Secretos a golpes. Susana R. Miguélez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Susana R. Miguélez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417731984
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en la que se había acostado a descansar. Era un poco lenta de entendederas, seguramente como consecuencia de la consanguinidad: la muchacha que la había dado a luz, dejándola luego al cuidado de las monjas, dijo que el autor de la preñez era su propio padre, de modo que no era de extrañar que a Ángela le faltase un hervor. Ingresar en la orden como novicia había sido su única salida al crecer, nunca había conocido otro ambiente que el de la casa cuna ni más madres que las monjas. Con su discapacidad mental nadie quiso adoptarla, ningún colegio la admitió interna, casarla habría sido imposible y tampoco habrían conseguido colocarla como criada en casa alguna, de modo que la empujaron a la vida religiosa para protegerla del mundo exterior. La propia hermana Carmen terminó de convencerla un par de años atrás. «Mira, Ángela, yo sé que ahí fuera no hay sitio para ti. La gente se burla y abusa de las niñas como tú, e non quero verte en mi mesa de partos como veo a las otras, sola y engañada, o peor, procedente de un burdel. Toma os hábitos, te enseñaré a atender os nenos y me ayudarás aquí. No te faltará techo ni comida; sirviendo a Dios serás mucho más feliz que de ninguna otra manera». Ángela, con sus ojos pequeños y su inocencia inmensa, había aceptado. Ya sabía lo que era el desprecio, el resto de niños a los que había conocido no habían perdido ocasión de mofarse de su retraso. Conocía el abandono y la crueldad, de modo que Dios y las monjas eran su camino más fiable.

      Sacudiéndose el sueño, Ángela cogió una de aquellas botellas de vidrio que tenía hervidas bajo unas gasas limpias, calentó el agua y le añadió la medida de polvos que correspondía. Después ajustó una tetina pequeña de goma, vertió unas gotas sobre la cara interior de su muñeca y le entregó el biberón a la Hermana Carmen. Mientras esta trataba sin éxito de alimentar a la niña, la novicia se quedó mirando el cuerpecillo de la recién nacida. Debía ser, como mucho, sietemesina.

      —Madre, qué pequeñina es. Mire, mire qué cara más redondina y cuánta pelusilla tiene en las mejillas. Parece un albaricoque —comentó con su habitual sonrisa boba—. ¿Cómo se llama?

      —¿Cómo diantres quieres que sepa yo cómo se llama? —rezongó la monja—. Anda, llégate a la ropería y trae gasas y una toquilla gruesa para vestirla. Non sé si sobrevivirá, ha pasado mucho frío y non está acabada de hacer del todo. Tal vez la muller que parió aquí esta tarde acceda a darle pecho un par de veces antes de marchar, mejor calostro que leche de bote. Mientras tanto, y por si acaso, calentaré un poco de agua para darle un bautizo rápido en o fregadero. Si se va, que sea cristianiña, no quede en el limbo por mi culpa.

      —Hermana Carmen, ¿traigo el mantón? —preguntó la aspirante a religiosa—. Déjeme que lo intente, ya funcionó la otra vez con aquel chiquillo que no tenía hechas ni las cejas. Sabe que no me importa, no sirvo para otra cosa.

      Carmen miró a Ángela con cariño. Siempre le maravillaba el comportamiento de aquella muchacha: tenía la mentalidad de una niña de ocho años y el cuerpo de una campesina, pero también un corazón enorme que hacía que estuviera siempre dispuesta para cualquier trabajo por penoso que fuese. Lo que le estaba proponiendo era cargar con aquella niña prematura y aterida día y noche, atándola desnuda con el mantón a su pecho. Así, dándole su calor todo el tiempo, la piel de una contra la de la otra como una sola, quizá el bebé consiguiera completar su desarrollo y sobrevivir. Eso implicaría dormir mal, trabajar con cuidado, condicionar su vida durante semanas, tal vez más de un mes. Un sacrificio del que solamente es capaz una madre. Una madre y Ángela.

      —Tráelo, niña. Y que Dios te bendiga.

      Así vivió la criatura sin nombre durante casi ocho semanas: pegada al cuerpo de la novicia, dormida con el vaivén de su ajetreo diario, escuchando sus rezos y sus canciones, calmada con su latido y con su hablar suave, porque buen cuidado tenía la muchacha de no vocear para no asustar al comino que llevaba sobre sus pechos vírgenes. Ángela solamente la separaba de su piel para cambiarla, asearla y dársela a alguna de las mujeres recién paridas para que la alimentase. Después, cuando ya sus fuerzas fueron aumentando, la criatura comenzó a tolerar los biberones, y al fin, una mañana, consiguió abrir los ojos y emitir una especie de gruñido. No era llanto, pero sí un signo más de recuperación. Ganaba peso, el lanugo que cubría sus mejillas había ido desapareciendo y tenía mejor color. Ángela seguía llamándola «mi albaricoque» porque la cara redondita y la nariz minúscula del bebé le seguían recordando a esa fruta, pero la hermana Carmen, que no era de las que cantan victoria a las primeras de cambio, seguía sin dar orden de inscribirla en el registro. Aún temía que cogiera alguna infección o que se descompusiera y muriera. Con los prematuros nunca se sabía.

