Pero ahora acompáñame y juntos nos adentraremos en unos nuevos acontecimientos que marcaran el destino de todo Nuevo Pangea, pero para ello debemos entrar en el extenso corazón del continente de Kenorland, en busca de Euramerica, situada al sur de Sion, una de las regiones más grandes del hermoso planeta, y una vez allí, hacia el sureste descubriremos la bella y antigua ciudad de Breinosh, una de las primeras de Nueva Pangea, rodeada de pequeñas casas habitadas por humildes trabajadores, labradores, leñadores, granjeros... En una de estas casas, de madera reciclada, ladrillos y piedras, vive con su querida abuela un adolescente llamado Alexander Evans, un joven de diecisiete años, alto, pelo castaño, ojos verdes como el bambú, una pequeña cicatriz en el lado derecho de su pecho, y un desarrollado sentido de la justicia, el amor por el prójimo, la naturaleza y la vida. En fin, Alexander es uno de esos chicos que todos desearíamos como amigo. Alexander, tenía una vida muy sencilla y tranquila, algo que le agradaba enormemente pues no conocía la avaricia. Su rutina diaria consistía en revisar si las gallinas ponían huevos, sacar el pequeño rebaño de cabras a pastar al monte, cortar un poco de leña para las noches, recoger agua del pozo y otras tantas labores que conlleva la serena, tranquila y dura vida del campo. Desde pequeño se ha sentido acompañado —incluso en ocasiones, paradójicamente, protegido— por su buena amiga Marian Casiah una chica de cabellos rubios, ojos azules, sonrisa permanente, y un carácter un tanto complicado… Disfrutaban de una vida tranquila, feliz y serena, pero cierto día, mientras Alexander estaba en lo alto de un cerro con el rebaño acompañado de Marian, llegó corriendo —medio ahogado por su mala forma física— uno de sus buenos vecinos, tremendamente nervioso y muy asustado. Alexander se levantó de la roca en la que estaba sentado, le ofreció asiento y le dio su cantimplora con agua.
—Joven Alexander, vuelva corriendo a la casa, su abuela está en grave peligro ahora mismo, corra.
Alexander dejó caer la vara vieja de madera con la que controlaba el rebaño y corrió colina abajo en busca de su casa. Notaba en su propio cuerpo pues sentía como si pudiera correr algo más rápido de lo normal en una persona, aunque no le dio importancia a este hecho en ese momento. Tan preocupado iba corriendo que no percibió que estaban saliendo diminutas chispas doradas de electricidad a través de sus piernas. Y justo al llegar frente de la casa, sus ojos vieron algo que cambiaría su vida y su futuro para siempre: un corpulento hombre de pelo largo y negro, parecido a un vikingo o algo así, de gran altura sostenía a su abuela sujeta por el cuello. Ella parecía medio moribunda, pues seguramente la habría golpeado. Mirando fijamente a la abuela de Alexander, dijo:
—Te saludo, alado, me llamo Ruminanto Rezep, soy el Niju heredero del minotauro y he venido por orden expresa a quitarte la vida.
Ruminanto hablaba y hablaba mientras miraba fijamente con cara de satisfacción a la abuela de Alexander, era un ser tan patético que golpear a una señora mayor le alegraba.
—¿Y si vienes a por mí, por qué atacas a una débil anciana? ¿Acaso eres un miserable cobarde?
—La mujer esta me da igual, solo quería llamar tu atención.
—Tienes toda mi atención, cobarde.
