Desde aquel día funesto para la historia de Marsalia, cuando los camanduleros, con los ojos desorbitados de devoción por el mensaje divino que ellos portaban, se tomaron la plaza del pueblo, los raizales de la comarca, indignados, no volvieron a pisar la puerta de la iglesia, ni siquiera para bautizar a sus hijos. Quizás apenas para acompañar a sus muertos. Pero cada primero de noviembre las mujeres asistían al cementerio, como un deber con sus seres queridos, cuyas tumbas empezaba a cubrir la maleza. Limpiaban los caminos; arrancaban las malas hierbas; arreglaban la cruz caída por el tiempo y la melancolía; sembraban flores nuevas, dalias, rosas y jazmines, y rezaban tres rosarios por la salvación eterna del alma y siete avemarías, para que Dios y la Virgen los tuviesen en buen lugar allá en los cielos. Así, hasta el año siguiente volvían para cumplir con el ineludible deber con los muertos.
Argemiro Aguilar se vistió de domingo la noche anterior y, como de costumbre, estuvo oyendo la retreta tocada por la banda municipal, dirigida por el maestro Rafael Contreras. Tocaban en la plaza, después de las siete y media de la noche. Interpretaron aquel día dos valses tristes, dos torbellinos, una marcha fúnebre y un pasillo. Argemiro caminaba pausadamente con Antonio por el camellón principal de la plaza. En este paseo, era común que las muchachas se arracimasen y coqueteasen con los jóvenes aún imberbes, quienes, de pie en las esquinas, les tiraban piropos y resuellos de amor, a los que ellas respondían con sonrisas ingenuas y miradas de reojo.
Argemiro acostumbraba a salir con su novia. Era tan rutinaria su presencia que ya ninguno los miraba con interés, al punto que casi nadie notó esa noche la ausencia de Amanda. Antonio Bayona, su mejor amigo, era un tipógrafo de oficio conocido en el pueblo por el taller que tenía en el patio de su casa. Lo había adecuado cubriéndolo con tejas de zinc, y en la pieza de adelante tenía una vitrina con libros, textos escolares, cuadernos y algunos implementos de escuela y oficina, cubiertos con una capa de polvo que se dejaba entrever a través del vidrio rayado y opaco por el trajín de los años.
La amistad entre Antonio y Argemiro era muy intelectual, decían algunos, con sorna. Nunca se los vio de parranda, como era usual en el pueblo. Se reunían a charlar en el bar La Estación, al calor de un café, o de unos tintos, como suelen decir los lugareños. La política y la situación económica del país eran sus temas más trillados, pero se divertían hablando de literatura, cuando los acompañaba Pedro Abelardo Salazar, maestro de la única escuela en los treinta y cinco kilómetros a la redonda. Esa misma noche, de nueve a diez, Argemiro estuvo en el bar La Telaraña, situado en la última esquina antes de llegar al cementerio. Vino solo, saludó a los presentes y en su mesa quedaron nueve botellas vacías de cerveza, después de haber oído siete veces a Gardel cantando los mismos versos:
Adiós, muchachos, compañeros de mi vida,
barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada,
debo alejarme de mi buena muchachada.
Aquel fue el último sitio donde lo recordarían claramente, por su soledad y su tristeza. Su mirada se perdía en los meandros de la melancolía, mientras se alisaba su cabello, entre pensamientos lejanos y profundos. Al despedirse de Anisaíl Cárdenas, el corpulento cantinero de La Telaraña, le dijo:
—Los hombres queremos ver la vida más allá de donde se puede. Curioseamos y escarbamos en los rescoldos del destino fatal, como si no fuera a llegar nunca; pero él está ahí siempre, esperándonos. No se mueve de su lugar. Y nosotros lo buscamos, vamos a su encuentro, desesperados por saber cuál es, cómo es, solo para después arrepentirnos deseando que no hubiera sido así.
Después de darle un abrazo al cantinero, se despidió de sus compañeros en la puerta del bar, mientras sonaba aún la voz de Gardel:
Adiós, muchachos, ya me voy y me resigno;
contra el destino nadie la talla.
