Esto era lo que pensaba Rosa Carrascal, mientras barría el corredor y ordenaba la cocina. Menuda de cuerpo, solía sumirse en lejanos recuerdos que avizoraba con sus ojos rasgados, herencia de su abuela española. Sus manos estaban ajadas por el tiempo. A su pelo entrecano lo sujetaba siempre un lazo negro. Y lucía un vestido de popelina barata y un par de sandalias de tela basta.
Encogido en su cama como un caracol, Antonio oyó la hora dada por el campanario del padre Cándido Sánchez.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… —contó lentamente—. ¡Imposible!, con esta oscuridad y este frío del demonio, serán las cuatro apenas.
El reloj repitió la hora. Inmóvil en la cama, Antonio oyó pensativo, estiró sus piernas y desperezó su atlético cuerpo, que le traqueaba a cada movimiento. Desordenado, el cabello castaño oscuro le cubría la frente. Con sus ágiles manos de tipógrafo avezado, se restregó el rostro. Los ojos color miel aún no se abrían, pero sintió la resequedad en su boca, con un ardor que le quemaba la boca del estómago. El aguardiente de caña y el tufo del cigarrillo Pielroja de la noche anterior lo hacían sentir en su cama como en una barca a la deriva. No tuvo más remedio que envolverse en una manta y levantarse silenciosamente para no despertar a María Isleña Mancera.
Se encaminó al escritorio del taller de tipografía, para revisar por última vez el mensaje que llevaría el panfleto acordado y redactado con Argemiro. Este panfleto debía estar impreso para repartirlo el domingo en la madrugada, por debajo de la puerta de cada una de las casas del pueblo. Dejarían un paquete en el pasamanos de la plaza de mercado, y el resto en las bancas de la iglesia, para los que llegaran a la misa de cinco. Había que despistar al alcalde, al Visitador y al sargento Lobo Blanco, que se pondrían sobre la pista de los autores.
Pueblo de Marsalia, ha llegado el momento de que todos conozcamos cuál es la cruda realidad de lo que nos está ocurriendo y cuáles son nuestros legítimos derechos como ciudadanos, así como las causas que han ocasionado los terribles sucesos que venimos soportando, ajenos a nuestra forma de vida y a lo que cualquier ser humano pueda desear para sus hermanos. Intereses soterrados que vamos a denunciar, enemigos de la gente y de su tranquilidad, los vienen propiciando con la mayor alevosía, con la única intención de sumirnos en el caos, la humillación y la miseria, de apropiarse de las riquezas naturales que hemos preservado por años, y que constituyen nuestro patrimonio y lo poco que aún nos queda. Para lograr su cometido, están arrebatando sin ningún escrúpulo vidas inocentes y mancillando la dignidad del pueblo de Marsalia. Eso es, desdichadamente, lo único que esos seres pueden propiciar.
—Argemiro insistió en poner los nombres de estos siniestros personajes —prosiguió Antonio—. Él me confirmaría los delatores del Guatín, que suministraron toda la información: los sitios y las horas en que los frecuentaba, las personas que lo acompañaban, costumbres, gustos y amistades íntimas. O sea que traicionaron a medio pueblo. ¡Carajo! A estos cabrones es necesario denunciarlos públicamente, para que no sigan haciendo daño, para cortarles las alas a estas aves de mal agüero, a estos gallinazos de muladar hediondo. Antes de las seis de la mañana, quedó en hacerme llegar la información completa. Pero ¡ya debería estar aquí! Ojalá la suerte lo haya acompañado, pues anoche su mirada firme de joven gavilán parecía perdida en la ausencia de la vida. Los gallinazos no podrán seguir jodiéndonos; y habrá que cazarlos, así sea lo último que hagamos en Marsalia.
El silencio gris del amanecer ambientaba el lugar y le permitía a Antonio una dosis de fluidez en la redacción del texto. Se le agolpaban los pensamientos, que encadenaba con la posible reacción del pueblo cuando se enterara de la cruda verdad, cuando conocieran los nombres de los que propiciaban las horribles desgracias, las traiciones, los asesinatos de gente inocente y el sufrimiento causado por la incertidumbre.
