Casa propia. Ernesto Garratt. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Garratt
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563651928
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en mi descenso ensoñado caía pesadamente y durante esta caída libre me iba fijando en el bello rebote del sol en las hojas de los árboles gigantes que escoltan el block de Ramón Cruz. Me iba fijando en el rebote del sol color azafrán en las ventanas que, bajo el departamento de mi tío Pancho, se iban sucediendo una tras otra mientras la gravedad hacía lo suyo: tirarme con fuerza hacia las fauces del suelo en una fracción de segundo.

      Sí, estuve soñando despierto y bajo una emoción poderosa. ¿Nostalgia? Puede ser. ¿Se puede tener nostalgia de los peores momentos que uno ha vivido? Sí, creo que sí, porque eso es lo que sentí ese último día del año pasado cuando íbamos sentados en la micro, en una destartalada Ovalle-Negrete rumbo a Gran Avenida a despedir ese año de mierda. Y tanto mi vieja como yo, no emitimos palabra durante todo el viaje. Como en los viejos tiempos de Ramón Cruz, nos transmitimos pensamientos y aunque ambos sabíamos que estábamos en un hoyo, material, emocional, rendidos y cansados frente a los infortunios de la vida, nos enviábamos positivos mensajes mentales de “todo va a salir bien”, “queda poco”, “mañana será otro día”.

      Pero el domingo 1 de enero de 1989 iba a ser exactamente igual al 31 de diciembre de 1988. Ni un cambio. Nada iba a mejorar, y mañana sería otro día, pero uno peor, porque sería más de lo mismo.

      Una mierda.

      Celebrar, la verdad no sé qué había que celebrar, pero celebrar el 31 de diciembre significaba salir con mi vieja a las 11 de la mañana, porque la bondad de mi tía María Piedad ofrecía pensión completa: almuerzo, once y la cena de Año Nuevo. Y estadía hasta la mañana siguiente.

      Llegamos a eso de las 12 y media donde mi tía. Nos demoramos cerca de 25 minutos en caminar tres cuadras porque mi viejita, mi vieja, se agota cada cinco pasos. Tomarla del codo era sentir un alambre entre mis manos. En estos meses su figura se mermó demasiado. Ha devenido en una figura casi transparente. Fuerte aún, pero no como antes. Sé que ella ha tratado de dejar el cigarrillo, pero no ha podido. Cada vez que la veo fumar creo que es el cigarro en su boca el que se la está fumando a ella y la está convirtiendo en cenizas que se irán con el viento en cualquier momento.

      Caminando por la Tercera Transversal, una calle residencial con casas amplias y hermosas de la comuna de San Miguel, mi vieja rengueaba como una locomotora enferma y podría decir que se llegó a poner azul de tanto esfuerzo que hizo por marchar a un ritmo normal. Sí, es una anciana, pero una anciana deteriorada. Más de lo que yo pensaba.

      Y cuando por fin llegamos a destino, nos abrió la reja ­alguien nuevo para nosotros.

      –Hola, soy Antonio, el pololo de Paty.

      ¡¿Pololo?! Era un chiquillo de tez blanca y dientes demasiado resplandecientes. Su pelo corto, casi al ras, hacía sospechar de inmediato: hijo de milico, pensé, y sé que mi viejita pensó lo mismo.

      Antonio, entonces, nos abrió la crujiente reja roja, nos hizo pasar y estuvo como un edecán, todo el almuerzo, once y en la noche, custodiando a mi prima Paty, porque ese Año Nuevo era diferente: era una fiesta para lolos, amigos de Paty, algo nunca antes visto y el inicio de una nueva era para todos, en especial para mí.

      Antonio era alguien cuyas ideas no las podía oír bien, porque sus pensamientos, vagos o confusos, tenían el espesor de un balbuceo infantil. Antonio era un niño de cuatro años, pude darme cuenta al telepatear sus ideas, siempre atento a los deseos más mínimos de mi prima Paty. Que si la sal, que si más pan, que si más bebida. Lo que mi prima iniciaba como una frase que reflejaba su deseo, Antonio lo terminaba de inmediato con una acción atenta y asquerosamente cordial. Yo observaba a Paty desde mi rincón en la mesa y ella me devolvía disimulada y cómplice las miradas con una mueca de satisfacción, porque al fin había encontrado al esclavo que estuvo buscando durante tanto tiempo: un pololo servil, capaz de leer sus pensamientos.

