Un café al amanecer. Farid Numa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Farid Numa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789585274068
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acariciar con dulzura como estrujar hasta el dolor. Y el acentuado trigueño de su piel, heredado de su padre, lo hacía sentir orgulloso de sus ancestros mestizos, de suerte que imponía siempre su maciza figura frente a las arremetidas de la vida.

      Como quiso borrar los recuerdos que lo atormentaban, Argemiro Aguilar se instaló en una casa ubicada cerca de la plaza, en la Calle de la Amargura. Allí montó el taller de carpintería “La escuadra y el compás”. Nueve años habían transcurrido desde entonces, y solo ahora su negocio comenzaba a ser realmente productivo, a brindar algunos frutos a cambio de tanto trajinar. A Amanda Solano, su novia desde hacía cinco años y medio, la conoció en las Fiestas del Retorno. Aquel día, viendo pasar la cabalgata, la gente se reconocía y se saludaba al reencontrarse. Amanda, de juvenil figura y redonda cabeza, coronada por unos bucles castaños que se le desgajaban sobre sus hombros, era ignorada entonces por todos aquellos que retornaban al pueblo.

      Argemiro se hallaba en igual situación. Distante, la observaba. Sin embargo, se acercó y, quitándose el sombrero, la saludó:

      —Señorita, será de buena suerte que muchos pasen y ninguno nos salude. Quizás el azar determina que los dos nos debemos acompañar, así sea solo por un instante.

      Y allí comenzó la amistad que, gracias a la soledad de ambos y a la afinidad de sus carácteres, a los pocos meses se convirtió en romance. Comentaban las comadronas que, en contra de la voluntad de sus padres, Amanda se casaría con Argemiro en las próximas fiestas de Año Nuevo. Para Argemiro, esta era, de todas maneras, una solución por partida doble. Por un lado, su madre empezaba a envejecer, acosada por la pena que le imponían siete muertes y muchos años de encierro, de modo que él se quedaría solo en cualquier momento. Por otro lado, Argemiro había decidido quedarse de por vida en Marsalia, donde empezaba a ser reconocido y respetado. A un hombre de bien no le debía faltar una mujer cariñosa y unos hijos bien criados. Para él, este era el destino ineludible de la vida.

      —¡Ay, Dios mío!, si no acaba de amanecer nos vamos a engarrotar de frío —le decía ña Paulina a misia Eva, la dueña del puesto de leche, lugar iluminado por una tenue lámpara, donde se sentía un rancio olor con oleadas de aroma agridulce.

      —Sería como un castigo por tanto crimen y tanto desorden —le respondió misia Eva, con una sonrisa censuradora que le dejaba entrever sus pequeños dientes—. Recuerde que hoy es el Día de las Santas Ánimas del Purgatorio; y además es primer viernes de mes.

      —Es que este mundo está muy corrompido y desecho —sentenció ña Paulina, con un leve movimiento de cabeza–. Ya no hay respeto por nadie ni por nada. Todo es pura parranda, y el vicio nos invadió.

      —Eso es cierto —afirmó la vendedora de leche—. Dicen que anoche en la gallera se volvió a prender la chichonera. Dizque los de Palestina, después de que perdieron la última pelea, donde apostaron hasta los calzones, acusaron de tramposos a los mazamorreros. Y ahí fue Troya: hay tres heridos en el hospital, y esta madrugada la policía expulsó a los armapleitos para su pueblo, advirtiéndoles que no regresen por lo menos durante un año, si no quieren quedar guardados bajo una buena fianza.

      —La parca ronda por las calles de Marsalia —dijo ña Paulina, como en un susurro—. Las Benditas Ánimas me lo anunciaron esta mañana en el fuego.

      —¡Ay, ña Paulina! Hoy parece que fuera a llegar la noche sin que todavía hubiera terminado de amanecer. Cualquiera diría que el año se quiere acabar este fin de semana.

      —Yo no sé qué está pasando —respondió ña Paulina, tapándose la boca con la bufanda—. Pero desde hace veintitrés días, cuando llegó el tal Visitador, ese de la capital que mandó el Gobierno para que investigara y presentara un informe detallado de los sucesos ocurridos con el Guatín, no ha sido posible que el pueblo concilie la paz. Todo el mundo está muerto de miedo, esperando ser llamado a interrogatorio; pero no llaman a nadie, y estoy convencida de que eso no va a suceder: no es necesario. ¡El mono sabe en qué palo trepa! Dicen que el informe ya está escrito desde hace tres semanas, cuando todavía estaba fresca la sangre que corrió aquel horrible día; pero el Visitador, con su traje negro oloroso a naftalina, se pasea por los bares y cantinas dándose ínfulas de estar escribiendo su obra maestra: “La vida, pasión y muerte de los habitantes de Marsalia: una historia no contada”.

