En efecto, el escándalo era la forma preferida del nadaísmo –por demás exitosa– para expresarse, llamar la atención, hacerse propaganda. Presenciaste de cerca muchos de tales escándalos. Tú y John eran parte de una legión de jóvenes curiosos que terminaban el bachillerato o iniciaban la carrera, que celebraban sus ocurrencias, participaban en fiestas tumultuosas y los acompañaban en las largas sesiones de café. A veces, el espectáculo lo daba el propio John, con sus alardes de ajedrecista e hipnotizador. Por allí pasaron tu primo Iván, que acababa de abandonar sus estudios y mantenía una relación con una muchacha negra que estudiaba piano; Ricardo, quien iniciaba la carrera de Derecho en la Bolivariana. Ramón, un costeño que iniciaba la misma carrera en la misma universidad de donde luego fue expulsado por monseñor Henao Botero, y quien años después se convertiría en un conocido novelista. Y Juan Fernando, quien llegaría a ser industrial exitoso y hoy preside instituciones culturales de gran prestigio. Gonzalo Arango les daba la bienvenida. Como siempre estaba en plan de buscar adeptos, veía candidatos por todas partes. En tu caso, eras un simple curioso, que temías ser expulsado del colegio o del hogar o caer en una redada de la policía y, por eso, te escabullías cuando la marea se ponía pesada. Solo eran nadaístas en propiedad quienes tenían el valor de romper efectivamente con el establecimiento.
Una noche de tertulia estabas con Gonzalo y otros jóvenes en la cafetería del hotel Europa. Estaba también Ricardo, el estudiante de abogacía. El diálogo fue intenso sobre ciertas nociones del código civil, que Ricardo defendía y Gonzalo atacaba, afirmando que en Colombia no había justicia. No estaban consumiendo drogas ni licores fuertes; solo café y cerveza. Hacia las nueve te levantaste. Ricardo dijo que también salía; se despidieron y los demás quedaron en el café. Caminaste con él por Junín, hasta el parque de Bolívar (ambos vivían a pocas cuadras, pero en distintas direcciones) y de allí cada uno siguió para su casa. Esa noche te pareció especialmente deferente contigo y te fuiste con la sensación de que Ricardo era un tipo sensato, que no se dejaba seducir por el nadaísmo y que sin duda iba a ser un profesional exitoso. Al día siguiente la noticia fue demoledora. Ricardo se había suicidado. Vivía con sus padres en una casa de dos pisos en la calle Bolivia, a pocos metros de la catedral. Según la versión que llegó a tu conocimiento, la madre, cuyo cuarto estaba en el segundo piso, lo sintió llegar antes de las diez. Ricardo dormía en el primero. No habló con nadie. Cerró su habitación, se vistió para dormir, se cubrió la cabeza con la almohada y se disparó un tiro de revólver en la boca. Parece que la almohada ahogó el ruido; descubrieron el cadáver a la mañana siguiente. No había una nota, ni una carta de amor, ni rastro de drogas o sustancias químicas. A pesar de tratarse de suicidio, el funeral se llevó a cabo en la catedral, sin duda por la influencia y prestancia de la familia. La ciudad estaba consternada. Algunos afirmaron que tal era la consecuencia del “maldito virus del nadaísmo”. Asistieron las autoridades, parientes y amigos; tú entre ellos. En algún momento se te salieron las lágrimas. Tenías la certeza de que fuiste la última persona que lo vio vivo. Y no te explicabas qué pasó en el corto lapso que mediaba entre la despedida en el parque y el balazo. Todavía hoy te preguntas qué pasó.
