Casa propia. Ernesto Garratt. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Garratt
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563651928
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le susurro lo acontecido que estoy, admiro a mi alrededor esta librería en la que me siento a gusto y seguro. Los estantes repletos de cuadernos nuevos, con espirales y sin espirales, los escaparates montados con estuches de 24 lápices de colores, cajas de témperas, distintos tipos de gomas de borrar, sacapuntas metálicos, tubos de óleo, pinceles de pelo de camello, blocks de dibujo tamaño mediano, atriles de madera y el delicioso olor del papel de la cartulina; todos juntos me susurran el dulce idioma de la creación: herramientas amigables listas para ayudar en la que podría ser una mejor vida con medios de producción como la gente.

      Estoy divagando en esas ideas cuando me fijo que a un lado tengo una mujer mayor mirando con curiosidad cómo le hablo al oído a don Nico, lista para meter cuchara, pero la señora Adriana, atinada como siempre, interrumpe sus intenciones y desvía las ganas de chismosear de la vieja, hacia el camino de una venta simple y discreta.

      En tanto, don Nico asiente y me dice:

      –Espérate un poquito acá.

      Se dirige hacia el pasillo que ya conozco porque ahí, a la derecha, está el WC. Lo pierdo de vista mientras mete un poco de ruido al fondo, caen unas piezas de metal, asumo que herramientas y al cabo de unos pocos minutos, vestido en una cotona beige, aparece con una caja metálica de herramientas.

      –Vamos –me dice.

      Son apenas tres minutos caminando desde su negocio a nuestra pieza y rezo porque nadie le vaya a decir a ­LaSeñoraLaura que don Nico, el bueno de don Nico, está yendo a su casa. Don Nico es decé, democratacristiano, y eso es como decirle a LaSeñoraLaura que don Nico es el anti Cristo, porque es opositor al General.

      Don Nico cruza el portón deforme de la entrada principal y, detrás de mí, sigue mis pasos.

      –Deberían barrer un poquito, parece la playa acá –echa la talla don Nico sobre la abundancia endémica de polvo.

      No le explico la situación, es decir, lo inútil que resulta barrer, porque el polvo llega y llega, solo para que siga pensando mal y peor de LaSeñoraLaura y sus criaturas malvadas a las que ella llama familia.

      Ahora cruzamos la puerta que da al pasillo, estamos frente al baño sin puerta y don Nico, como un policía examinando la escena del crimen, me lanza una mirada incrédula.

      –¿Qué cresta hiciste para romper esto, cabro?

      –...

      Balbuceo y trato de contestar algo, pero antes de que siga, don Nico me da instrucciones para levantar la puerta caída en combate y ponerla junto al marco, mientras él, con fuerza y exactitud, comienza a reparar la bisagra que quedó colgando como una tripa fuera de un vientre acuchillado. Con un destornillador y luego de darme más órdenes para contrarrestar el peso y poner en posición las dos bisagras nuevas que trae consigo para el reemplazo, termina todo el proceso de reparación en menos de 12 minutos.

      Don Nico comprendió al instante la crisis de la que hablé en su negocio al pedirle que viniera. Podré volar y leer pensamientos y ver el futuro, pero cuando estoy en crisis nerviosas y atrapado por el miedo, soy un puñado de nervios, inútil e incapaz de ordenar mis ideas. Menos, de tomar un destornillador o un martillo. Me quedo en blanco. Creo que don Nico me entiende tan bien porque, me ha dicho, su hijo menor es un poco como yo. Estudia ingeniería, pero esculpe y dibuja como los dioses, he visto su trabajo, es un genio, no como yo que solo soy un amateur. Pero a diferencia de su hijo, yo hablo y hablo, mientras que su benjamín, su hijo chico, no le habla ni a él ni a nadie. Es callado. Muy callado. Algo tiene que lo hace distinto al resto. Casi nunca habla de él, del Andrés, pero conmigo y con mi vieja, don Nico se suelta, cuando no hay gente oyendo o mirando, nos dice cosas, cosas de su vida, de las vidas que ha vivido, de su amado Andrés.

      Don Nico, incluso, contiene las lágrimas, pero le he leído la mente: sufre por su hijo.

      Don Nico ahora encorvado en el pasillo de la casa de LaSeñoraLaura, testea la puerta, la abre, la cierra, y mira el interior del baño. Desde esa caja negra enciende y apaga la ampolleta sujeta al gollete que sale del techo.

