Pero no es la única razón. A ésta se debe agregar el impacto de lo indio en la cultura mexicana en su conjunto. Su herencia se plasma en costumbres, actitudes y prácticas cotidianas comunes no sólo a los sectores indígenas de la población que han marcado profundamente la trayectoria económica de los últimos cinco siglos. A lo largo de nuestra historia moderna y contemporánea siempre han existido segmentos importantes de la sociedad que resisten con éxito las presiones al cambio, preservando sus modos de vida originales. Si en sus formas puras la Antigüedad ha desaparecido totalmente del escenario, sus restos espirituales, y a veces también los materiales, viven una vida larvada detectada en más de una ocasión sin ser plenamente reconocida. Para comprenderlos íntegramente, debemos reintegrar al caudal de nuestra historia los milenios de experiencia con la comunidad agraria, el Estado despótico, la actividad mercantil, las diferentes formas de propiedad privada y comunal, la intervención del tlatoani en la economía y la división de la sociedad en clases que precedió a la llegada de los españoles. Podemos decir, sin exagerar, que hasta hace tres generaciones, en la mente y el corazón de muchos mexicanos la continuidad pesaba tanto o más que las rupturas. No es casual que la Revolución mexicana produjera una reforma agraria cuyo núcleo haya sido la restauración del ejido y la comunidad. Sin duda, en algunas regiones importantes del país, esto sigue siendo cierto. Y al hablar de continuidad no hablamos sólo de "restos del pasado", sino también de estrategias de adaptación al cambio y la innovación que colocan a lo indio en el centro mismo de aquello que se ha dado en llamar Modernidad.2
El libro que el lector tiene en sus manos no es una historia general. Es una historia económica de los pueblos que habitaron lo que hoy es México y, por lo tanto, se ocupa de los procesos de producción, consumo y distribución mediante los cuales esas poblaciones produjeron y reprodujeron las condiciones biológicas y culturales de su existencia. Sus temas fundamentales son el trabajo humano y los recursos tecnológicos que determinan la relación con el medio físico así como la producción de bienes y su asignación. Sin embargo, ese proceso no puede ser separado de otras relaciones sociales ajenas al proceso de producción como son la estratificación de la sociedad en clases sociales, las funciones económicas del estado y los valores ideológicos y religiosos que sirven para conservar o transformar los sistemas económicos. Pero en esta obra abordamos a éstos sólo en la medida en que su examen se hace necesario para la comprensión del funcionamiento y la evolución de la economía.
No es casual que se haya producido una enorme cantidad de estudios económicos sobre la época posclásica de nuestra antigüedad. La historia antigua de México ofrece un campo riquísimo para la aplicación de los métodos de la antropología y la historia económica, porque ofrece fuentes relativamente recientes de inestimable valor para el estudio de la evolución humana desde la comunidad primitiva hasta las formaciones despótico-tributarias complejas sin contacto significativo con el Viejo Mundo.
1 Sobre el proceso que redujo la presencia del indio en las estadísticas contemporáneas de México, véase Carlos Basauri, La población indígena de México, t. 1, CNCA/INI, México, 1990, pp. 87-95.[regresar]
2 Sobre las estrategias de adaptación y lucha de los indígenas se han escrito innumerables libros. Como ejemplos destacados pueden citarse los de Antonio García de León (1985) y Evelyn Hu-de Hart (1984). [regresar]
Antropología económica e historia
LA MAYOR PARTE de la Antigüedad mexicana es prehistórica, es decir, no cuenta con registros escritos. Se vuelve protohistoria unos mil años antes de la llegada de los conquistadores y las verdaderas fuentes escritas no se multiplican sino en los últimos quinientos años, para luego ser destruidas casi por completo. La prehistoria, por su parte, depende sobre todo de la arqueología y aleja a los historiadores que se nutren de documentos escritos, y el estudio de las grandes civilizaciones del periodo clásico y posclásico tampoco podría prescindir de ella. Pero la arqueología sólo proporciona restos materiales que poco pueden decir sobre sistemas económicos, estructuras sociales y mundos espirituales. Cuando los arqueólogos no desean ir más allá de los hechos comprobados, sólo nos hablan de colecciones cuidadosamente catalogadas y clasificadas de huesos, raspadores y puntas de flechas, y, más tarde, de restos arquitectónicos, templos, cerámicas, tumbas, estelas y esculturas. Sin ellas, es verdad, no existe historia antigua. Los muertos neolíticos no pueden revivir para responder a nuestras preguntas apremiantes y es necesario contentarnos con lo que revelan sus obras materiales.
Para que todo aquello que han dejado tras de sí, imperecedero o de lenta desintegración, nos deje oír sus voces en medio del silencio que envuelve a su mundo ya desaparecido, es necesario recurrir a otras ciencias y cruzar sus datos con imaginación creativa. En el último medio siglo ha habido progresos sorprendentes y las piezas conocidas del inmenso rompecabezas —cada vez más numerosas— permiten tejer teorías y aventurar explicaciones. En el periodo de posguerra los arqueólogos descubrieron que otras ciencias podían aportar mucho a la arqueología prehistórica. La colaboración con geólogos, biólogos, matemáticos, botánicos y geógrafos permite estudiar la evolución de las culturas antiguas sobre el trasfondo de los cambios climatológicos y su influencia en el hábitat en los últimos 15 000 años. Los restos de polen permitieron conocer la flora y el clima de cada época y los huesos de animales crearon una posibilidad de inferir las actividades de subsistencia. Más recientemente, los enfoques cuantitativos en el análisis de artefactos, el mayor y mejor uso de las computadoras y la fotografía aérea o espacial han tenido un nuevo impacto en la arqueología.1
Pero más que ninguna otra ciencia, los avances en la etnografía (estudio de casos de pueblos primitivos aún existentes) y la etnología (estudio de esos pueblos en su conjunto) contribuyeron a desarrollar el método histórico que parte del presente para investigar el pasado. Fue Lewis H. Morgan (1818- 1881) quien por primera vez usó la etnografía para explicar la prehistoria (Morgan, 1969). Recurriendo a la analogía sostuvo que el estudio de las instituciones sociales de los indios sobrevivientes de América permitía comprender la larga historia que precedió en la Antigüedad clásica el surgimiento de ciudades, Estados y grandes civilizaciones. Aun cuando muchas de sus conclusiones se apoyaban en información empírica hoy superada, y su evolucionismo lineal está en desuso, fundó un método que hasta hoy sigue inspirando adhesiones, desarrollos y rechazos a títulos distintos y a menudo contrapuestos.
La confrontación de las evidencias y conceptos analíticos de la arqueología y la etnografía presenta aún problemas serios. Los arqueólogos se ocupan sólo de una parte de los restos materiales de sociedades extintas. Los etnólogos trabajan con información no material derivada de sociedades existentes, contaminadas por la Modernidad y el colonialismo. Es imposible, por tanto, evitar cierta incongruencia crónica entre los conceptos organizadores empleados por ambos. Y, sin embargo, con ayuda de métodos comparativos cada vez más modernos, los trabajos multidisciplinarios han prosperado considerablemente en las últimas tres décadas (Godelier, 1976: 279-335).
La antropología, nacida del encuentro del mundo capitalista con