En ellas, dos impresiones fundamentan la posición de Camus ante la realidad:
– El hombre es inocente. Identificado con la naturaleza, el ser humano sabe que en ella radica toda su fortuna, pues constituye la única posible justificación de su existir:
Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella libremente, pues me da el orgullo de mi condición humana. Sin embargo, se me ha dicho a menudo que no hay de qué enorgullecerse. Sí hay de qué: este sol, este mar, mi corazón exultante de juventud, mi cuerpo con sabor a sal y esta inmensa decoración donde la ternura y la gloria coinciden entre el amarillo y el azul.57
Quien contempla ha de hacerlo sin prejuicios, evitando el riesgo de la abstracción. Lejos de la rutina, abierto a lo que el mundo puede darle, ha de dejarse penetrar a través del cuerpo –su principal instrumento de conocimiento, voluptuoso y sensitivo– por la verdad presente y sin promesas.
Todo lo que trasciende la naturaleza, todo lo que espera algo fuera de ella, la traiciona.
Bodas denuncia la ilusión culpable del recurso a lo divino y funda en el consentimiento clarividente a un destino mortal, nuestra única posibilidad y nuestro primer deber.58
Ni mitos ni lecciones, solo la presencia del cuerpo en el mundo y la constatación de su deseo de duración y su destino de muerte darán la dignidad suficiente y, por lo tanto, toda la verdad que Camus exige por ahora, al enamorado ardor del ser humano.
En la plenitud con que en Tipasa se entrega el mundo, Camus encuentra todo lo que el hombre puede desear, que es el derecho a amar sin medida; este derecho ha de ejercerse y colmarse en la plenitud sensible, “pues estrechar un cuerpo de mujer es también retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar”.59
Buscar algo más allá de los límites de la sensación; atribuir al hombre un destino que traspasa la dicha terrestre significa negar el valor absoluto del mundo y privar a la existencia de los únicos bienes reales, por tangibles, temporales y acordes con la naturaleza del hombre, que se agotan en el perecer y encuentran su dignidad en el lúcido asumir de esta condición. “Una de las constantes de Camus es su horror a toda ideología, a todo mito”.60
Este horror se percibe ya en los primeros escritos camusianos y culminará en El hombre rebelde, obra en la cual el autor lleva al extremo su apasionada negación del valor de las ideologías que encierran al hombre entre sus límites, tan engañosos cuanto precarios.
La inocencia por la que Camus clama, y la única fidelidad a la que buscará adherirse se hallan en la línea de exaltación del presente: “para un hombre tomar conciencia de su presente es no esperar nada más”.61
El presente es la embriaguez de los sentidos satisfechos, el afán de contemplación colmado con la belleza del mar, los olores, el color espléndido y fugaz que rodean al hombre. Ser fiel al presente es “rehusar todos los ‘más tarde’ del mundo”. 62
Aparte de estas verdades que se pueden tocar, todo lo que propone el hombre a sus semejantes es un esfuerzo que busca descargar al ser humano del peso de su propia vida. Tal fidelidad a la tierra, de claro cuño nietzscheano es, a la vez, manifestación del triunfo del presente sobre las pretensiones de la historia, del dominio del hoy sobre el futuro, cuya realidad se agota en promesas falaces, sobre las que el ser humano nada puede construir; el instante no encierra ofertas ni mañana; es cierto que existe la muerte, pero los sarcófagos exhumados en los que brotan salvias y alhelíes son el símbolo del triunfo de la naturaleza sobre cada ser racional; la verdad es la manifestación de un mundo que renace sin cesar, de las ruinas que retornan a la naturaleza ante nuestra contemplación, devoción o piedad, que nada añaden a la belleza del mundo. La conciencia de pertenecer a este universo, de ser dueño absoluto de lo efímero es el orgullo permitido a cada uno, pues la capacidad de apropiarse de la propia existencia, de asumirse como un ser libre destinado a la responsabilidad de la elección está lejos de plantearse en este infancia dichosa. La libertad es una sola cosa con la inteligencia y esta está repleta en el cumplimiento de la pasión de experimentar y contemplar. Ver es ver el mundo y asistir a la muerte como consecuencia natural de la vida, ante cuya realidad solo cabe la aceptación lúcida y valiente de una condición que acabará por permitir la realización humana, al identificar al hombre con la naturaleza, devolviéndole al seno de “las cosas que caen”.63
La contemplación de las ruinas romanas de Tipasa, casi fundidas ya con la naturaleza, que testimonian como a su pesar, la presencia antigua del hombre anónimo y mortal produce en el corazón de Camus “una extraña alegría que nace de la conciencia tranquila”64, es decir, de la intuición de su propia inocencia; la conciencia se ve a sí misma como indiferente, no distinta del mundo que la engendra: hombre y mundo se funden en el abrazo nupcial que culminará solo con la muerte.