      Al fin una tarde, cuando la separaron de su «ángel de cría» para bañarla, hizo un mohín, abrió los brazos y se echó a llorar con fuerza. Lloraba, y las dos monjas, en cambio, reían. Ahora sí estaban seguras: la niña viviría. Ángela la lavó, la secó deprisa y se la ató al pecho para su última noche juntas mientras le cantaba una canción infantil, la que a ella más le gustaba, con su voz de campo palentino y cuna prestada:

      Tres hojitas, madre, tiene el arbolé, la una en la rama, las dos en el pie, las dos en el pie, las dos en el pie. Inés, Inés, Inesita, Inés, Inés, Inés, Inesita, Inés…

      Al día siguiente, concretamente el 19 de marzo de 1940, le adjudicaron un lecho y fue inscrita en el registro con el nombre de Inés. Parecía natural llamarla así, dado que ya toda la casa asociaba la presencia de la novicia con la niña a cuestas a esa canción que Ángela repetía una y otra vez mientras fregaba los interminables pasillos, hacía las camas de los pequeños o abastecía los armarios de la enfermería y el paritorio. Sobre el apellido que ponerle no había dudas: Expósito. No tenía linaje, era un ser de desecho, una vida que alguien no quiso, y por ello había que marcarla con ese Sambenito. Los Expósitos lo eran hasta que alguien tenía piedad de ellos, los adoptaba y les dotaba de apellidos de verdad. O, en el caso de las mujeres, hasta que se casaban y tomaban el patronímico del marido. Expósito era una especie de señal de que esa persona no estaba completa, como si hubiera sido culpa suya el terminar en una inclusa, como si tuviera que llevar la vergüenza de un origen poco honroso escrita en su partida de nacimiento y en su cédula de identidad para siempre. No era, desde luego, la mejor manera de comenzar a vivir y a labrarse un futuro, pero era la ley y las monjas la respetaban escrupulosamente. Inés sería Expósito hasta que un hombre, como padre o marido, se hiciera cargo de ella.

      Pronto se dieron cuenta de que no era una niña como las demás. No fue la hermana Javiera, desde luego, quien advirtió las cualidades de la chiquilla; ella se ocupaba de la portería, no le gustaban los críos, y como ya tenía una edad estaba dispensada de atender los trabajos pesados de la casa cuna. Pero sí lo percibió la Hermana Mercedes, la superiora, y por supuesto, la Hermana Carmen y Ángela, que eran quienes más trato tenían con ella. La pequeña Inés, tras aquel primer llanto que fue su grito de victoria sobre el desafío de comenzar a vivir, ya no lloró más. Se arrullaba a sí misma en la cuna cuando se sentía sola, cuando le dolía la tripa o tenía hambre; allí llorar no le servía de mucho ya que solamente se alimentaba a los bebés a la hora correcta, se les daba la medida justa, a veces menos por falta de recursos. Se les cambiaba una vez tras cada toma sin importar si se ensuciaban en otro momento, no había brazos para acunar llantos gratuitos ni para consolar encías inflamadas ni cólicos de gases. No era una cuestión de escasa empatía ni de ausencia de piedad. Ni siquiera de falta de instinto maternal porque, tanto la hermana Carmen como Ángela, y de parecida manera la hermana Amalia, o la hermana Joaquina, las otras parteras de la casa, o cualquiera de las religiosas destinadas allí no dejaban de ser mujeres: aunque se hubieran negado a sí mismas la maternidad, el instinto de auxiliar y proteger a un bebé estaba tan impreso en sus genes como en los de cualquier otra hembra de nuestra especie. El problema era la falta de tiempo, el exceso de trabajo y también, en gran medida, el miedo a amar a esos niños para tenerlos que entregar después sin saber cómo y en calidad de qué iban a ser tratados el resto de sus vidas. Por eso, muchas veces, mientras los otros pequeños lloraban hasta herniarse el ombligo reclamando una atención que tardaba en llegar, Inés dormía o se tocaba las mejillas con sus diminutas manos mientras emitía una especie de quedo ronroneo, como de gatito tranquilo, que subía y bajaba de intensidad de un modo que recordaba