Deambuló por el caserío como perdida. «Las mujeres como Marisol deberían ser eternas, maldita sea, con la falta que hacen todavía en este mundo», pensó mientras marcaba el número de teléfono de su agente de viajes. El desplazamiento hasta Alicante era una dura prueba para sus octogenarias posaderas, así que tomaría el tren hasta Bilbao y desde allí un vuelo. Impensable, como en anteriores ocasiones, emprender semejante viaje de otro modo. Había hecho aquel trayecto docenas de veces, de noche, de día, en tren, en autobús y en automóvil, y por mucho que hubiesen mejorado autovías y líneas férreas en el tiempo que llevaba sin recorrer la distancia entre su casa y la de Marisol, la posibilidad de someter a su caduca anatomía a una paliza de ese calibre ni siquiera se le pasó por la imaginación.
Desde luego, aquello no era lo que debía ser. Siempre pensó que sería ella la primera en partir: era mayor, no tenía hijos que la echasen de menos, y así como Marisol había muerto aún en la lucha, ella la había abandonado años atrás, concretamente el veintiocho de diciembre de 2004, justo el día en que se aprobó la ley orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género. Ese día eligió bajarse del barco, en parte porque pensó que ya había armas legales suficientes como para que aquella monstruosidad que tantas veces había visto, en carne propia o ajena, pero casi siempre en carne de mujer, pudiera combatirse con eficacia. Y en parte también porque se encontraba muy, muy cansada. Terminó hastiada de clandestinidades y secretos, de mensajes en clave, de triquiñuelas legales, papeles falsos y noches en vela, y pensó que ya la guerra estaba ganada. Tardó poco en darse cuenta de que se había equivocado, pero no quería esperar la muerte en la trinchera sino tranquila en casa, como una veterana soldado con su cupo de combates completo y el pecho lleno de medallas. Medallas en forma de flor. Girasoles luminosos y brillantes, tantos como para haber perdido la cuenta.
Había elegido aquel lugar para vivir un tiempo después de llegar a España, y lo había hecho por múltiples razones. Algunas seguían vigentes en la actualidad, como el hecho de que aquel entorno rural vizcaíno era lo más parecido a su Bretaña natal que había encontrado en suelo español, y la consolaba de la nostalgia que pudiese sentir. También porque allí la gente era poco amiga de hacer preguntas y de meter la nariz en asuntos ajenos, los muros eran gruesos y la lluvia mantenía a los vecinos en sus casas gran parte del tiempo. Así ella podía vivir con una cierta tranquilidad. De aquel viejo caserío le gustaba el huerto, donde todavía tenía fuerzas para plantar coles, pimientos, lechugas y puerros. Y le gustaban la hiedra y el manzano, y el jardín lleno de hortensias azules y macizos de calas blancas, y los rosales, y el gallinero. Barcelona, en cambio, había sido harina de otro costal: cuando llegó a la Ciudad Condal, recién huida de Francia, se encontró demasiado extraña, demasiado extranjera. Sus calles no le ofrecían la serenidad de París ni el aire indómito y marinero de Brest. Allí no se sentía en casa ni tampoco segura: alguien podía reconocerla, aunque dudaba que hubiesen encontrado el cadáver de Bertrand. Él había sido muchas cosas, pero no estúpido; su plan para acabar con ella y ocultar el cuerpo estaba calculado al detalle, sin dejar cabos sueltos. Jacque solo tuvo que volverlo en su contra.
Nadie se había extrañado de que alguien como ella comprase el caserío de los Yrurtzun y se trasladase allí sola: muchos vascos vivían en suelo francés y muchos franceses lo hacían en suelo vasco, no era nada fuera de lo normal. La gente de por allí la tenía por una especie de artista rara y medio loca que escuchaba discos de música clásica y hacía esculturas de barro para procurarse el sustento, ¡qué ingenuos! El horno de alfarero que dormía en el cobertizo la hizo escultora, porque cuando llegó no había trabajado con barro más que como aficionada. Aunque claro, un artista siempre es un artista, y ella lo era: hasta la irrupción de Bertrand en escena, su existencia había bailado siempre sobre las cuerdas del violín. Después de él, teniendo por necesidad que empezar de cero, podía haber elegido cualquier otro oficio, pero la idea de trabajar en casa le vino de repente al ver aquel horno, con su boca tiznada y su aspecto de vientre de ladrillo listo para preñarse de todo lo que su imaginación quisiera engendrar. Era ideal y le permitió también justificar los frecuentes viajes que tuvo que hacer debido a su «otra» actividad. Porque Jacqueline había venido a España para esconderse de la justicia francesa, pero terminó desafiando a la justicia española también. Todo con tal de evitar que otras mujeres se vieran obligadas a elegir entre convertirse en homicidas o en carne de morgue. Ninguna, ni de este lado de los Pirineos ni de aquel ni de ningún otro lugar, debería verse nunca en la tesitura de tener que matar para no morir.