Esta conciencia inocente reconoce que
No siempre es fácil ser un hombre, menos aún ser un hombre puro. Pero ser puro es encontrar esta patria del alma donde se vuelve sensible el parentesco del mundo, donde los latidos de la sangre se unen a las pulsaciones violentas del sol de las dos.65
La aspiración de cada uno a la pureza lúcida se satisfará en el reencuentro de esta patria del alma en donde el hombre se sabe uno con la naturaleza. Camus se halla ahora, desde el punto de vista moral, en esa “exacta coincidencia consigo mismo” de que habla Simone de Beauvoir66, en plenitud perfecta, en la que la noción del deber ser carece por completo de sentido.
Los principios en que se basa su inocencia son, pues, la coincidencia con la naturaleza, la fidelidad al mundo sensible, que nos ayuda a resistir la tentación de los mitos; la rebelión contra lo que intenta transponer los muros del mundo, la negación de toda trascendencia. La existencia es perecedera, pero la intensidad del momento, la juventud y la alegría de vivir son el mejor testimonio de esa libertad inocente que satisface todo su anhelo de eternidad en la duración del mundo.
Lo que para Plotino podría ser plenitud, regreso al Uno, tiene en Camus marcados los límites que su ateísmo le imponía; solo puede aceptarse en tanto se mantiene dentro de la inmanencia humana, en el ámbito del alma cósmica, mientras la fuente que a él se remonta sea el mundo como reverso de sí mismo.67
LA VIDA ES COL SOL LEVANTE, COL SOL CADENTE
La alegría y el amor de vivir, fundamentos de Bodas en Tipasa, inician en Camus la ascensión hacia Djémila, paisaje desolado de silencio, primer símbolo concreto de la muerte.
Se necesita mucho tiempo para ir a Djémila. No es una ciudad en la que uno se detenga y deje, luego, atrás. A ninguna parte lleva, no se abre sobre otro país.68
La muerte, cuyo rostro de acabamiento irá precisándose lentamente, no lleva a ninguna parte, ni abre sus puertas sobre ningún país. En la intención del artista estaba presentar a Djémila tan solo como lo que él ve: “ruinas entre el viento y el sol, meseta entre áridas colinas, un juego de cartas abiertas sobre un cielo sin límites”.69 Pero Djémila lo arrastra a una lucidez distinta de la que le brindó la comunión de su cuerpo con la naturaleza de Tipasa; la misma comunión es su inicio; idéntica inocencia a la que baña el paisaje de Bodas da un soplo de frescura y tenacidad a la visión camusiana del mundo, pero en Djémila la inocencia se sabe transitoria: todavía no, frente a la culpa; ya, y plenamente, frente a la muerte. A la sensación física se une la percepción intelectual: “este baño violento de sol y de viento agotaba todas mis fuerzas de vida”.70
La conciencia se ejercita también sobre el presente:
Sí, estoy presente. Y lo que me sorprende en este momento es que no puedo ir más lejos. Como un hombre aprisionado a perpetuidad, ante el cual todo está presente. Pero también como un hombre que conoce que mañana será igual, y todos los otros días. Pues para un hombre