Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417731991
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de esto ya se pasaba al proceso de hilatura, es decir, de creación de los hilos de seda. El hilado consistía básicamente en devanar los pelos resultantes de los capullos y crear el hilo mediante la operación delicada de escoger las fibras adecuadas combinando grosores para una longitud homogénea.

      —A esta actividad le sigue la labor de los torcedores, una de las más importantes —prosiguió su padre—. Los hilos formados con anterioridad confluyen juntos entonces y se retuercen en los tornos mediante una serie de estrellas que van dando vueltas sobre sí mismas. Después de esto ya tendríamos un hilo de seda con el que comenzar a trabajar.

      En efecto, tras este proceso, el capullo ya había pasado a revalorizarse notablemente. La denominada “seda d’una torçuda” rondaba ya los doscientos dineros por libra, mientras que la seda en rama devanada a mano alcanzaba un precio de unos seiscientos dineros por libra.

      —Es impresionante —dijo Salvador—, imagino que estos sí que serán ya los que pasen a manos de los tejedores.

      —Casi, casi —le corrigió su padre—, una vez realizado el proceso de torcedura de la seda, es necesaria la tintura del hilo obtenido antes de ser utilizado en el telar para la elaboración de ricas variedades cromáticas en los diseños textiles. Los maestros tintadores utilizan una gran variedad de materias colorantes: grana, brasil, cochinilla, junto con otras sustancias mordientes para fijar mejor las tonalidades.

      Pero eso no era todo, esa era solo la primera parte de un proceso industrial que comenzaba en las fábricas de los hiladores, torcedores y tintadores de la seda tan apreciados en Valencia. Para enseñarle de primera mano la parte final del proceso, y la más primordial de todas, le llevó de visita al barrio de los velluters o terciopeleros, donde residían los artesanos que elaboraban las telas. Más de cuatro mil telares se concentraban en aquel momento en el suroeste de la ciudad, en un barrio cuya expansión y crecimiento parecía no tener límites.

      El barrio rebosaba color y vida. Las vidas de los cientos de maestros tejedores de seda, gente de respeto y alta consideración en la ciudad, junto al resto de trabajadores del oficio que estaban allí congregados y las de los miles de transeúntes que atraían a sus talleres y a sus negocios. El color venía no solo de la exuberante variedad cromática de los terciopelos, también por la alegría con que pintaban sus fachadas, generalmente en claros tonos ocres animados con franjas coloreadas bajo los aleros salientes del tejado y remarcando las ventanas. Estos colores eran elegidos según el oficio que tenían los habitantes de la casa y el conjunto era realmente espectacular.

      Al adentrarse en Velluters se emprendía un viaje a un particular submundo de la ciudad. Si el mercado y la plaza de la Seo eran el corazón y La Huerta sus pulmones, la ininterrumpida fábrica de Velluters era a la vez alma creativa y brazo ejecutor infatigable. Aquella sinfonía atrapaba, embaucaba, invitaba a ser partícipe de ella. Como en el fino y preciso mecanismo de un reloj, en aquel barrio todo fluía con armonía y agradable música de fondo, la del traqueteo de los telares que trabajaban sin cesar en los innumerables talleres de los edificios.

      Sus callejuelas y plazas eran escenario de un universo muy especial, una comunidad gremial con sus propias reglas y también con notable poder y privilegios. Los talleres estaban perfectamente jerarquizados, el maestro velluter debía supervisarlo todo pero delegaba en gran medida en oficiales y ayudantes. Solía haber también siempre uno o más aprendices, jóvenes que soñaban con aspirar a ocupar puestos más altos o regentar sus propios talleres. Sin embargo aquellos maestros, lejos de exhibir en la calle sus grandes obras, vivían más bien sujetos al hermetismo, se guardaban sus mejores secretos de puertas para adentro. Flotaba en el ambiente la natural prevención ante la fiera competencia.

      La vivienda estaba generalmente en los pisos bajos y el piso más alto tenía unas grandes ventanas o porches donde instalaban los grandes telares para que los obradores sederos tuvieran buena luz, ya que los artesanos trabajaban de sol a sol. La mayoría empleaban a todo tipo de gente para las labores más rutinarias, un personal más o menos variable que era contratado en función de las necesidades del taller y que solían trabajar a destajo “por cuatro perres”.