La luna del armario, en su dormitorio, le devolvió su propia imagen mientras metía en la maleta, que esperaba abierta sobre la alegre colcha de la única camita que había en la habitación, el neceser y el secador de viaje. Se miró un momento, la corta melena blanca y alborotada, las orejas pequeñas con los mismos dormilones de coral rojo que llevaba siempre, los ojos de color café tostado llenos todavía de brillo. Ella era vieja, pero su mirada no. Nunca fue muy alta y su menuda estatura había mermado con la edad, haciéndola sentir casi pigmea. Una pigmea alba y caduca, aunque con los ojos jóvenes, una especie de manzana Golden seca y arrugada, pero sana y con buen sabor. Si se miraba fijamente el fondo de las pupilas aún podía soñarse en los años en que, vestida de negro y con traje largo bordado de lentejuelas, pisaba los escenarios de París, Nueva York, Berlín o Buenos Aires con su violín entre las manos, vibrando con él, meciéndose poseída por la música de los más grandes compositores y recibiendo aplausos. Después de aquello jamás se volvió a poner una falda y jamás volvió a vestir de negro. Si no había violín, ni los trajes de noche ni la elegancia tenían sentido en su vida. Adoptó el pantalón como único atuendo y una bata azul oscura como uniforme de trabajo.
«Jamás, jamás, jamás. Llenaste mi vida de jamases, maldito cabrón. Bien te encargaste de que nunca pudiese olvidarte. Ni siquiera ella pudo borrar tu huella en mí. Todavía no entiendo cómo te di permiso para condenarme de esta manera, y aún entiendo menos a todas las Jacquelines que hoy en día dan licencia a sus Bertrands para disponer de su vida y de su muerte. Entonces no sabíamos nada, pero esta juventud, tan lista y tan preparada, sigue sin saber un carajo. No sé para qué hemos trabajado tanto, vieja amiga, tú con tus peluquerías, yo al frente de la Organización. No entiendo que hayamos expuesto el pellejo tantas veces y que no haya servido para que esto acabe». La soledad y la vejez hacían que Jacqueline hablase sola. Divagaba durante horas, cada vez más a menudo, hablando con los vivos ausentes, con los muertos presentes y con todos sus fantasmas, que eran muchos. Por fortuna en aquel lugar todo el mundo tenía secretos, oscuros en su mayoría, de modo que los suyos estaban a salvo.
Cerró la maleta y bajó lentamente la escalera para dejarla en la entrada. Tendría que hacer venir un taxi: ya no era capaz, como cuando joven, de ir hasta la estación a pie. Antaño lo hacía con los bocetos en una carpeta, las maquetas de sus esculturas en un estuche, una bolsa de viaje y el paraguas, y podía con todo. «Merde, maldita vejez», masculló de nuevo. En los últimos tiempos esa frase era como un mantra para Jacqueline, que se sintió de pronto muy cansada. Llevaba casi una década sin ver a Marisol y aquella invitación había hecho que toda la ausencia le cayese encima súbitamente. Debió hacer por verla desde lo de la ley. La había llamado aquel día para decirle que con aquello terminaba su etapa como jefa de la Organización y, como era veintiocho de diciembre, Lauro, que fue quien atendió el teléfono, pensó que estaba de broma. «No, hijo. Anda, dile a tu madre que me llame cuando llegue, necesito decírselo yo misma, ya está bien de mensajeros». ¿Por qué había sido la última conversación entre las dos si se debían casi la vida la una a la otra? No lo sabía y estaba demasiado cansada para pensar. Quizá era mejor que subiera a acostarse un rato.
Quitó la colcha de su camita para cubrirse; en aquella zona hasta en verano había que taparse un poco. Sus huesos añosos padecían de alergia al frío. No había querido, desde el principio, tener una cama más grande porque no pensaba volver a compartir