Cuando despertó ya era de noche. Había vuelto a soñar con aquel atardecer en el barco, pero ya estaba acostumbrada y no le daba miedo. Eso era algo que también le debía a Marisol Promesas: ella fue quien le enseñó que, cuando un recuerdo es imborrable, vivir atormentada por él es peor que la muerte. «Tu mente solo sobrevivirá a esto si aprende a convivir con el recuerdo de lo que hiciste. No debe haber culpa en ti y lo sabes. Mírate a los ojos: ¿son los de una asesina? ¡No! Son los de una superviviente. O tú o él, pero no los dos, te lo dijo bien claro. Es normal y humano que sientas que quizá debiste darle otra oportunidad. Esa era su baza, su as en la manga, el prometerte cambiar, el jurarte que todo aquello era amor. Mírate a los ojos: ¿eres la misma que antes de que él pasase por tu vida? Te robó tu futuro, te lo quitó todo para que solamente respirases para él, y cuando tuvo el convencimiento de que no lo harías decidió que no merecías vivir. Tu amante no estaba enfermo y tú jamás habrías podido curarle. El recuerdo volverá a tus sueños muchas noches, lo hará durante toda tu vida. Pero realmente él no está, ya no puede hacerte daño. Si no aprendes a verle como una sombra inofensiva no sobrevivirás a esto. Y amiga, con todo lo que has luchado, con todo lo que has sufrido, mereces salir victoriosa. No se puede vivir sin dormir, Madame Maréchal». Para entonces ya llevaba más de un año en España y no había logrado conciliar el sueño más de tres horas seguidas desde la muerte de Bertrand. Estaba enloqueciendo, tenía horribles pesadillas, grandes bolsas cárdenas bajo los ojos y los nervios destrozados. Él la perseguía después de muerto, la llamaba asesina, le gritaba que la amaba, que siempre la amó y que cuanto hizo fue por no perderla. Y Jacque, la gran Jacqueline Duvalier, ahora Madame Maréchal merced a los papeles falsos que Sonia le proporcionó, alcanzó a pensar que se había precipitado. Que Bertrand pudo cambiar y ella no le dio tiempo. Que los enfermizos celos de él los provocaba ella inconscientemente, que debió mejorar para él, que la culpa de que todo entre los dos se hubiese podrido era suya. Por fortuna llegó Marisol, con sus largas conversaciones, su calmo abrazo y su capacidad de hacer que los demás pensasen con claridad, sin tener el discernimiento condicionado por la emoción que obnubila, el miedo que acobarda o el dolor que atenaza. A su lado todos los contornos se dibujaban y las realidades se veían con extrema evidencia. Las realidades y también las soluciones. «Ay, amiga. Me llamaron para ayudarte y fuiste tú quien me salvó la vida. ¿Quién carajo decidió que tú debías morir antes que yo? Te voy a añorar demasiado. ¡Merde de vejez! ¡Me está haciendo faltar a mis propios juramentos!», se quejó mientras se secaba de nuevo las lágrimas.
La anciana Jacqueline comenzó a echar de menos a Marisol de repente; no era lo mismo saber que estaba ahí para poder llamarla en cualquier momento que constatar que esa posibilidad se había esfumado de pronto. No habían hablado en diez años, pero mantenía fresca en la memoria su última conversación. Después el tiempo fue pasando, la rutina y la calma se adueñaron de su vida y se dejó mecer por ellas. Ya no había llamadas de madrugada ni movilizaciones a escondidas. Ya no salía a toda prisa y casi con lo puesto, ya no se repitieron aquellas locuras de documentaciones falsas, de búsqueda de nuevas ubicaciones, de esquivar a la policía y reclutar mujeres válidas para la lucha. Era tan agradable descansar, cuidar del huerto, modelar el barro y ver pasar los días… Ella fue más valiente, desde luego. Ella no dejó de trabajar hasta el último momento. Ni ella ni sus hijos. «Esos chicos, qué grandes, maldita sea. Dignos de una madre como ella. A veces Dios, o quien diablos mande en este tinglado de mundo, sabe lo que se hace. Aunque en ocasiones haya que ayudarle un poquito», murmuró mientras sacaba una botella de pacharán para servirse un dedal de licor.
La llamada de la agente de viajes interrumpió sus pensamientos. Aquella voz alegre y juvenil le recordó la suya propia, la que tenía antes de Bertrand.
—¿Madame Maréchal? Soy Patricia Ruiz, de Viajes Sextante —anunció la voz sonriente.