Este último insulto acabó molestando a Ruminanto, giró la cabeza hacia la derecha para mirar fijamente a Alexander a los ojos, pero Alexander le propinó un puñetazo en la mejilla. La intensidad del golpe hizo que Ruminanto soltara a la señora mayor, mientras que Alexander la recogía al vuelo. El golpe fue tan fuerte que Ruminanto salió despedido atravesando la casa en la que vivía Alexander con su abuela. Y es que, para sorpresa de Alexandre, sus músculos aumentaron en tamaño y fuerza, sus sentidos se agudizaron y una extraña pero leve aura dorada emanó de él, no era, ni más ni menos, que la rabia que estaba invadiendo su cuerpo. Alexander llamó insistentemente a su abuelita, deseando en el fondo de su corazón que abriera los ojos, pero no había respuesta. Notó una fuerte presencia que venía de su lado izquierdo y reaccionando casi por instinto, salto hacia la derecha con su abuela en brazos, esquivando un tremendo puñetazo de Ruminanto que hizo un pequeño agujero en el suelo. Alexander dejó con suavidad a su abuelita apoyada en un gran árbol cercano, se puso en pie y una vez erguido, miró a su rival con odio y enfado, dispuesto a luchar. Era una sensación extraña para él, pues jamás había peleado pero su cuerpo vibraba con ansias de guerra. Sin mediar más palabras, Ruminanto empezó a correr en dirección a Alexander que esquivó sin problemas los tremendos puñetazos de su rival. Alexander lo golpeó nuevamente con fuerza en el pecho, y lo mandó a volar por segunda vez, lo que enfadó todavía más a Ruminanto que percibió que no podría cumplir su misión con tanta facilidad como había pensado. Este joven resultaba más duro de lo que le habían dicho, así que decidió que lo mejor sería optar por una estrategia más agresiva. Pegó un grito ensordecedor en un tono grave y muy feo que provocó el ladrido de los perros y asustó a todos los caballos y animales cercanos mientras su cuerpo empezaba a cambiar poco a poco, creció hasta unos dos metros y medio a la par que sus músculos se ensanchaban grandemente, y su piel se cubría de un espeso pelaje marrón como si se tratara de un animal. Unos cuernos dorados y puntiagudos sobresalían por encima de sus grandes orejas mientras sus ojos cambiaban de color, intercambiándose el color de su iris por el de su pupila. La tierra alrededor vibraba suavemente por culpa de la potencia que desprendía y miraba a Alexander con los ojos de un loco iracundo. Alexander se puso rápidamente en defensa por puro instinto pues ni el mismo comprendía las reacciones de su propio cuerpo. Ruminanto volvió a atacar de frente a Alexander que volvió a esquivarlo, como la vez anterior, pero esta vez su rival era mucho pero mucho más rápido que antes y no le dio tiempo a esquivarlo por lo que fue golpeado brutalmente haciéndole salir volando a gran velocidad y estampando su cuerpo contra una de las casas cercanas, con la suerte que estaba vacía en ese preciso momento, pero Ruminanto no había acabado todavía y se acercó velozmente a su rival, lo agarró del cuello con la mano derecha mientras con la mano izquierda le propinaba varias bofetadas con bastante fuerza, hasta el golpe que lo llevó al suelo, momento que Ruminanto aprovechó para colocar cada una de sus rodillas encima de los brazos de Alexander impidiendo a este moverse. Sin mediar palabra, propinó una feroz lluvia de golpes en el cuerpo y en el rostro de Alexander. Y es que Ruminanto ya se veía como el gran cazador que había conseguido dominar a su nueva presa, pero Alexander irguió las piernas en dirección al cielo y golpeó el suelo con tal fuerza que su abdomen se acabó levantando lo suficiente como para liberarse y liberarse de su rival. Acto seguido lo empujó y lo hizo retroceder violentamente. Ruminanto quedó asombrado de la resistencia de su presa, pero no tan alucinado como Alexander que miraba su cuerpo y se asombraba más cada vez, pues un par de rasguños y unos moratones era todo lo que había quedado después de tanto golpe. Esto provocó que la confianza de Alexander aumentara, y esa leve aura dorada que le cubría empezase poco a poco a brillar más y ser cada vez más visible e intensa por todo su cuerpo. Aunque, esta vez, Alexander no esperaría a volver a ser atacado y fue él quien inició el ataque a su enemigo, pensó en que debía alejar el combate de su madre y de las casas, y comenzó a golpear a Ruminanto seguidamente, primero en el estómago, seguido de un buen gancho a la barbilla que alzó varios palmos a su rival, para continuar con un golpe al hígado y otro golpe más en la cara que lo hizo caer de rodillas y allí le propinó una gran lluvia de puñetazos bastante rápidos, tanto que Ruminanto apenas podía moverse de su posición o defenderse bien. Y justo cuando más clara parecía la victoria de Alexander sobre su bestial enemigo, su majestuosa y portentosa aura dorada se desvaneció de golpe al tiempo que todos los músculos de su cuerpo volvieron al estado normal ipso facto. El cruel destino había girado las cartas y todo se ponía en su contra. Ruminanto se levantó esgrimiendo una cruel sonrisa de victoria. Y así fue,