—Hola, guapo. ¿Qué tal te han ido los negocios hoy?
—De cojones, rapaza. Vamos arriba y pórtate bien que a lo mejor te doy propina. Y dile a tu jefa que no me eche tanta agua a los whiskies, que no estoy tan mamado como para no darme cuenta de que siempre trata de estafarme.
Después hundió el hocico en el escote de Mencía mientras esperaba a que otro cliente dejase una de las camas libres.
Cuando salió de El Cisne se puso de nuevo al volante de su coche para ir a casa. Debían ser más de las nueve de la noche y llovía con fuerza. Laura seguramente tendría la cena ya preparada. Apenas se tenía en pie cuando llegó; la esposa había acostado al pequeño Nacho, que aún no andaba, y se había sentado a esperar a su marido. Tenía hambre, pero no se habría atrevido a cenar antes de que llegara él, aunque fuese a una hora indecente; la última vez que lo había hecho se había ganado un castigo difícil de olvidar. Aquella fea noche de escalofriante recuerdo también había bebido, venía con la bragueta abierta y el pelo revuelto, eran más de las doce y ella, cansada de esperarle, había cenado y se había acostado. Estaba ya tan avanzada en su embarazo que apenas se veía los pies, pero él la hizo levantar de la cama a empujones. «A tu marido le pones la cena caliente en la mesa y le esperas a cenar. A tu marido le sirves porque para eso te casaste, holgazana asquerosa, si no estuvieras preñada te metía una paliza que te ibas a enterar, vaga de mierda. ¡Aquí antes que yo no come ni el perro! ¿Me has entendido?» Laura, sumisa y obediente, se había levantado con dificultad, había calentado la cena, había puesto la mesa y le había servido. Después había recogido el plato y los cubiertos, los había lavado, y antes de poder acostarse le había tenido que hacer una felación tratando de disimular el asco que sentía: él no quería penetrarla por si dañaba al niño, pero sin su ración de sexo no se iba a quedar, que para eso se había casado. A Laura ya le daba igual: con no recibir ningún golpe se daba por contenta, pero cuando él eyaculó en su boca sintió una poderosa arcada y vomitó sobre el mismo suelo en el que estaba arrodillada. Ignacio estrelló su puño cerrado contra el ojo derecho de su mujer, rompiéndole el pómulo y produciéndole un derrame que hizo que en dos semanas no se atreviese siquiera a salir de casa. «¿Te da asco tu marido? ¡Puta! ¡Lo que yo te dé a tragar, te lo tragas! Maldita seas, ¿quién me mandaría a mí casarme con semejante burra? Seguro que te follas hasta al cartero, pero tu marido te da asco, ¿verdad? Ya te enseñaré yo a ti lo que es estar casada y obedecer. Y por tu bien espero que la criatura que llevas dentro sea un varón, porque como sea otra guarrilla como tú, por mis cojones que os mato a las dos, ¿está claro?» Después de aquella noche jamás habría osado cenar antes que él. Por eso en cuanto oyó la llave en la puerta todos sus sentidos se pusieron en alerta, se levantó aprisa para que la encontrase en la cocina y no sentada (eres una puta holgazana), se puso el delantal (ponte el uniforme de trabajo, a ver si vas a manchar la ropa que yo te compro) y fingió una sonrisa para él (a tu marido ponle siempre buena cara si no quieres que te la parta) mientras rezaba para que no quisiera besarla.
