Desacompasamiento y bad timing
La historia de la política exterior en la región ha versado tradicionalmente entre la idea de autonomía (Briceño, 2014) y la inserción internacional; entre protegerse del otro exterior4 conformando proyectos unitarios y cooperando intrarregionalmente, y la idea de proyectarse al mundo usando la región como trampolín para mejorar el desarrollo y las capacidades propias definidas en virtud del interés nacional.
El regionalismo posliberal característico de los inicios del siglo xxi se fundamentaba en el rechazo a las lógicas imperantes en el neoliberalismo de los años noventa y a una apuesta colectiva por generar una mayor autonomía de la mano de mecanismos regionales suficientemente representativos e inclusivos (Celac) y multidimensionales y con agendas sectoriales (Unasur). Así, mientras los principales actores internacionales, la Unión Europea y Estados Unidos, propugnaban acuerdos regionales (ya fuera vía alca o vía Asociación Birregional ue-lac), gran parte de la región apostaba por explorar posibilidades autóctonas de desarrollo endógeno a pesar del reconocimiento explícito de un modelo económico basado en la exportación de commodities. De hecho, tanto la ue como Estados Unidos, ante las dificultades en sus respectivas negociaciones con la región, adoptaron estrategias indirectas de bilateralización selectiva de relaciones. En el caso estadounidense a través de acuerdos de libre comercio con los países más inclinados a esta estrategia (Chile, Colombia) y en el caso europeo a través de Partenariados Estratégicos como los signados con Brasil y México.
Esta contraposición de prioridades de política exterior es relevante, pero lo paradójico será la falta de timing a la hora de acometer la recíproca inversión de estrategias, concluyendo por tanto en una nueva divergencia o desacompasamiento. Así, frente a la creciente desafección de las clases medias en los países del Norte global, agudizada por las acuciantes desigualdades a la hora de abordar respuestas a la crisis financiera global originada en estos países desde 2008, asistimos tanto al ascenso de discursos políticos nacionalistas, como a una retórica proteccionista en lo comercial, securitizadora en lo político y racista en lo sociocultural. Solo desde esta óptica se explican sucesos como la victoria electoral de Donald Trump, el Brexit y otros fenómenos menos mediáticos, pero que también se nutren de los miedos a un mundo abierto, global y multilateral.
Simétricamente, asistimos en América Latina a un proceso paralelo en la dirección opuesta. Tanto la preferencia de Macri por la candidatura de Hillary Clinton en aras de una apuesta por el multilateralismo, como las invitaciones de Peña Nieto y de Temer ofreciendo sus países como destinos privilegiados para las inversiones extranjeras como estratégicos socios comerciales, evidencian el giro de política exterior hacia una apuesta por una mayor inserción internacional en un mundo que, paradójicamente, ya no quisiera integrarse en demasía. O para ser más preciso, serían las economías emergentes, tales como China e India, las que propugnarían esa suerte de multilateralismo y aperturismo comercial en detrimento de los que históricamente sacaron un mayor rédito de ese diseño del comercio internacional: Estados Unidos y la Unión Europea5.
En última instancia, este desacompasamiento de políticas exteriores se resumiría en la divergencia entre intereses y valores opuestos: por un lado, los que adoptan la narrativa del proteccionismo comercial y la seguridad nacional vinculada a una visión material y tangible de las amenazas globales; por otro lado, los que han apostado —frente a esa creciente corriente imperante— por la inserción internacional mediante el multilateralismo y la confianza en las bondades emanadas de un mundo interdependiente.
Multilateralismo y transregionalismo6
Como ya se ha mencionado, en los últimos años asistimos a un aparente cambio de ciclo tanto por razones particulares en el interior de muchos de los Estados latinoamericanos, como por la propia coyuntura internacional. Así, la finalización del ciclo de precios altos de las materias primas y de las incertidumbres generadas en el seno de la Unión Europea, unida a los nuevos derroteros en política exterior adoptados por los nuevos gobiernos latinoamericanos donde se aúna crisis económica y desafección política —con el caso paradigmático de Brasil como referente—, nos llevan a un replanteamiento de los objetivos y las fórmulas de inserción internacional. Es ahí donde surge con fuerza el actual desgaste del regionalismo posliberal a la par de la desconfianza en la posibilidad de destrabar el multilateralismo vía Organización Mundial de Comercio (omc), motivando con ello una renovada apuesta por el transregionalismo y la participación en acuerdos megarregionales.
De manera inédita en la historia reciente, una gran crisis económica internacional —como la que tuvo su origen en Estados Unidos en 2008 y se extendió de forma especialmente virulenta por la Unión Europea— tuvo un reducido impacto inicial en los llamados países emergentes. En ese sentido, la región de América Latina y el Caribe mostró diferentes caras en relación con las repercusiones de la crisis dependiendo de quiénes fueran sus principales socios internacionales y su específico modelo productivo. Dado que a pesar de las evidentes simplificaciones que conlleva una visión general de trazo grueso agruparon tanto a México como a la región centroamericana, sufrieron severamente en primera instancia los efectos de la crisis, debido a su estrecha vinculación con la economía estadounidense vía tlcan-nafta. Por su parte, la región del Caribe ha presentado diferentes matices, aunque en general la especial vinculación con la Unión Europea le ha granjeado los efectos colaterales de la propia crisis europea, ensimismada en sus propios problemas domésticos aparte de los externos.
En un segundo grupo, los países suramericanos en su conjunto se vieron favorecidos por el viento de cola que suponían los altos precios de las commodities en el mercado internacional y el ascenso de los llamados países emergentes, principalmente de la mano de los brics y, más en concreto, de la demanda china. Sin embargo, el patrón comercial basado en la exportación de productos con poco valor añadido ahondó una creciente dependencia de un actor que cobró cada vez mayor relevancia en la región: China. De este modo, aunque los primeros años de la crisis financiera internacional iniciada en 2008 eludieron los problemas económicos sin mayores complicaciones, la posterior reconversión de la economía china de exportadora de bienes baratos a productora de bienes con valor añadido y centrada en alimentar su mercado doméstico sí ha generado un efecto dominó, en virtud del cual no solo se ha reducido el monto de sus exportaciones, sino que además se ha dificultado la recepción de inversión extranjera directa, generando estancamiento económico a la par de una creciente desafección política.
Esta última variable venía ya alimentada por una corrupción endémica y una falta de transparencia, pero se ha agudizado en la medida en que las nuevas clases medias han demandado servicios públicos acordes (transporte, salud, educación, etc.) sin que estas aspiraciones se vieran satisfechas. Esta brecha entre altas expectativas y magros resultados —abonada por el hecho de que se han reducido los recursos materiales al mismo tiempo que decrecía el crédito y capital político en los gobiernos elegidos democráticamente— ha generado una suerte de tormenta perfecta en la que asistimos a sucesos que bordean peligrosamente el marco democrático —ya sea Brasil o Venezuela, por poner dos ejemplos— y unos escenarios donde asistimos a índices récord de desaprobación y falta de respaldo de sus gobernantes, como es el caso de Paraguay, entre otros.
El interregionalismo y los megabloques comerciales
De la mano de la globalización y la regionalización en los años noventa, hemos asistido al auge de lo que ha venido en llamarse nuevo interregionalismo. Basándonos en la obra de Hänggi (2006), podemos distinguir tres categorías: (a) interregionalismo puro, cuando la relación es entre grupos regionales, como en el caso de las relaciones Mercosur-Unión Europea; (b) transregionalismo, cuando los Estados participan en estos acuerdos a título individual, como ocurre