La vida continúo y seguiste frecuentando a los nadaístas. Una noche, cuando la Gran Misión estaba en su apogeo, acudiste a una fiesta en Argentina con Sucre. La casa estaba desocupada, para arriendo. Gonzalo actuó como anfitrión y daba la bienvenida. Estaban los habituales, pero, al igual que en otras ocasiones, apareció gente nueva. Lo que importaba era que contribuyeran a la alegría y ambiente general, y que hicieran o dijeran algo novedoso. El caserón estaba en la penumbra y en un “tocadiscos” sonaban cantos gregorianos. En una ponchera mezclaron alcohol antiséptico con naranjada, porque entre todos no consiguieron con qué comprar una botella de aguardiente. Bebían en un pocillo que se pasaban de mano en mano y de boca en boca. Varias muchachas vagaban por los salones como sombras. Alguna pareja se besaba detrás de una puerta. Dos horas más tarde la fiesta llegaba al clímax: el gregoriano había dado paso al mambo y al rock and roll, las muchachas danzaban como locas, la marihuana había sustituido al alcohol. Entonces llegó la policía y te quedaste chiquitico en un rincón esperando lo peor. Pero Gonzalo hizo gala de histrionismo: les explicó a los agentes, sin dejarlos pasar de la puerta, que se trataba de un cumpleaños y que se comprometía a disminuir el volumen de la música y las expresiones de alegría. No sé por qué no se percataron del olor dulzón de las yerbas que inundaba el lugar. Una hora después te escapaste, vencido por la congestión alcohólica y el temor de que regresara la policía. A la mañana siguiente te enteraste del escándalo que luego llenó páginas y páginas en los periódicos: salieron al amanecer, encontraron una caja con botellas de leche fresca a la puerta de una tienda y se las bebieron, siguieron hacia el parque de Bolívar y, al pasar por la catedral, se cruzaron con los feligreses que llegaban para la primera misa. Entraron, se sentaron en las bancas más retiradas, y a la hora de la comunión acudieron a recibir las hostias. No las tragaron. Salieron al parque y allí las profanaron entre cantos y risas. El repudio en Medellín fue tan generalizado que a los pocos días Gonzalo y sus compañeros fijaron su residencia en Bogotá.
Los nadaístas hablaban, mejor dicho, pontificaban sobre lo divino y lo humano, pero carecían de formación intelectual y actuaban por impulsos y emociones. Las armas para atacar al establecimiento fueron la burla, la ironía, la blasfemia, no la lógica ni los argumentos. Repetían los lugares comunes del existencialismo, pero habían leído poco sus textos filosóficos. Conocían las novelas de Sartre, Camus y otros, pero las comentaban fuera de contexto y en forma anecdótica. Algunos se decían comunistas y citaban a Marx, pero desconocían sus escritos. Hablaban de poesía y hasta componían poemas, pero en esa época ninguno escribió un verso de calidad; ni un cuento o ensayo, ni una novela. Los textos que publicaban (en hojas sueltas, en folletos y, un poco después, en El Tiempo que, dándoselas de liberal y moderno, les abrió espacios) eran mal redactados, sin gramática ni profundidad y hasta con errores de ortografía, pues pregonaban que así protestaban contra la academia. Se trató de una manifestación local, teatrera y carnavalesca, en un país acosado de oscurantismo religioso que no lograba encajar dentro de las corrientes culturales del momento. Las vanguardias transformaron la cultura europea desde finales del siglo XIX y se difundieron por muchos lugares de Latinoamérica desde comienzos del XX. Aparecieron los Muralistas en México, el Teatro del Absurdo en Europa y la cultura beatnik y los hippies en Estados Unidos. Ninguno de estos movimientos tuvo influencia masiva en Medellín antes de 1965, ninguno dejó una huella importante en la cultura local.
Estas afirmaciones parecen contradecir lo que decíamos al comienzo de esta historia y por eso importa precisar algunos datos. Afirmábamos que a partir de 1920 soplaron aires de modernidad, que le permitieron a la ciudad cierto desarrollo industrial, comercial y cultural. Bajo la influjo de las vanguardias (agriamente combatidas por Tomás Carrasquilla en su momento) aparecieron en Medellín grupos de intelectuales que buscaron modificar las estructuras: Abel Farina, León de Greiff y demás compañeros del grupo de los Panidas (algunos de los cuales se vieron obligados a emigrar a Bogotá); luego, José Restrepo Jaramillo (con sus novelas y cuentos de corte moderno), Fernando González (con sus aportes filosóficos y literarios) y Pedro Nel Gómez (quien trasformó