—No sé qué voy a hacer si Argemiro no consiguió la información; pero, en fin, para qué me preocupo más. —Y comenzó a armar la caja del texto y la máquina para la edición, tal como lo habían planeado.
A Antonio le zumbaba la cabeza. Para calmar la resaca, metió su cara en la alberca.
—¡Madre mía! ¡Qué hijuemadre agua tan fría!
Él sabía que había que dar el primer paso para preparar a la gente de Marsalia, de modo que rumiaba sus pensamientos, acompañados de largos tragos de café amargo, para calmar el guayabo. La tipografía estaba aromatizada con el olor del papel de arroz.
La gente que empezaba a llegar esa mañana al pueblo observaba descuidadamente a Argemiro, que, inmóvil, seguía sufriendo el tormento de ser él el que estaba ahí; mas sin realmente ser él, el que quisiera ser.
—Pero ¿qué me pasa?, ¡carajo!, que no me puedo levantar; ni siquiera moverme un poco para que esta pierna se me desentumezca. ¡Ay, Dios mío!, dame fuerzas, que me coge el día, y Antonio se va a impacientar cuando vea que no llego con los nombres de estos infelices. Si pudiera escribir cuatro letras y enviárselas para que supiera qué hacer y buscara la información donde yo la dejé, estaría más tranquilo.
Vio pasar por la acera de enfrente a Adolfo Criado, que lo miraba impávido. Como no lo saludaba, Argemiro le gritó:
—¡Adolfo, dile a Antonio que si mi vida es la que quieren, que yo la entrego!, pero que no se arrugue, que no se vaya a patrasear. ¡Por amor a Dios, que tiene que aguantar esta arremetida, que yo voy a estar a su lado!
Pero Adolfo Criado no lo oyó.
—¡Maldita sea, que alguien me ayude! —exclamó Argemiro.
Ña Paulina limpió las enigmáticas figuras que formaba el polvo acumulado de varios días en su alacena; pero sus pensamientos volvían a las imágenes de tragedia vistas en el fogón. Cubriéndose el rostro, se asomó a la puerta y pudo ver que Argemiro seguía quieto en su sitio.
—Este hombre sí la prendió bien buena anoche; no se mueve ni para acomodarse mejor. Debería poner un poco de su parte, para que pueda irse a su casa. La pobre Rosa Carrascal debe de estar ya muy preocupada por su ausencia.
Ña Paulina fue la mayor de dos hijas de un migrante italiano, Baldomero Grávino, que, recién salido del Instituto de Nápoles, fue contratado como topógrafo. Grávino tuvo que suspender los trabajos que había iniciado en la selva, una vez que la compañía de ingenieros franceses para la que trabajaba fracasó estrepitosamente. El fracaso se debió a la alta deserción de trabajadores profesionales que sufrió la compañía, dirigida por Fernando de Lesseps, constructor del Canal de Suez, quien se encargaría, a su vez, de la apertura del Canal en el Istmo de Panamá.
La inclemencia del clima, el calor húmedo del trópico, los permanentes temblores, el asedio de las plagas de zancudos, mosquitos y toda clase de bichos raros que no pudieron controlar, junto con las culebras, las fieras y animales montaraces desconocidos por los europeos, derrotaron la tecnología que agredía la selva y los expulsaba de su hábitat natural. El paludismo, la malaria, la fiebre amarilla, la gastroenteritis, la fiebre tifoidea y las infecciones fueron más fuertes que la tenacidad de aquellos colonizadores europeos que venían de conquistar el norte de África.
La compañía, después de ocho años de batallar, quebró y tuvo que retirarse. A su paso, dejó abandonados los trabajos iniciados. El inconformismo de toda la población con el Gobierno central, que no atendía sus urgentes demandas de salud, bienestar social, trabajo y atención a las necesidades primarias, que desde hacía muchos años les habían prometido solucionar “en un plazo de seis meses”, alimentaba la desconfianza de los nativos y sirvió de caldo de cultivo para el alzamiento que llevaría a la guerra civil.
El ejército norteamericano también azuzó esta guerra. Su poderosa flota se situó en frente de las costas del departamento