Se terminaron para mí todas las farras.
Mi cuerpo enfermo no resiste más.
Anisaíl Cárdenas, a quien le había tocado ver llorar a muchos hombres en su hombro, y ayudarlos a llevar su pena, miró desoladamente a Argemiro, y pensó que algo muy grave lo estaba atormentando. El bar La Telaraña tenía un significado especial: su nombre evocaba el encanto de lo inesperado. La tela de araña, propia del sinsentido de la vida y de la muerte, del duelo y del despecho. Por su ubicación, diagonal al cementerio central, era el puerto de embarque ineludible, el sitio de partida sin retorno y de despedida desgarrada de los amigos que se van.
Cuando ña Paulina regresó a su casa, allí estaba todavía el hombre que había visto esa mañana temprano. Como un monumento a la soledad, como una estatua fiel del creador, no se había movido ni para respirar.
—¡Por Dios! ¿Qué le pasó a este hombre? A ver…; ¡si será Argemiro!
Se acercó resuelta a todo; pero la detuvo el pañuelo rojo, con la ‘A’ bordada en hilo negro, que le descubrió en el bolsillo del saco.
—Es él. Mejor lo dejo que repose un poco; ya tendrá que despertar. Pobre hombre.
Y siguió con la jarra de leche asida en una mano, mientras que con la otra se cubría, con ayuda del pañolón, la boca y la nariz de las ráfagas de aire helado que surcaban el aire. Caminaba, absorta y atemorizada con sus propias premoniciones.
II
Rosa Carrascal se despertó sobresaltada.
—Argemiro, hijo, ¿qué te ocurrió, que te siento desangrado en vida? ¡Por Dios! ¿Por qué pienso esto? ¡Señor mío! Si anoche, como a las dos pasadas, sentí cuando él entró. Con sus pasos livianos, fue hasta la cocina a tomarse sus tres tazas de aguapanela tibia, y lo oí luego en el patio, al pie del sauce, despidiéndose de la noche. Ya ni sé qué es lo que me pasa; me cogió el día y estoy confundida. Pero ¡ve!, ¡qué extraño!, la taza está bocabajo y el aguapanela está fría. Se ve que ni siquiera la probó. Seguro llegó con sus tragos encima, o tuvo algún disgusto con Amanda. Eso es natural cuando se está próximo al casorio. Quiera Dios que la Virgen los ayude. Después de todo, no queda sino tener fe y esperanza en Dios. —Y siguió entretenida preparando la comida del día, con el pecho oprimido por el recuerdo lejano de su esposo y los seis hijos muertos, sin sospechar que en la alcoba de Argemiro reinaba el más opaco silencio.
La oscuridad de la noche había penetrado los rincones más insondables y se había anidado en cada lugar de la existencia del que ya no existía. Su cuerpo era ahora lo que él había sido. Pero ya no seguiría siendo él; ahora sería otro distinto. Él ya no estaba ahí; era otro diferente. Pero ese otro era él mismo, sin poder ser el que había sido antes; sin poder volver a ser como él hubiera querido, sino como la vida quería que él fuera.
—Madre, ¿por qué me piensas y no me oyes? ¿Por qué me sientes, pero me dejas? ¿Por qué me recuerdas, pero me abandonas, ahora cuando más te necesito? Ahora que estoy solo como ninguno en el mundo; ahora que todos me ven, pero nadie está conmigo; ahora que los puedo ver a todos, que los siento, pero no los oigo; ahora que me miran dubitativos, pero no se dan cuenta de que yo sé lo que están pensando, que yo siento lo que sienten. Pero ellos siguen allá, y yo aquí, sentado como una momia. Llevo tres horas muriéndome de frío, sin poderme mover, sin siquiera poder recoger las piernas para abrigarme un poquito de este frío infernal, de este viento polar. ¡Ay!, ¿qué será de mi vida si no me dan un trago de café? Ya es hora de que