero opaca para sus significados.98
Este existencia que, como situación de hecho podía enriquecerse con el proyecto de Meursault, es simplemente aceptada por él; sus deseos son los de este mundo, que no solamente no nos es adverso, sino que puede colmarnos; no existe un deber ser conforme al cual configurar nuestro vivir; tampoco existen, para Meursault, la angustia y la urgencia por dirigir su vida, aunque solo fuese en forma de nostalgia. En esto consiste la extrañeza de este héroe posible y presente. Esta “adaptación” total es la base de su felicidad; su esperanza se reduce a constatar que nada cambia:
Cerré las ventanas y, al volver, vi en el espejo un extremo de la mesa en el que estaban juntos mi lámpara de alcohol y unos pedazos de pan. Pensé que, después de todo, era un domingo menos; que mamá estaba enterrada, que iba a reanudar mi trabajo y que, en suma, nada había cambiado.99
Sus más vivas sensaciones se hallan del lado del juego:
No se describe en su trabajo, que no debe interesarle en manera alguna, pero cuenta en detalle los juegos a los que se entrega en la calle y en el agua; encuentra así cuan sensible es a las alegrías físicas y deportivas.100
Estos caracteres configuran una personalidad adornada por silencios precisos, por lúcidas intuiciones sobre el vivir de los otros, que crean relaciones sencillas y sin compromiso. De este modo, el ‘héroe’ proyecta sobre el mundo una extraña y atractiva forma de sabiduría.
Sintés, su nuevo amigo, sabe que Meursault es un hombre “que comprende” y que “conoce la vida”. El guardia de la prisión experimentará lo mismo, al tratarlo; Meursault no opone resistencia a la amistad, se abstiene de juzgar y esto tiñe su vida de una especie de paciente solidaridad primitiva y, en cierto modo, animal. De su intuición de la indiferencia de sus propios actos nace una comprensión universal, que incluye el respeto por las verdades de los otros. ¿Cómo no comprender que debajo de esta sensibilidad, siempre lista a reaccionar ante las sensaciones, se esconden toda la riqueza y la nobleza de las certezas del cuerpo?
Cumple, incluso, con los ritos de los grandes sentimientos, de lo filial, de la amistad. Pero todo este conjunto de gestos de la pasividad, Meursault lo asume en una suerte de estado segundo, que es el de una indiferencia fundamental a las razones del mundo.101
En sus diálogos elementales, la comunicación responde a lo inmediato y, de parte de Meursault, apenas se entregan constataciones, evidencias sin inquietud, pero también sin esperanza. María intuye la extrañeza, la distancia existente entre un hombre que no se miente y la vulgaridad de los sentimientos de los demás.
Se preguntó entonces si me amaba y yo no podía saber nada sobre esto. Luego de otro momento de silencio, murmuró que yo era extraño, que ella me amaba, sin duda, por esto, pero que tal vez un día le repugnaría por las mismas razones.102
Si este hombre no se conforma con las convenciones que permiten entenderse con los otros y con la vida, tampoco se rebela contra ellas. Su actitud es pasiva, negativa, con ella elude cualquier compromiso. Todo en esta primera parte de la novela nos muestra su indiferencia ante los valores. Su vivir es simple y primitivo, nada lo alteraría en esencia: como la infancia atada a la infancia, la inocencia a la inocencia, la ignorancia a la ignorancia. Lo extraño en ello es que la infancia termine