Casa propia. Ernesto Garratt. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Garratt
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563651928
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tono, bajo la forma de una diplomática cortesía.

      –Yo no tengo hermana –pienso aterrado y con la vista aún baja siento cómo me da un rápido beso en la mejilla.

      Pero a pesar de la sutileza medida de su saludo, no siento nada.

      Nada.

      Me atrevo a levantar la vista y mirar directo a sus ojos con todo el odio del que dispongo en este aciago momento. Hago un primer barrido de abajo hacia arriba, desde sus pies hasta su cola de caballo, y me desconcierto porque no encuentro ojos donde sostener la mirada.

      No puede ser... pero ella... ¡no tiene ojos!

      ¡Qué mierda!

      ¡No hay ojos a los que mirar!

      ¡Ay! Me descompongo del pavor; siempre el miedo me sorprende como nunca pensé que podía hacerlo. Siempre el miedo abre nuevos caminos por donde hacerme transitar. Siempre.

      –Pero cambia la cara, primo. ¿No ves que tu hermana es igual a ti?

      No atino a decir algo. Simplemente, no puedo ver los ojos como tampoco puedo verle la nariz ni su boca. No puedo ver los rasgos de ella, de Ella, ahora, aquí, frente a mí. No puedo percibir sus facciones, ni que su cara sea igual a mi cara. Seguro que ella tiene globos oculares, tabique nasal, labios y dientes, pero, no sé por qué maldición o embrujo, no soy capaz de ver su cara. Lo que veo es su vestido de lino blanco y sus zapatos claros al final de unas piernas contorneadas, puedo ver sus manos delgadas y un cuello enjuto. No sé si pestañea, ni tampoco si ella me mira a los ojos, porque para mí su cara es una bola de carne sin expresión. Una bola de piel humana desprovista de humanidad: una bola que ahora, a mediodía, brilla bajo un sol brutal incapaz de cualquier misericordia.

      Lunes

      No dormí en toda la noche. No pude cerrar las pestañas porque la cara de ella, Ella, la bola que era la cara de ella, no dejó de rondar en mi afiebrada cabeza. Para qué hablar de los ¿sueños? que tuve, si es que logré conciliar el sueño... Oh, Jesús, los sueños o lo que pensé que eran sueños me resultaban aterradores. Su cara de bola al otro lado de un espejo y yo, bajo un techo oscuro y ocre de otro mundo, tampoco tenía facciones. Gritaba de pánico en el ¿sueño?, pero nadie me escuchaba porque no podía abrir la boca para que escapara el grito porque, simplemente, yo carecía de boca.

      Estoy seguro que no soñé. Quizás era yo imaginando cosas despierto. Imposible que soñara. Tan seguro como que no pude dormir porque mi emoción no me dejaba cerrar los ojos para descansar. Seguro imaginé cosas con los ojos abiertos. La emoción es mucha, las cosas que se juntan son muchas y no sé cómo he logrado mantenerme quieto en mi cama bajo las sombras de la noche para no molestar a mi viejita, que descansa agotada debajo de las frazadas.

      Ahora son las 5:58 de la mañana. Ya aparecen los primeros rayos del alba y esta pieza, que es una pequeña prisión que me asfixia más que ninguna pieza que yo recuerde en las que hemos estado de allegados, me aprieta el pecho, me estrangula el ánimo y su falta de luz, no sé, quizás sea por su superávit de tierra, de polvo, de rústica indecencia, me hace repudiar lo que somos y donde estamos.

      El zumbido de oídos no se me ha quitado desde que ­LaSeñoraLaura terminó de lanzarnos el ultimátum. Tenemos un mes para encontrar una nueva vivienda. Y eso se ve imposible, pienso, mientras observo a través del visillo de la ventana que mi vieja colocó para darle un toque, un ­estilo de hogar a la pocilga en que estamos. No sé si tendremos pronto un nuevo lugar donde poner el visillo y la cortina azul marino que lo acompaña y las camas y anafe y tele. Me relaja pensar en el visillo y la cortina, me calma pensar en su existencia pura y al vacío: existen, solo existen. Pero me altera saber que su función y sentido último depende de que encontremos una ventana para ellos, para el visillo y la cortina y, sobre todo, para nosotros: una ventana, ojalá en una pieza, ojalá, en un hogar donde no nos molesten demasiado.

