Los Ellul formaban parte de la pequeña comunidad maltesa, que se relacionaba a través de los negocios y también por la iglesia de Saint Esprit (Espíritu Santo), situada en el elegante barrio de Harbiyé, iglesia que con el tiempo fue declarada catedral y que actualmente sigue siendo una pequeña joya de estilo neoclásico. Hoy se accede a ella a través de un patio y tras un muro que parece haber sido construido con el fin de hacerla algo menos visible y proporcionarle así una mayor protección. A apenas unos cuatrocientos metros se encuentra la conocida Plaza Taksim y, tras ella, la iglesia griega ortodoxa. Estos monumentos dominan la mitad oriental de Estambul, en lo alto de unos cerros ondulantes que en aquellos tiempos serían tan exóticos como jardines botánicos, frondosos y sombreados. Siendo un barrio selecto, en él se hallaban escasas viviendas, todas ellas de dos plantas y predominantemente de madera, con grandes ventanales colgantes arriba, según el estilo típico que se ha intentado restaurar e imitar a finales del siglo xx, como, por ejemplo, detrás de la mezquita del sultán Ahmet.
Vista general desde el puente de Gálata y su barrio
Volvamos brevemente a Malta, exactamente a la ciudad de Senglia, donde el 29 de octubre de 1865 se celebró la boda de Giuseppe Infante y Concetta Can, ambos de familias acomodadas y con muchos lazos con las autoridades británicas que gobiernan la isla. Los Infante habían llegado de Italia a Malta unos siglos antes y se habían especializado en la construcción de barcos. En las tertulias de los altos cargos se decía que todavía se necesitaban ingenieros navales en la región del Bósforo y, muy probablemente, gracias a algún salvoconducto parecido al que le fue concedido a Paolo Ellul unos cuantos años antes, los recién casados Giuseppe y Concetta Infante llegaron a Constantinopla, llevando con ellos una parte de su fortuna para iniciar nuevos negocios.
Al llegar, era natural que se instalaran en una mansión en Harbiyé, en una calle cercana a la iglesia de Saint Esprit, que iban a ocupar durante muchos años. Al frecuentar la colonia maltesa llegaron a conocer y hacerse íntimos amigos de los Ellul. Pese a la diferencia de edad entre las dos mujeres, María Ellul se hizo compañera asidua de la joven Concetta Infante, quien se encontraba embarazada de su primer hijo. Y después de este primer hijo, vendrían el segundo, el tercero y el cuarto.
En esta misma época, el joven Antonio Ellul se había enamorado de una francesa, quien, según su madre, tenía todos los defectos. Una de esas mariposas sociales con un encanto que no llegaba a ser belleza, que no se perdía una sola fiesta o baile, ávida lectora de los novelistas románticos y a quien, en ocasiones, se la veía fumar cigarrillos en público… En resumen, una joven atrevida y escandalosa para aquellos tiempos.
Por mucho que María se esforzaba en concertar encuentros entre su hijo y otras jóvenes más recomendables, él tenía cada vez más interés por la joven Argentine Crivillier. Afortunadamente para Antonio, Argentine mostraba por primera vez cierta preferencia por el joven maltés, aunque no podía evitar pensar que su familia era demasiado anticuada, conservadora y religiosa. Le preocupaba, sobre todo, María Ellul, presintiendo que esta se opondría a su relación con Antonio. Paolo Ellul, trabajador infatigable, empezaba a sentir el peso de los años. Paulatinamente había ido delegando cada vez más responsabilidades en su único hijo, en su único heredero. Hacía ya algún tiempo que el propio Paolo se había percatado de las miradas ausentes y soñadoras de Antonio. María, claro, no tardó en ponerle al corriente, esperando además el respaldo de su esposo contra tal nueva aventura. Ella había meditado sobre el asunto mucho antes de comentárselo y, por fin, una noche después de la cena, sentados en el salón, rompió el silencio con un «¡Paolo!» tan cargado de urgencia y de nerviosismo que el habitualmente imperturbable marido dejó caer su periódico y la miró extrañado.
—¿Qué te pasa, María? ¿Te sientes mal?
