Este suceso reflejó de forma muy gráfica la franca oposición entre dos maneras de insertarse en el mundo y de desplegar los instrumentos de política exterior. Por un lado, Estados Unidos intentaba encarnar el liberalismo, el aperturismo y el multilateralismo en el mundo, máxime tras el revés diplomático mundial impulsando una guerra ilegal en Irak al no contar con el respaldo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Así, fomentaban un creciente transregionalismo económico con la intención de promover elementos de integración negativa (eliminación de aranceles y barreras que favorecieran su proyección comercial), obviando la integración positiva (creación de institucionalidad y mecanismos para promover la coordinación de políticas comunes).
Por el otro lado, tras la profunda crisis mercosureña de 1998-2002 y el evidente desengaño de las bondades del regionalismo abierto basado en la liberalización económica, unos nuevos presidentes suramericanos convergen y coinciden en la necesidad de redefinir las prioridades del proyecto regional, tal y como Kirchner y Lula evidenciaron en el Consenso de Buenos Aires (2003), así como el rol de la región en el mundo. En este sentido, surgirán nuevas iniciativas regionales (Unasur, alba, Celac) y se resignificarán las ya existentes (como el Mercosur), incluyendo agendas ampliadas y multidimensionales, que trascienden la integración estrictamente económica y que enfatizan el retorno de la política y del Estado en detrimento de los mercados. Al hilo de este regionalismo posliberal (Sanahuja, 2007), se pondrán en práctica experiencias neodesarrollistas que limitan el aperturismo comercial y derivan en sesgos proteccionistas con el afán de salvaguardar la industria local.
A modo de síntesis, podemos subrayar que el ciclo del regionalismo posliberal en Latinoamérica, coincidente con el ciclo de altos precios de commodities en el mercado global (2003-2013), se caracteriza por una prioridad neodesarrollista y proteccionista en lo económico comercial. Aunque al mismo tiempo, se aspire a una mayor proyección geopolítica como pudieran evidenciar las dos administraciones de Lula da Silva que, por medio de mecanismos de cooperación Sur-Sur, la pertenencia a foros de gobernanza global como los brics y el liderazgo en misiones de Naciones Unidas y organismos internacionales, entre otras estrategias de soft power, proyectan a Brasil como un aspirante —no exitoso— a global player (Caballero, 2015; Malamud, 2018b).
Inversión recíproca y simultánea de estrategias
Este desacompasamiento se va a invertir recíproca y simultáneamente desde los años 2015-2016. En lo que respecta al ámbito latinoamericano, el fin del ciclo de bonanza económica va a tener un efecto demoledor para el conjunto de la región dada la reprimarización de las exportaciones que se había llevado a cabo (Sanahua et al., 2017). Las consecuencias económicas, unidas a la creciente desafección política (encarnada en los numerosos casos de corrupción) y a las legítimas demandas de una amplia y empoderada clase media, provocarán un tsunami político en lo que algunos explicarían como el recurrente péndulo ideológico en el devenir latinoamericano.
A raíz de estos fenómenos, tendrán lugar dos importantes eventos coyunturales, pero con implicaciones que van más allá de lo episódico: el impeachment de Dilma Rousseff en Brasil y la victoria de Mauricio Macri en las presidenciales argentinas. En ambos casos, en el lapso de menos de un año (entre finales de 2015 y mediados de 2016), asistimos en ambos países a cambios en la jefatura de Estado que, lejos de ser meramente coyunturales, se entroncan con un marco estructural de mayor recorrido. Por tal motivo, independientemente del escaso margen de maniobra y capacidad de agencia que pudieran ostentar los nuevos inquilinos de la Casa Rosada (Mauricio Macri) y del Palacio del Planalto (Michel Temer), sus respectivas apuestas de política exterior pragmática y supeditada a la consecución de una agenda económico-comercial trasciende sus propios gobiernos. Así, ya durante el segundo mandato de la presidenta Rousseff, la ambiciosa política exterior de Lula da Silva (2003-2010) y la inercia que se mantiene en el primer mandato de Rousseff (2011-2014), se tornará en una cierta desidia de Itamaraty por la falta de liderazgo y energía presidencial (Burges, 2018).