      Un buen artesano tenía que tener una mezcla de entrega y pasión por su trabajo, sacrificio, arrogancia y visión comercial, cualidades todas inherentes a la sociedad valenciana. La perfección de sus telas había adquirido tal altura que, a pesar de competir con sedas orientales, italianas, granadinas, murcianas y catalanas, los terciopeleros valencianos no tenían rival. La clave del éxito estaba en la ambición de pretender dominar todo el proceso, desde los cultivos de morera y la cría del gusano hasta el minucioso trabajo de tejer y componer la seda. El culmen de aquella grandeza, le dijo su padre, estaba plasmado en el edificio que acogía la sede del Colegio de Arte Mayor de la seda. La casa-huerto que habían adquirido los tejedores en el corazón del barrio para instalar la institución gremial más importante de la ciudad, casi nada.

      La fachada del colegio, con su gran portalón de entrada enmarcado en dintel de piedra, se asomaba a una transitada calle empedrada próxima a la muralla, y había sido esmeradamente decorada con motivos alusivos a San Jerónimo, patrón de los velluters. El recibidor daba acceso directo al patio de caballerizas y al huerto que ocupaba la parte central del edificio. Mientras que a la izquierda de dicha entrada se encontraba el acceso a la primera planta, cuya escalera de tres tramos, con barandilla de hierro y madera tallada era imponente y de excepcional factura. Si algo sobresalía en ella eran sus magníficos azulejos, que situados en las tabicas de los escalones formaban una bellísima composición simétrica. Esta escalera conducía al vestíbulo del piso principal, donde don Pedro se detuvo a saludar a un anciano canoso y huesudo que parecía estar allí acumulando polvo como lo hacen los viejos tomos olvidados de una biblioteca.

      —Buenos días Ángel.

      Aquel personaje le devolvió el saludo con una enérgica inclinación de cabeza y prosiguieron la visita. El vestíbulo comunicaba con el majestuoso salón de actos, profusamente decorado en suelos, paredes y techos. Los pavimentos eran magníficos, alusivos todos a la repetida figura de San Jerónimo, el león y el capelo cardenalicio y otros con una lanzadera y las cuchillas empleadas por los velluters. Este salón se comunicaba a su vez con otro, el de la secretaría del colegio, donde se realizaban la mayoría de las tareas administrativas de la institución. Allí su padre le presentó a uno de los veedores, los representantes del colegio que visitaban los obradores para asegurarse de que todas las telas se ajustaban a las ordenanzas.

      —Te he traído aquí para que te familiarices con las ordenanzas del gremio —le dijo—. Estas reglas deben ser como los diez mandamientos para un tejedor, el resumen de un legado histórico concentrado en unos preceptos inviolables. Con frecuencia oirás a muchos hablar y quejarse de la tiranía de las ordenanzas y de la rigidez de conceptos por parte del gremio. Pero todo esto tiene una razón de ser, ¿cómo si no iban a distinguirse las piezas hechas en Valencia de las demás? ¿Cómo iba a poder si no garantizar el colegio una uniformidad en acabados y calidad? Tú, hijo mío, tendrás que velar por que estas reglas se cumplan.

      Tras captar la atención de Salvador con este aleccionante recorrido y sus esmerados discursos, don Pedro le llevó días más tarde de visita a la lonja de la seda. Este monumental edificio situado en el corazón de la ciudad, conocido por su enorme salón de columnas de enervamientos sinuosamente entrelazados, era el lugar en el que las sedas se tasaban, se subastaban o se vendían diariamente. Se trataba del último escalón en la escala productiva de Valencia, reservado solo a los comerciantes de mayor prestigio de la ciudad, como era el caso de su hermano Luis.

      Pero además de todo esto, por supuesto, se encargó celosamente de que Salvador dejara de acudir a la escuela de matemáticas y guardó de que Luis se involucrara también en ello y empezara a tomarse en serio implicar más al chico en los negocios familiares. Tan solo la eventual indulgencia de su tío le permitía en contadas ocasiones acudir a determinadas sesiones de la Academia, siempre que éstas no interfirieran con algún compromiso mercantil al que debiera asistir. No le quedó más remedio que aceptar el nuevo orden de las cosas. El marcaje al que estaba sometido diariamente por los sirvientes y su propio tío no le permitía hacer otra cosa. De nada sirvieron sus quejas, sus protestas y sus intentos por convencer