—Sí, dígame, soy Jacqueline Maréchal.
—¿Tiene papel y bolígrafo para anotar o desea que le mande por correo electrónico la información?
—Anotaré, señorita Ruiz. Esos inventos modernos son para jóvenes como usted. La mayoría de viejas como yo nos manejamos mejor con el lápiz que con el ratón. Con honrosas excepciones de las cuales yo no soy un ejemplo, dicho sea de paso. Dígame, ¿cómo ha organizado mi viaje?
Después de apuntar cuidadosamente los horarios, el código de su vuelo y la clave para la facturación, colgó el teléfono y buscó en la agenda el número de Arancha. Con un poco de suerte, cuando su avión aterrizase en el aeropuerto de El Altet, en Alicante, ella estaría allí, con su cola de caballo, sus ojos convertidos en ranuras por la amplitud de su sonrisa, y su coche para llevarla a Calpe sin necesidad de coger un autobús. Miró el plan: taxi de Ondarroa a Deba, tren hasta Bilbao, autobús al aeropuerto de Sondika, el vuelo… Le dio un poco de vértigo pensar que algo pudiese fallar en todo aquel itinerario. «Si pierdo el avión ya no llegaré a despedirla. Igual da, ella sabe que no me gustan los funerales, si no me ve allí lo entenderá. Le dimos esquinazo a la muerte una vez, amiga, pero al final la putain osseuse1 te encontró. No tardará mucho en encontrarme también a mí». Y se sirvió un nuevo dedal de pacharán mientras esperaba oír la voz de Arancha al otro lado del hilo telefónico.
El resto del tiempo hasta la hora de la cena Jacqueline se ocupó en hacer una lista. No quería olvidarse de ningún detalle y su memoria ya no era la misma de antaño, cuando aprendía complicadas partituras en tiempo récord para interiorizarlas, pasarlas por el «tamiz Duvalier» y dejar después que fluyesen desde su sensibilidad hacia sus dedos, al arco y a las cuerdas de su amado violín. Una pieza en sus manos era algo diferente y único, distinto de lo que aparecía escrito en el papel pautado. Ella convertía las notas en alondras que volaban desde sus manos hacia los auditorios, llenos para escucharla. Ella, tan menuda, tan pequeña, se hacía grande acariciando el violín. Ella, la gran Jacqueline Duvalier que recibía ramos de rosas por docenas tras cada concierto, que tuvo pretendientes a cientos, se dejó ganar por un ramo de exóticas orquídeas de color azul con una nota que decía: «Usted ha cambiado mi vida con su música. Déjeme cambiar la suya con mis besos. B.C.» Cuando leyó semejante atrevimiento anotado con letra alargada y muy inclinada hacia la izquierda en aquella tarjeta soltó una carcajada, tiró la cartulina a la basura y se llevó las flores a casa. Fue en París, tras un recital. Pero recibió similares ramilletes con una nota igual después de actuar en Lisboa, una semana más tarde en Milán y luego en Estocolmo y Viena. El caballero de las orquídeas no se perdió una sola actuación de toda la gira por Europa, de modo que, al volver a París, Jacqueline aceptó recibirle. Tan rendida admiración y semejante gasto tenían que venir de alguien muy especial. Sentía curiosidad por ponerle cara al dueño de aquellas iniciales: B.C. Y también a ella, como al gato del refrán, la mató la curiosidad.
Anotó en su lista: «Regar el huerto y los rosales». La televisión había dicho que no llovería en los próximos dos días, de modo que antes de irse debía dar de beber a sus plantas. «Dejar comida y arena al gato». Si no, el pobre Gastón iba a pasar un poco de hambre, circunstancia a la que el gran felino de rayas anaranjadas, que le servía de confidente y compañero, no estaba acostumbrado. Era, de hecho, una mole peluda y perezosa que dormitaba en el sofá casi todo el día; si veía pasar algún ratón no hacía ni el gesto de ir a por él, pero en realidad Jacqueline no lo tenía consigo para que le mantuviera el caserío limpio de roedores, sino para no sentirse del todo sola. Además, en algún lugar había oído que los gatos detectan a los fantasmas que rondan a las personas, y tenerlo cerca hacía que se sintiese protegida por un guardaespaldas de cuatro patas: si a Bertrand le daba por aparecer, Gastón la avisaría a tiempo y podría defenderse. «Poner rosas frescas a Sonia», un ritual al que no había faltado desde que guardaba las cenizas de aquel ángel en el jardín. El día que le dijeron que esa amiga tan querida viajaba en uno de los trenes de