México, 3 de noviembre de 2003
ENRIQUE SEMO
Agradecimientos
ESTA OBRA RECIBIÓ la ayuda de muchas personas. Durante los cerca de cuatro años que trabajé en su redacción, colegas economistas, antropólogos e historiadores discutieron algunos de los problemas que me inquietaban y expresaron su entusiasmo o escepticismo sobre la tarea emprendida. Ambos me fueron de gran utilidad. Los participantes del colectivo que redactaron los diferentes tomos de la Historia Económica de México, conocieron versiones iniciales del trabajo que discutieron en varias reuniones. Friedrich Katz, Eduardo Matos y Enrique Nalda leyeron todo o partes del manuscrito y aportaron minuciosas y sugerentes observaciones que contribuyeron a modificar algunas generalizaciones, corregir errores y rectificar omisiones. Naturalmente, la versión última del libro es responsabilidad única y exclusiva del autor. En el trabajo de recopilación de materiales, corrección y captura del manuscrito fue inapreciable la colaboración de mi ayudante, Mario Pérez Ríos. La Simón Guggenheim Memorial Foundation de Nueva York aportó el financiamiento de la investigación.
Señales en el camino
LO QUE LLAMAMOS HISTORIA antigua de México empieza con la aparición del hombre en nuestro territorio y termina con la llegada de los españoles y la destrucción de las culturas aborígenes. Tiene una duración de 22 500 años. Si se considera nuestra historia como continuado, la Antigüedad representa 98% y los periodos colonial e independiente el 2% restante. Cuando un futuro historiador escriba acerca de México, primero dirá que hubo 20 milenios de historia indígena. Durante ese largo periodo, los hombres que habitaban esas tierras fueron cazadores valientes, agricultores hacendosos, constructores de grandes ciudades y creadores de civilizaciones espléndidas y originales. En 1519 comienza una conquista europea que duró, en la parte central, menos de una década. Siguió luego una catástrofe demográfica que en un siglo aniquiló a la mayor parte de la población autóctona, mientras los españoles comenzaban a poblar la región. Pese a ello —continuará—, todavía en la primera década del siglo XVII había en la región, que entonces llevaba el nombre de Nueva España, unos 50 aborígenes (rebautizados con el nombre de indios) por cada español. Siguieron tres siglos y medio de mestizaje étnico y cultural —concluirá— en medio de una accidentada historia de la cual, hacia mediados del siglo XX, se consolidó una nación todavía bastante heterogénea que se conoce con el nombre de México.
Y, sin embargo, los mexicanos tenemos dificultades para reconciliarnos con la idea de esa continuidad. Llamamos a veces prehispánica a la historia antigua, como si hubiera habido 20 000 años de preparación para algo que sucedió en 1519. O bien, al referirnos a la "herencia indígena" pensamos sólo en el esplendor de las culturas antiguas, tal como las conocieron los españoles al llegar, y dejamos que el resto de su historia se hunda en un pasado ajeno e irrecuperable. La instantánea así obtenida es llamada "México en vísperas de la llegada de los españoles".
México fue integrado al mercado internacional a mediados del siglo XVI, pero en la mayor parte del país su población siguió siendo preponderantemente india durante tres siglos más. Los españoles no fundaron una colonia de poblamiento como los ingleses y holandeses en Norteamérica, quienes marginaron y eventualmente exterminaron a los pueblos indios. Forjaron un dominio sobre una sociedad formada por una amplia base indígena, coronada por una restringida cúpula española. En los siglos siguientes no se produjeron inmigraciones europeas o africanas masivas como en Estados Unidos, Argentina o Brasil. Pero —se dirá— admitiendo incluso que exista una deformación ideológica en nuestra visión de la relación entre historia antigua y moderna, entre lo indio y lo europeo, ¿cuál es el peso real de la Antigüedad en la historia moderna y contemporánea de México?
Comencemos con una suposición que nos coloca en la perspectiva adecuada. Si los españoles hubieran llegado montados sólo en el caballo de la guerra y su superioridad hubiera sido exclusivamente técnica y económica, México sería hoy, como dijo J. Klor de Alva (Thomas, 1992: 46), similar a la India o China. Después del contacto, millones de aborígenes hubieran continuado evolucionando, como lo habían hecho en el pasado, sin romper con sus tradiciones lingüísticas, religiosas y culturales. Como sucedió en China o en la India, habrían absorbido o aislado la limitada emigración del Viejo Continente y en algún momento se habrían sacudido la tutela colonial. Igual tendríamos, como los tenemos hoy, banqueros, tecnócratas, físicos, obreros metalúrgicos y "mil usos" mexicanos, sólo que hablarían náhuatl y otros idiomas indios a la vez que español y su manera de ser sería aun menos "occidental" de lo que es hoy. El continente americano y el mundo serían diferentes. Pero no fue así. Cortés y sus hombres llegaron cabalgando no en uno sino en los cuatro caballos del Apocalipsis, incluyendo el de la plaga. Y uno de los elementos que separaba a los habitantes de América de los europeos tuvo consecuencias fatales: la diferencia en el sistema inmunológico. Los aborígenes habían estado aislados durante milenios, mientras que los europeos adquirieron inmunidad a enfermedades infecciosas como el sarampión y la viruela que trajeron a México. El contagio, agravado por la explotación, la guerra y el hambre, ayudó a exterminar 80% de la población indígena. Los efectos de la plaga en América fueron mucho peores que los de la peste negra en Europa, siglo y medio antes, y destruyó toda posibilidad de conservación mayoritaria de las grandes poblaciones antiguas. Los aborígenes tampoco lograron salvar los aspectos más avanzados de su cultura, ligados en buena parte a sus elites, y como consecuencia cambió también la actitud de los españoles. La admiración y el respeto mostrados por Cortés y sus acompañantes ante la grandeza y originalidad de los logros indígenas se convirtieron en lástima o desprecio hacia una cultura que cedía en todo, aparentemente sin combatir. Descendiente de un pueblo que luchó durante siete siglos contra los moros por su independencia, la siguiente generación de emigrantes españoles sólo vio miseria y sumisión allí donde los conquistadores habían visto grandeza y dignidad (Keen, 1972: caps. 3-5).
Pero de ello no puede deducirse que los indios hayan representado un sector marginal en la población del México colonial e independiente. Según datos presentados por Elsa Malvido en su ensayo sobre la composición de la población, una década después de concluida la conquista había en Nueva España 2127 indios por cada ibérico. Medio siglo más tarde la relación era aún de 425 a 1.
Todavía a principios del siglo XIX los censos reconocen que más de 50% de los mexicanos eran indios, frente a 25% de españoles (incluyendo a los criollos) y otro tanto de mestizos. Además, como la distribución de los habitantes de origen ibérico era muy desigual, en muchas regiones la relación les era aún más desfavorable (véase el texto de Elsa Malvido de esta misma serie). Todavía para el primer tercio del siglo XX la presencia del indio es sustancial. El censo de 1930 registra 17% de población que habla lenguas indígenas. En dos estados, Oaxaca y Yucatán, representaban más de 50%, y en ocho más oscilaba entre 20 y 50%.1 Si a esto agregamos los sectores que habiendo perdido su lengua de origen seguían viviendo en comunidades, o bien aquellos que habiéndose integrado a la vida urbana mantenían lazos indígenas, alcanzamos