      –¿Más tranquilo, mijo? –me pregunta don Nico, con el trabajo realizado en tiempo récord, mientras me da una palmada en la espalda. Ambos salimos y afuera, en el patio de tierra, nos espera mi vieja.

      –¿Pasó algo?

      –Aceité las bisagras, señora Teresa. ¿Cómo está usted?

      –¿Quiere un cafecito? Gracias por ayudarnos, don Nico, no queremos más problemas con la dueña... usted sabe.

      –No, gracias, no se preocupe. Y acuérdese, no fume. Este cabro no se puede quedar solo todavía.

      Y don Nico, riendo, me regala una mirada enternecedora.

      –Ah, acuérdese de las bisagras, mijo–, me dice al oído antes de irse.

      Y así lo hago: recojo las bisagras del suelo, frente a la puerta del baño, ocultando de este modo cualquier indicio de mi falta.

      Cualquiera, menos un tornillo que se me cae, sin darme cuenta, justo detrás del macetero cuya sombra siempre es más grande que su propio contorno: el lugar perfecto para dejar caer y encontrar el error ajeno.

      Domingo

      Hoy hay cambio de planes. No vamos a ir a Gran Avenida, como generalmente hacemos cada domingo. El almuerzo lo va a traer mi tía María Piedad y mi prima Paty. Mi vieja, desde temprano, más temprano de lo habitual para ser domingo, ha estado moviendo cajas, barriendo, sacando ropa vieja, ordenando con una profunda acuciosidad.

      Ellas, que ya han atestiguado lo miserable que es este nuevo entorno, se sientan al borde de una de las camas, cada una en un extremo, y los cuatro comemos sobre el cubrecamas. Antes hemos calentado en una olla sobre nuestro anafe la cazuela que traen y espero que en esta jornada el ritual se cumpla como ha sido siempre, tranquilo, llevadero.

      Pero mi vieja está rara.

      Cada mañana fuma siempre dos o tres cigarros acompañados por una taza chica de Nescafé. Pero aún no son las 12 y mi vieja ya ha consumido a lo menos seis cigarros con media docena de esas tacitas de café. Los fósforos se han prendido uno tras otro, y entre el olor a quemado y el humo del tabaco, el ambiente se ha enrarecido para formar una pequeña capa de smog.

      –¿Todo bien, mami? –pregunto, sentado en una orilla de la cama, mientras giro con un alicate los canales de nuestro televisor IRT. Hace unos meses la perilla se rompió y solo el uso de esta herramienta, que era de mi abuela y estaba en la máquina de coser Singer que heredó mi vieja, me permite rotar el tubo que cambia la señal a través de 13 canales. Y mientras avanzo con indiferencia entre las imágenes de la guerra de hormigas de la pantalla cuando no hay señal a la vista, entre los programas que hay en los canales 7 y 13, por ejemplo, la verdad, sin prestar atención alguna, analizo a mi viejita, sentada en la esquina, bajo el marco de la puerta.

      Encorvada, con su pelo lacio y derrotado por la falta de tintura, fuma sentada sobre un tronco a medio cortar que los dueños de este lugar han colocado en un intento por decorar el patio. Mi vieja se ha puesto su mejor vestido: una prenda verde musgo que, arriba del tronco, da la impresión de formar, entre ella sentada y la madera bajo su cuerpo, una nueva especie vegetal.

      –¿Todo bien? –reitero, y ella se voltea y detrás de una lacónica mirada, asiente sin decir nada, mientras vuelve a enfocar al punto ciego del horizonte donde parece estar perdida.

      No puedo ver el futuro que se nos viene ahora mismo, ni idea tampoco de esos pensamientos que parecen hechos de la misma materia que las cenizas que caen desde los ­cigarros. Todos mis sentidos, sin embargo, me dicen que algo va a pasar.

      Mi tía María Piedad y mi prima Paty siempre son puntuales y ya queda poco para que lleguen. Mi vieja, a medida que se acerca la hora señalada, da vueltas y gira en círculos concéntricos dentro de la pieza, como una gallina con la cabeza cercenada, una agitación bajo la cual jamás la había visto. Está susurrando en voz alta nombres que no ha pronunciado en años, como el de mi padre, Remo, como el de su hermano, el hermano de mi padre y de quien no supimos más, Carlos, y de otros