Son aún las 7:15 cuando aterrizo en el techo de los baños del liceo. Fue un vuelo perfecto de ocho segundos arriba del aire avanzando como una bala de cañón cuyo único fin es destruirlo todo y a todos. Nunca había volado así, con mi odio querido guiándome como una estela negra en la claridad.
Arriba del techo me cruzo de piernas como lo haría un maestro hindú y levito en medio de la sombra que me brindan las ramas de los espinos gigantes que crecen a los pies de los bebederos. Floto a dos palmos del techo de latones: un montón de cuadrados metálicos unidos sin mayores terminaciones ni cariño ni trabajo. Es lo que el profesor de biología, el “negro” Meléndez, Augusto Meléndez, llamaría “la ciencia de lo impreciso”. Chile sería el epicentro de esa ciencia, según nos ha recalcado en clases. Y así lo hará de nuevo Meléndez en una hora más, cuando estemos todos los del 4to “C”. ¿4to “C”?, conchetumadre, cómo ha pasado el tiempo, en el salón en la primera clase del último año, el último año, ya listos para ser lanzados a fines de diciembre a la Prueba de Aptitud Académica, y luego al vacío de un precipicio que veo en la mayoría del futuro de mis compañeros y compañeras de clase. Sin puntajes, sin profesión, sin futuro. Todos tendrán un futuro sin futuro. Incluso, a veces aparece el mío en esos encandilamientos que me dejan en trance unos segundos y con un dolor de cabeza abombado.
Sigo levitando en el techo y bajo la cabeza para hacerme sonar el cuello. No lo logro, pero aprovecho la frustración para mirar en el techo metálico algunas plumas de palomas, espirales de mierdas producidas por esas ratas del aire que ensucian el vuelo de personas como yo, aunque no creo que haya alguien como yo, pienso y me río de la idiotez que acabo de pensar... y, bueno, bajo, miro las plumas, la mierda, la suciedad, muchas ramas secas, muchísimas, y termino de concluir que nunca nadie piensa en los techos. El techo es simplemente una definición en porción: acotada, que considera solo un lado porque nadie piensa en el techo que contemplo ahora cuando dice la palabra techo. Hasta yo lo haría, ¿no? Solo se piensa en el cielorraso blanco que hay dentro de las casas cuando decimos techo. Quiero decir, uno solo piensa en un lado de las cosas la mayor parte del tiempo y eso es así, pensar en un lado de las cosas, porque cuesta hacerlo en dos o más caras. Nos volveríamos medio locos, o medio videntes, o medio santos, si pensáramos en todos los posibles lados y, además, siempre nos quedamos en la comodidad del cielorraso: blanco sin relieves que arruinen la superficie.
Nos volveríamos paranoicos si pensáramos o, peor, si supiéramos que ese lado no es el único techo y que arriba hay un techo como el que miro yo ahora desde esta altura: un lugar desprovisto de perfección, inhóspito, desagradable, hasta fétido y que, como nadie se molesta en mirar, sigue así: hecho un lugar de mierda.
Sigo divagando entre mis pensamientos cada vez más enfermizos cuando escucho voces debajo. Son estudiantes que ya están entrando a clases y vienen al baño a fumar tabaco y a veces un pito de marihuana, antes de la campana de las ocho de la mañana: el tintineo que da inicio a toda la vida escolar. Algunos de los recién llegados, además de fumar el pucho de turno, se ponen un toque de pisco para entrar en calor. Eso dicen, los oigo perfecto desde mi nido oculto, aunque la temperatura de un día de marzo como hoy, en verdad, no es de las más heladas del año. Nadie mira hacia arriba, están distraídos y sin esperanzas: nunca pero nunca los chilenos miran al cielo, jamás, así que las posibilidades de ser descubierto por una mirada furtiva son nulas.
Dirijo la vista debajo del espino del lado derecho y descubro que Silvio, mi amigo Silvio Marinao, viene directo al baño a fumar y ponerse un par de sorbos de pisco en la clandestinidad de los WC. Silvio siempre anda impecable y esta vez el gesto es mayor en su caso: chaqueta nueva, pelo reluciente, zapatos nuevos también, y una camisa que destella blancura y perfecto planchado. Nueva también, qué duda cabe. Todo en Silvio habla de un estudiante renovado, aunque estoy seguro de que sigue siendo la misma mierda de siempre.
Desde la altura escucho el chasquido de los fósforos encendiéndose, siento el olor a cigarro prendido y veo la humareda azulada que se deshace en mi cara, metros más arriba.
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