Se había casado con aquel hombre porque «era un buen partido», según su padre. Con lo que había heredado y sabiendo trabajar con las vacas desde niño, amén de su capacidad de relaciones públicas, parecía el marido ideal para una joven como Laura. Ella era la hija de Antonio, el del colmado, un comerciante hecho a sí mismo y con unas inmensas ganas de medrar; casar a su hija mayor con un ganadero de renombre como Besteide le reportaría múltiples beneficios. Por eso se la ofreció. Ella no dijo nada, la habían educado para pensar que el amor no es estrictamente necesario antes de pasar por el altar sino que también puede llegar a través de la convivencia. Así fue entre sus padres y así sería para ella. Además, las órdenes de un padre no se discuten: se obedecen y punto. El día que se lo presentaron incluso llegó a resultarle atractivo: era alto y fuerte, moreno, de pelo en pecho, la piel cetrina, bien plantado y curtido por el trabajo. Tenía fama de ocurrente y gracioso, era conocido en toda la provincia y no había nadie del negocio de las vacas que no gustase de compartir mesa y un trago de vino con él. Fuera de casa era un hombre encantador. Lo malo comenzaba cuando llegaba al hogar y cerraba la puerta tras de sí, pero cuando alcanzase a descubrir eso ya sería demasiado tarde para ella.
Solo tenía veinte años cuando la vistieron de novia, y para Laura Marín, que no había estado a solas con ningún hombre en su vida, que no había tenido ningún novio antes de Ignacio Besteide y que nunca había salido de su pueblo ni de la sombra de su madre, el verse convertida en una mujer casada la llenaba de ilusión, pero le daba un poco de miedo. La habían criado para ser esposa y madre, sabía coser, guisar, era piadosa y obediente. Se había esforzado en mantenerse delgada, en protegerse del sol para conservar la piel blanca y en tener una melena larga y sedosa, como hacían las hijas de buena familia de Madrid que había visto en el periódico a veces. Era una de las muchachas más bonitas y discretas de la zona, y con eso y la dote que su padre podía aportar sería suficiente para cazar al que creían el «soltero de oro» del lugar. Creyó que podría llegar a enamorarse de Ignacio, creyó que todo iba a ser como en los meses en que él la cortejó, siempre en compañía, jamás sin luz ni sin carabina. Sabía que tendría que atenderle a él, aprestar su ropa, limpiar su casa, cocinar sus comidas y darle hijos, sabía que tendría que cumplir con su «obligación matrimonial» en la cama (aunque tuviera una idea un poco vaga de ello porque nunca nadie le había explicado la mecánica del asunto) y ser paciente con él, ayudarle con los animales en caso de necesidad, y creyó que él correspondería a sus cuidados con amor. ¡Con amor! ¿Qué menos? Pero no fue eso lo que encontró cuando él la empujó a la cama y le levantó la falda del vestido de novia. Ni siquiera esperó a que ella se preparase ni a que se pusiera el camisón que con tanto esmero había bordado para estrenarlo en la «mágica» noche de bodas. No le dio opción a tomar un simple vaso de agua para apaciguar los nervios ni le dedicó un beso, una caricia, una palabra tierna. «Llevo meses aguantándome las ganas con tu madre pegada al culo como una ladilla para vigilar que no te tocara. Ignacio Besteide no está acostumbrado a esperar». Desde aquella negra ocasión en que se quitó sola el vestido y se lavó los restos del apresurado asalto, tan alejado de lo que ella había soñado, mientras él ya roncaba la borrachera del banquete nupcial tumbado de bruces sobre la cama de matrimonio, Laura no pasó un solo día sin llorar.
Durante los primeros meses de su convivencia apenas la golpeó. Era duro con ella, exigente, pero sin demasiadas agresiones físicas graves. Todo en ella parecía molestarle, todo lo hacía mal, nada estaba a su gusto: ni las comidas, ni el planchado de las camisas, ni la limpieza de la casa, pero aún era soportable. Laura, en una visita a sus padres, había aprovechado unos instantes en que se quedó a solas con su madre para preguntarle si aquello era lo normal: que no fuera cariñoso, que a veces la insultase, que hubiese llegado incluso a abofetearla, que no le permitiese ver a su familia si él no estaba delante. «Hija, las mujeres no tenemos más remedio que conformarnos con lo que nos toca. Ya estás casada, hay que aguantarse. Esfuérzate más por tenerle contento, procura no irritarle y así quizá se ablande su carácter. También tu padre, al principio, decía que las comidas no estaban tan buenas