En España se ha podido ver, en el curso de esos años de rápido desarrollo, durante esa famosa década, cómo el capitalismo español se iba atascando en lo inmobiliario y construía una gigantesca fachada moderna que enmascaraba el subdesarrollo existente. En determinados países, tales como España y Grecia, ese sector se ha tornado esencial, dentro de una economía que requiere intervenciones sobradamente conocidas para el que las quiera aplicar[12].
La manera en que este complejo inmobiliario financiero se ha construido sobre y para el turismo es bien conocida. Durante la segunda mitad del siglo XX se pasó de las ciudades balneario a la urbanización del litoral mediterráneo para su uso turístico. La Costa del Sol, la Costa Azul, igual que los territorios insulares, han quedado totalmente absorbidos por un proceso de urbanización extensivo. Poco a poco el auge del turismo cultural y rural, promovido por las políticas de desarrollo a nivel europeo, han desplazado estas lógicas a las zonas rurales de interior y al interior de las grandes ciudades[13].
La cuestión es que las sucesivas modernizaciones llevadas a cabo con base en este modelo han traído mejoras innegables respecto a la calidad de vida de muchos de estos territorios. Buena parte de estas economías se encontraban, ya avanzada la segunda mitad siglo XX, con un fuerte déficit en infraestructuras de todo tipo, una economía primaria exportadora, proveedora de mano de obra para las regiones industrializadas, y una enorme precariedad en las condiciones de vida de su población rural y urbana. Las mejoras en las condiciones de vida son indiscutibles. La mejora en el nivel de infraestructuras de transporte y de otro tipo, o incluso cierto freno a las migraciones laborales, han sido muy relevantes, implicando cierto reequilibrio territorial. No obstante, también parece innegable el hecho de que estas mejoras se llevaron a cabo bajo un modelo extremadamente vulnerable y dependiente. Un desarrollo que ha ocultado el mantenimiento de las condiciones de subdesarrollo. Hay varias razones para sostener hoy este viejo argumento de Lefebvre.
En primer lugar, gran parte de las estructuras propias del modelo agro-exportador y dependiente se han mantenido en el complejo turístico e inmobiliario-financiero, reproduciendo un rol periférico y subordinado en la economía europea y mundial. La clase trabajadora en este tipo de territorios se aproxima a un trabajador que se ha adaptado a situaciones de precariedad y extrema eventualidad. La mendicidad estacional que acosaba al jornalero se traslada a la dependencia de los subsidios. En el otro lado, una clase capitalista débil, mayormente iliberal, que ha pasado del rentismo a identificar riqueza con «revender con beneficio» y que depende enormemente de la inversión y la iniciativa exterior[14].
En segundo lugar, el modelo tiene un carácter extractivo. La idea de extractivismo urbano puede ser contradictoria en sí misma, en la medida en que el propio proceso de urbanización es siempre extractivo en relación con un cierto hinterland rural o natural. Sin embargo, es una metáfora que adquiere cierto sentido en las situaciones que se están describiendo. La noción de extractivismo encuentra su mejor expresión en las economías mineras, en las que empresas multinacionales explotan los recursos minerales hasta su agotamiento, solo dejando en el territorio salarios de miseria y contaminación. Este fue, por ejemplo, el modelo de explotación minero del noroeste andaluz bajo el control de la británica Rio Tinto Company Limited. De manera similar, el modelo de especialización turística se basa en el despojo del patrimonio natural y cultural de un territorio. Del déficit de infraestructuras se ha pasado a un sobredimensionamiento ilógico de las mismas, con el litoral totalmente cubierto por complejos hoteleros y de vivienda y con los espacios naturales acosados por múltiples infraestructuras de transporte, campos de golf y segundas residencias. Este proceso de urbanización apoyado en el turismo ha implicado la práctica erradicación del patrimonio etnológico del litoral, de la misma manera en que el sobreturismo cultural en las ciudades está acabando de finiquitar las formas de vida y la cultura urbanas alojadas en los centros históricos y prácticamente la posibilidad de vida cotidiana en los mismos[15].
Si bien este modelo ejerce de sostén del rentismo tradicional de la clase alta y de la comodidad de ciertas clases medias, es indudable que deja en el territorio principalmente salarios con escasa capacidad de ahorro. Los periodos de auge y crecimiento económico del sector muestran cómo este convive con un desempleo estructural enorme, insostenible en otros contextos. En el momento de auge del último boom turístico, territorios como Grecia, el Mezzogiorno, Andalucía o Canarias mantenían tasas de desempleo por encima del 20 por 100 que en los periodos de crisis pueden llegar a duplicarse. Aunque el turismo absorba también trabajo cualificado y bien pagado, la gran mayoría de los trabajadores del sector tienen una cualificación media-baja, con tasas enormes de eventualidad (rasgo que comparte con la construcción y que justifica el rápido incremento del desempleo en los periodos de crisis), con una gran proporción de empleo a tiempo parcial no deseado y eventualidad, rasgos que se han intensificado en muchos casos durante el último boom turístico[16].
Finalmente, se trata de un modelo fuertemente sensible a las crisis globales. El modelo es una economía basada en el capital ficticio, economía especulativa y en su mayor parte improductiva, extremadamente vulnerable a las crisis financieras que de forma cíclica acosan al capitalismo global. Tuvimos un ejemplo reciente en la crisis de 2008, durante la cual la movilidad turística se vio drásticamente reducida y el sector de la construcción y la compraventa de inmuebles quedó prácticamente paralizado. Los niveles