      —Si no se va pronto, le van a meter un susto, para que se acuerde de nosotros toda la vida —replicó misia Eva, recogiéndose el cabello en una redonda moña, que ajustó con un lazo untado de leche—. Si es que le queda algo de ella cuando se vaya.

      —No se hagan muchas ilusiones; los hombres son como los animales: no aprenden nunca y siempre repiten la historia —las interrumpió Valeria Pineda, que las oía sentada en la mecedora de mimbre, con un vestido blanco salpicado de astromelias moradas y sus infaltables babuchas color café–. Es más, si volvieran a nacer, volverían a cometer los mismos errores.

      A sus noventa y ocho años, con la piel apergaminada y sus ojos verdes opacados por los soles de un siglo, Valeria Pineda conservaba la dignidad y la lucidez que le permitieron criar a cuatro generaciones de mazamorreros, como les decían cariñosamente a los habitantes de la comarca. Desde las cinco y media de la mañana, estaba en el puesto de venta de leche, acompañando a misia Eva, su hija menor, de los doce hijos que tuvo con Nepomuceno Correa. Ella era la persona más vieja de Marsalia. Había nacido el 16 de julio de 1860, exactamente un día después de la fundación del pueblo. Fue el primer nacimiento en el villorrio, recién fundado por los quince expedicionarios que se asentaron en la ladera occidental de la cordillera central.

      Según las cuentas de la partera, la niña debía de llegar diez días después; pero Valeria quiso nacer con el pueblo que estaban fundando sus padres y ser la primera bautizada en la choza que improvisaron como iglesia, ubicada en el lugar más alto y sobresaliente del terreno escogido para que fuera la plaza del naciente pueblo. El trazado se hizo a cordel y regla, como se fundaron los pueblos en la Colonia, regidos por las Ordenanzas de las Leyes de Indias. No obstante, a los veintitrés días de la fundación de Marsalia, el 7 de agosto, sus fundadores, en un acto de soberanía, celebrarían el aniversario de la fiesta nacional de Independencia del Imperio español, que se conmemoraba en todo el país desde hacía cuarenta años.

      Marsalia se convirtió en un lugar estratégico en las guerras civiles libradas en la segunda mitad del siglo xix entre los gólgotas y los draconianos. El general Tomas Cipriano de Mosquera, quien ocuparía cinco veces el solio de Bolívar, pernoctó allí varias veces, para reponer sus fuerzas y reagrupar a su gente que se dispersaba fácilmente, cansada de las múltiples expediciones y enfrentamientos que se libraban en el Estado soberano del Cauca. Desde muy niña, Valeria ayudó en la construcción de las primeras casas de Marsalia, y aprendió el arte de la agricultura, inducida por su padre, defensor a ultranza de este oficio.

      —Un pueblo sin alimentos es un pueblo hambriento, un pueblo desdichado, esclavo y sumiso de las cadenas del poder —solía decir el viejo, imponente.

      Los cultivos de pancoger, la crianza de animales domésticos y la apertura de las fincas en las tierras que se fueron repartiendo entre los fundadores eran un arduo trabajo para los colonizadores. La explotación aurífera que motivó la Expedición de los Veinte, así como las que le siguieron, en una de las cuales venía el padre de Valeria, perdió el ímpetu en la búsqueda del precioso metal. Sus rústicos métodos, como el barequeo y el mazamorreo, estaban en franca desventaja ante la moderna tecnología que, en el lejano Oeste de los Estados Unidos, donde estalló la fiebre del oro, les permitía a los mineros extraer grandes cantidades del metal, de vetas y filones más ricos, que regularon el precio en los mercados internacionales. El padre Felipe Castaño, primer párroco de la Iglesia del Perpetuo Socorro, animó a los derrotados mineros y los indujo a la siembra de maíz, plátano, fríjol, papa y todo tipo de hortalizas.

      —Hay que sobrevivir con lo que Dios nos ha dado; por eso lo primero es darles de comer a nuestros hijos, vestirlos decentemente y educarlos, para alabar su Santo Nombre —predicaba incansablemente desde el púlpito.

      Pues bien, Valeria Pineda, bamboleándose en la mecedora de mimbre y alisándose cuidadosamente el vestido, mientras observaba la