Tras el periodo de larga continuidad y proyección internacional del carismático ministro de Exteriores brasileño Celso Amorim (2003-2010), las rápidas sucesiones de Patriota (2011-2013), Figueiredo (2013-2015), Vieira (2015-2016), Serra (2016-2017) y Nunes (2017-) denotan tanto la falta de una coherencia de política exterior como un perfil de ministro principalmente centrado en que la política exterior pudiera mitigar el aislamiento comercial de Brasil y revertir la tendencia a la recesión económica. Al mismo tiempo, la diplomacia brasileña proyectará desde Itamaraty un inédito bajo perfil internacional que pudiera minimizar el pernicioso efecto que los casos de corrupción infligían a la imagen de Brasil en el mundo, máxime cuando el país se presentaba en el escaparate internacional de la mano de las Olimpíadas y la Copa Mundial de Fútbol (Caballero, 2018).
Con características muy diferentes, pero en una dirección similar, podemos analizar el contexto argentino. Tras el largo mandato presidencial de Cristina Fernández (2007-2015), al que aquí le podríamos agregar el de su marido Néstor Kirchner (2003-2007), la política exterior argentina se caracteriza por una suerte de desconexión del mundo tanto por el previo default económico, como por el patrón de inserción internacional del periodo signado por una suerte de neodesarrollismo proteccionista y la búsqueda de nuevos socios extrarregionales (China, Irán, Rusia) en contraposición a los tradicionales (Europa y Estados Unidos). Así, más allá de la derrota del peronismo en las elecciones presidenciales de 2015, incluso desde el entorno del candidato oficialista, Daniel Scioli, se avizoraban propuestas de cambio del rumbo económico y la necesaria eliminación de un modelo de inserción internacional ya exhausto.
Finalmente, la victoria de Mauricio Macri y su asunción presidencial en diciembre de 2015 se enmarca en un doble eje: por un lado, el reenganche con el mundo occidental de la mano de la entonces ministra de exteriores, Susana Malcorra, antigua jefa de gabinete de Ban Ki-moon en la Secretaría General de Naciones Unidas; y por otro lado, la reinserción en una economía globalizada con la aspiración de ser presentado como un país normal, esto es, un país con un marco jurídico donde poder invertir de forma segura. Esta idea de previsibilidad jurídica y garante de la inversión extranjera directa se presentará en contraste con el anterior periodo presidencial (recuérdese por ejemplo la expropiación de ypf en 2012) y se sobredimensionará con hechos como la presidencia temporal argentina del fmi y la celebración del G20, siendo ambos escaparates mundiales para ser concebido como nuevo adalid del multilateralismo y el liberalismo económico.
Sin embargo, estas políticas exteriores pragmáticas y eminentemente economicistas desplegadas desde Brasilia y Buenos Aires, y con una reducida agenda presidencial3 y de capital político, se han visto confrontadas con la retórica estadounidense sobre el proteccionismo y las guerras comerciales. Aunque pareciera que los gobernantes de los dos principales países suramericanos aspiraran a retrotraerse a un tiempo pasado en el que Estados Unidos (y la Unión Europea) buscaban socios comerciales fidelizados en las bondades del aperturismo comercial y la liberalización económica, esos tiempos ya no están más ahí. Por el contrario, tal y como se constató en el Foro de Davos de 2017, el presidente chino Xi Jinping paradójicamente se erige en estos tiempos como el principal promotor global tanto de la lucha contra algunos desafíos globales (por ejemplo, la contención del cambio climático), como la promoción del multilateralismo y la liberalización económica.
No es este un tema menor dada la creciente tendencia al transregionalismo à la carte o a la globalización selectiva (Caballero,