      Pero se ve poco probable una solución rápida. Es difícil encontrar algo más barato por estos lados. Y ya hemos hecho todo el circuito de ayuda con parientes cercanos. Más de una vez, inclusive, nos hemos allegado en casas y piezas de tías, tíos, primos, primas. Muchas veces. De hecho, ayer la tía María Piedad, cuando se enteró de que debíamos irnos en menos de un mes, no nos ofreció la pieza de su casona de Gran Avenida en la que hemos vivido años antes porque, decía, es mejor esperar los resultados del subsidio para este año.

      Lo decía ayer durante el almuerzo, el almuerzo que comimos sobre la cama donde ahora reposo, sin perder una gota de fe. Ni una gota. A su lado, la chica cara de bola, una extraña en nuestro círculo, asentía con tanta o más fe, y creo que le escuché decir “amén” en más de una ocasión, mientras mi tía María Piedad fabricaba su discurso de viva esperanza para nosotros, los de corazones desvalidos y ­cansados.

      La chica cara de bola habló poco, pero lo que decía siempre empezaba y terminaba en Dios, en lo mucho que yo me parecía a “nuestro padre” Remo, y Dios, Dios, Dios. Me hubiese gustado salir eyectado por la puerta para ahorrarme semejante momento. Pero por respeto a mi madre, que me daba la mano y me la apretaba con fuerza cada vez que se daba cuenta de mi desagrado, no hice nada. No volé ni levité ni huí. Me quedé ahí sentado, comiendo en mi bandeja la cazuela preparada por mi tía.

      Ahora son las 6:45 de la mañana. La desazón me invade. Mi vieja se empieza a mover en su lecho. Respira con dificultad, el pecho le suena mucho y no me animo a decirle que hay que levantarse. El fin de semana y especialmente ayer domingo fue mucho más difícil para ella que para mí: conocer y aceptar de inmediato a la otra hija del hombre que amó con locura. La hija de su amado Remo con la otra.

      Me levanto y mientras me pongo ropa limpia, trato de no hacer ruido. Decido no ir al baño; una forma de evitar el fuego cruzado con los dueños de casa. Me voy cochino pero tranquilo al liceo. Me baño eso sí con dos o tres puñados de algodón con colonia de lavanda que mi vieja guarda en un frasco de vidrio.

      Son las 7:14 y ahora abro la puerta de nuestra diminuta pieza.

      –Hijito, ¿ya se va al liceo? –susurra mi viejita desde su cama.

      –Sí, mami, ¿se siente bien? –le pregunto.

      –Sí, estoy cansada no más... me voy a quedar en cama un rato y luego me levanto.

      Leo sus pensamientos. Se siente fatal, muy mal, pero ella cree que aguanta bien. Dudo si quedarme con ella o ir al liceo, y me paralizo en la incertidumbre, quieto bajo el dintel de la puerta.

      Mi vieja parece leer mis pensamientos de vuelta.

      –Que vaya no más mijito. Estudie, sea alguien pues, yo le tengo el almuerzo a la vuelta –y cierra los ojos, se tapa con pereza y se pone a dormir de nuevo.

      Enfilo hacia el portón con el ceño fruncido, mirando el polvo envolvente que rodea todo en esta casa, pieza y patio que nos hace parte de su esencia, que nos convierte en polvo antes de que nos toque morir.

      Enfilo hacia la calle.

      Pero antes de salir por el portón, hacia Rodrigo de Araya, me detengo entre dos balones de gas, una maceta de calas sin flores y el hoyo de una pandereta. Allí, con los puños apretados, con el odio saliéndome de los poros, con el sagrado odio limpiando esos poros de toda mi piel de la capa de polvo que me ha adormecido, con el odio soplando desde el interior de mi cuerpo hacia fuera, expulsando el polvo que me ha aletargado, inmovilizado estos meses... antes de salir, me queda claro que no quiero tomar micro. No quiero subirme en la escalinata de una micro ni quiero estar en una micro llena de borregos. No quiero caminar ni compartir con almas en pena que aceptan ser enterrados en el polvo hasta el cuello por una vida miserable y sin misericordia.

      No quiero más.

      Nada más.

      No quiero sino odiar.

      Quiero odiar, por la chucha.

      Solo quiero odiar.

      Odiar.

      Me solazo en mi odio, lo abrazo, lo amo, lo idolatro.

      Con la punta de los dedos me toco la cara en este patio de mierda ahora