      Al inicio pensé que Antonio era capaz de leer los pensamientos de todos, pero pronto comprendí que no. Solo buscaba y busca la aprobación vertical de un superior. Quiere órdenes y por eso tiene el talento de adivinar lo que ese superior quiere de él antes de verbalizarlo. De hecho, cuando estábamos los tres en el living, pasando el calor de la tarde, los tres solos porque mi tía y mi vieja estaban durmiendo siesta, Antonio miró al techo con esperanza y dijo:

      –Mi gran sueño es ser como Rick Hunter, de Robotech.

      Me quedé helado por la reflexión de un joven mayor que yo, a quien solo por haber nacido antes y vivido más, uno tendería a respetar. Miré a mi prima, listo para sintonizar por la estupidez recién invocada, ¡19 o quizás 20 años y querís ser como un mono japonés! Estaba listo para incluso reírme en la cara de Antonio, pero ella ignoró mi mirada y cariñosamente se inclinó sobre él y le tocó el hombro con un gesto de complicidad.

      –Antonio quiere ingresar a la Fuerza Aérea –espetó Paty con la parsimonia solemne de quien está leyendo una rendición con la humeante derrota detrás.

      –Pucha, sí, mi gran deseo es pilotar un F-16, como Rick Hunter pilotea los Varitecks –agregó de inmediato Antonio y comenzó a perderse en una larga y atropellada lista de capítulos de la serie que, claro, yo había visto y aún veía. Pero él mencionaba detalles como si fueran capítulos de su propia vida y experiencias, batallas perdidas, ganadas, amores imposibles en una vida de mentira y un conjunto de idioteces que simplemente me dejaron boquiabierto y con ganas de hacerlo parte de una broma, porque, oh, Dios mío, lo que escuchaba no podía ser cierto.

      Paty lo miraba con falsa admiración y, pude leerlo en sus pensamientos, vio a Antonio como un pasaje futuro a la estabilidad económica: un oficial de la Fuerza Aérea, alto, guapo, respetable, esposo y padre de familia, de la familia militar en un Chile con uniformados en la cumbre de la pirámide social.

      Ella creía que ese era su porvenir.

      Pero pude ver que nada de eso iba a pasar.

      El futuro de Antonio no iba a conjugar ni con aviones ni con la Fuerza Aérea ni con nada parecido. Antonio iba a ser rechazado por pie plano. Luego de una depresión y subir más de 12 kilos, y tras la pena de perder a mi prima, Antonio iba a encontrar al cabo de tres amargos años el amparo de un transformista de San Diego, seguidor de las animaciones japonesas como él. Ambos serían una feliz pareja de vendedores de juguetes y figuras de animaciones de Oriente en un galpón del persa Bío Bío.

      Pero antes de ese futuro, mucho antes, llegó la fiesta de Año Nuevo de 1989. Mi vieja y mi tía se recluyeron en la pieza de mi tía María Piedad para acostarse y escuchar con la sordera de las viejas la vida que transcurría detrás de las paredes. Nosotros, los lolos, empezamos a multiplicarnos en el living, comedor y patio de adelante y de atrás, debajo del parrón. Aparecieron vecinos, vecinas, chiquillas, chiquillos, cabros y cabras que conocía de vista, de las veredas donde tantas veces jugué; además de personajes nuevos y, me sorprendí, calcados respecto de la figura de Antonio: seguidores de los milicos, seguro, de pelos cortísimos, pasados a colonia, abriendo sus morenas caras con risas blancas, listos para tomar cervezas y una mezcla de Coca-Cola y pisco que yo nunca había visto ni probado hasta esa noche, con puchos que nunca se terminaban de fumar entre los dedos, como si fueran una sexta y eterna falange en la mano derecha: una nueva protuberancia, humeante, mitad ceniza, mitad papel.

      Entonces, después de una hora, quizás dos, atestiguando esta nueva situación, después de beberme dos cervezas, un vaso de piscola y fumar no uno, sino que dos cigarros, me fui tambaleando algo mareado al baño.

      Y ahí, justo ahí, fue la segunda vez que vi el espejo después del liceo.

      Había olvidado mi miedo gracias a la incesante y continúa estupidez de Antonio.

      Sin embargo, ahí estaba de nuevo.

      Frente a mí. En el espejo del baño de mi tía.

      Pero no vi nada.

      Tampoco vi, como esperaba, mi propio reflejo.

      No vi nada.

      Después de mojarme la cara de felicidad, después de respirar aliviado con la llave del agua corriendo, levanté la cabeza sintiendo un rico vértigo en el estómago, que luego se convirtió