—Es el mismísimo diablo en persona el que entró aquella noche, hasta dar muerte con un tiro de gracia a don Ruperto Castaño. ¡Virgen Santa!, ¡de la que me salvé! Escondido en el secadero de café, me hice el muerto hasta que amaneció.
El día del entierro de Adolfo Criado, el Guatín se encontró en el bar La Telaraña al sargento Lobo Blanco, que estaba fisgoneando a los asistentes al sepelio.
—¿Cuál es la vaina de estar asustando a la gente y de andar acolitando a los hijueputas pájaros? Si quiere adueñarse de las tierras de la vereda Miracampo, no moleste a los campesinos que tienen allí sus parcelas. Boletear a la gente y darles planazos a los indefensos para humillarlos es cosa de cobardes.
Esa advertencia era una declaratoria de guerra, y el sargento Lobo Blanco, ya en evidencia, no se lo iba a perdonar.
Después de aquel hecho, los pájaros y los militares iniciaron la cacería del Guatín. Una mañana que iba para su rancho, se encontró inesperadamente a dos de sus compañeros que venían en huida de una emboscada. El tercero ya estaba muerto. Comprendió que los habían dejado escapar a fin de seguirlos hasta su escondite.
—Por el camino que va al Pajuí podemos llegar a la vereda Alto Cauca; quizás allí resistamos el ataque —dijo el Guatín.
Pero las cartas estaban marcadas, y la cacería era implacable. Los tiros les pisaban los talones, y en más de una oportunidad, el Guatín debió quitarse el colmillo de buey, para contener a los perseguidores mientras sus compañeros ganaban camino. Las heridas de uno de ellos se agravaron, lo que los obligó a pertrecharse en el gran roble que marca la entrada a la vereda. Allí fueron cercados poco a poco por contingentes de hombres civiles y militares que les disparaban desde lejos, pero que mostraban un gran temor por acercarse a la presa. Así pasaron las tres primeras horas de combate.
El Guatín y sus dos compañeros, tirados en el suelo y protegidos por el roble, formaron un triángulo que les permitía protegerse mutuamente. Con el paso del tiempo fueron llegando más hombres. Ya entrada la noche, alcanzaron a distinguir el par de cañones que habían mandado a traer. De vez en cuando, sonaba un disparo que los mantenía alertas. La noche cerró el campo, y el Guatín se despojó de su colmillo, con lo que se hizo invisible. En medio de la penumbra, llenó de barro y piedras la boca de los dos cañones. Como música de fondo, se oía el canto del pájaro conocido como "ya acabó", que todo el tiempo cantaría su triste melodía desde las araucarias distantes, situadas una al norte y otra al sur de la vereda.
—¡Maldito pájaro de mal agüero!, ¿cuándo se cansará de cantar?, como si no supiéramos quiénes son los muertos —decía el sargento Lobo Blanco, mientras se atusaba el mostacho.
Pero su gente permanecía callada, con los ojos bien abiertos, como para espantar el mal presagio que les congelaba el alma.
—Tantos para solo tres hombres es para tenerles miedo —decía el sargento, mascando las palabras—. Y lo peor del miedo es sentir que se tiene miedo del enemigo, por débil que lo veamos. El peor miedo de todos es el miedo de los cobardes, de los que sienten miedo por el solo hecho de pensar que les va a dar miedo enfrentarse a la vida, así sea a la vida de los otros, porque a fin de cuentas esa también es nuestra vida.
El Guatín se paseó por el campo y pudo ver los ojos de aquellos hombres ojerosos, taimados y pusilánimes. Vio también sus muecas de angustia y preocupación, así como los camanduleros que estaban al filo de la muerte, posiblemente como él. Sintió el miedo que los obligaba a quedarse quietos, que los invitaba a estar allí, aunque no lo quisieran. El miedo que los obligaba a buscarlo insaciablemente, porque creían que matándolo a él matarían su propio miedo, que no los dejaba vivir tranquilos. El Guatín mojó la pólvora, robó todas las municiones que pudo cargar con él y regresó donde sus compañeros, quienes le rogaban que escapara.
—No ha pasado un día en mi vida que no le haya puesto la cara a la Huesuda. ¿Por qué he de huir ahora? No abandonaré a mis compañeros como un cobarde. Si la vida la tenemos apuntalada con los alfileres del destino, que juguetea con nuestra existencia, pues aquí esperaré la guadaña de la Muerte.
Al alba vieron cómo enfilaron los cañones hacia el roble, haciendo los preparativos para el ataque final, y, a la orden de ¡fuego!, saltaron por los aires los cañones, así como todos los hombres que se encontraban alrededor, cual muñecos de trapo batidos por fuegos de pirotecnia. Ese revés provocó la ira del sargento Lobo Blanco, quien, pálido y tembloroso, dio la orden de fuego cerrado contra el roble, que permanecía incólume a lo que sucedía a su alrededor. A los dos compañeros de Guatín se les notaba en los rostros el cansancio de una noche en vela y veinticuatro horas sin probar bocado. Un ardor infernal les quemaba las gargantas, y la resequedad en la boca les volvía la lengua de algodón. Era la sed de la tensión de la muerte.
Hacia el mediodía vieron cómo sus enemigos se organizaron en tres hileras, una tras otra. La primera, tendida en el suelo; la segunda, de rodilla en tierra, y la tercera y última, de pie. Todas en posición de tiro, con sus carabinas montadas. El sargento Lobo Blanco se encontraba al frente de la operación, y a una sola voz se inició el más fragoso tiroteo, una descarga tras otra. Cada hilera disparaba al tiempo, e inmediatamente recomenzaba la primera. Después de cuarenta y cinco minutos de fuego cerrado, los dos compañeros del Guatín parecían un cedazo. Su cara y sus cuerpos quedaron totalmente destrozados. Él parecía una momia embalsamada en plomo y sangre. Su ropa se le había caído por la cantidad de balas derretidas que lo habían dejado inmóvil, extenuado, atontado por el fragor del combate.
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