—¡Me siento perfectamente, gracias! Pero tú, como siempre, solo piensas en tus negocios y no ves lo que se está tramando delante de tus propios ojos.
Su pobre marido la miraba confuso y boquiabierto. Sospechaba que María fuera a contarle el último escándalo de la vecindad. Suspiró profundamente y con su habitual paciencia y ternura invitó a su mujer a contarle su aflicción. Pero María apenas podía hablar debido a la emoción. Empezó a sollozar y a quejarse de tal manera que Paolo tocó el timbre para pedir que le trajeran una tila calmante. Su mujer tardó en serenarse y al fin pudo contarle su dolor.
—Se trata de Antonio —comenzó diciendo.
—¡Que yo sepa, nuestro hijo goza de buena salud y no podemos quejarnos de nada! —espetó él, empezando a perder la paciencia.
—Serás tú el único que no sabe que Antonio está locamente enamorado de una joven frívola y que de un momento a otro va a pedir su mano? Hay que hacer algo para impedir esa tragedia.
Como siempre, Paolo tuvo que reflexionar un poco antes de contestar.
—Estoy seguro —empezó diciendo con su tono imperturbable—, de que primero consultará con nosotros antes de tomar una decisión tan importante. —Y con una sonrisa que reflejaba su comprensión hacia el carácter de María, añadió—: Me imagino que ya habrás intentado poner toda clase de trabas e impedimentos para disuadir a Antonio de sus propósitos.
María tuvo que asentir, aunque con cierta mala conciencia.
—¿Y has hablado con él sobre el tema?
—No —contestó la pobre María ruborizada y sintiéndose totalmente incomprendida—. En Malta los padres siempre organizan los matrimonios de sus hijos, consultando con ellos, por supuesto…
—¡María! —tuvo que interrumpirla Paolo—. ¿Será que estamos haciéndonos viejos y que ya no recuerdas que nosotros nos conocimos en un parque?
Estos recuerdos tan lejanos y tiernos ayudaron a romper la tensión creada y ambos terminaron riendo y abrazándose. Así, Paolo Ellul acabó consolando a María y prometiéndole que hablaría con Antonio sin más tardar.
A pesar de su gusto por la aventura, Antonio tenía toda la seriedad de su padre y, además, la virtud de saber sacar provecho de las circunstancias. Sabía que su madre estaba intentando disuadirle de sus propósitos y que no lo había conseguido. Así, el paso siguiente sería contárselo a su padre. Antonio adoraba a su madre, pero sabía que ella se alteraba con facilidad y que no había manera de razonar con ella. Su padre, al contrario, era mucho más perspicaz, y viviendo, como muchos, en su pequeño mundo de negocios, con poco tiempo para otras cosas. Antonio siempre se había entendido bien con él.
Paolo era un hombre de pocas palabras, con una mente abierta, buscando encontrar siempre la mejor solución a los numerosos problemas con que se había enfrentado en su propio país y después en el extranjero, donde todas las buenas oportunidades tenían también un revés. En Constantinopla, el gran desafío había sido aprender a convivir con distintas culturas y nacionalidades. Además, hacer negocios en un entorno políticamente tan inestable y cambiante le había enseñado a ser comedido, paciente, tolerante y flexible. Prácticamente cada semana le esperaba un nuevo desafío, que podía llevarle a él y a su propia familia al triunfo o al desastre.
María intuía su difícil situación y era, además, juiciosa administradora de la fortuna que iban acumulando. Hasta entonces, ellos se habían conformado con una casa cómoda, pero sin grandes pretensiones. Sin embargo, tenían el gran proyecto, después de casar a Antonio, de trasladarse a vivir a un nuevo barrio más espacioso y tranquilo, con magníficas vistas sobre el Mármara.
Moda era el nombre del anhelado barrio que prometía convertirse en el futuro en la zona de residencia de los extranjeros. De hecho, ya habían visitado varias parcelas donde iban a construirse nuevas casas mansiones y habían reservado una de ellas en Badem Sokak.
Fiel a su promesa, Paolo Ellul esperó al día siguiente a que los empleados se marcharan de su oficina antes de hablar con Antonio. Como siempre, su hijo había