Paolo Ellul se había hecho amigo del capitán del barco. Este iba ahora indicándole los monumentos más señalados de la antigua capital de Bizancio. Estaban pasando al lado de una minúscula isla con una casa construida sobre ella.
—¿Para qué servirá esta casa en medio del mar? —tuvo que preguntar Paolo.
—¡Ah, la Torre de Leandro! —suspiró el capitán—. Tiene una larga y confusa historia. Fue construida durante el reinado de Ahmet III. Se supone que era el lugar donde antes se levantaba una fortaleza bizantina de los tiempos del emperador Manuel Comneno, que a su vez sustituyó a una torre construida en el mar en el año 410 a. C. por el famoso comandante ateniense Alcibíades. Ahora dicen que podría utilizarse como faro. En realidad, es un extraño recuerdo de un hombre todopoderoso que quiso oponerse al destino y de cómo fracasó. Del destino non se fugere —terminó diciendo el capitán, citando un conocido dicho italiano.
Los conocimientos históricos del capitán sorprendieron y agradaron a Paolo, que se quedó reflexionando en silencio mientras María se agarraba a su brazo con más fuerza que nunca, como para escapar de los malos espíritus que todavía parecían rondar por la Torre de Leandro.
El pequeño Antonio había vivido el viaje de Malta hasta Constantinopla como una fascinante aventura. Era inteligente e intrépido, causando no pocos disgustos a su madre. Ella hubiera querido que se quedara sentado al lado de su cama durante los largos días de tormenta, cuando se había sentido tan enferma, pero él tenía el don de desaparecer de pronto en busca de nuevas experiencias. Cuando por fin su padre le encontraba, el chico le contaba con tanto entusiasmo sus descubrimientos que se sentía incapaz de castigarle. En vano María reclamaba más disciplina. Sin embargo, Antonio conocía a su madre. En lugar de justificarse, corría a abrazarla y en ese momento ella lo olvidaba todo. Los tres se miraban sonriendo, felices.
Paolo y su esposa pusieron pie en tierra, apoyándose el uno al otro como si intentaran darse mutua protección en este nuevo mundo. Les resultaba difícil sentirse felices a pesar del entusiasmo e impetuosidad que mostraba el pequeño Antonio. Fueron acogidos por un representante de la Embajada de Su Majestad Británica, quien llevaba instrucciones sobre el lugar en el que serían alojados provisionalmente y todas las formalidades que había que cumplir.
El ambiente cosmopolita de Constantinopla les había llenado de ilusión. La pareja no tardó en organizar su casa e incluso en rodearse de nuevas amistades, mientras que Antonio se encontró en una de las mejores escuelas privadas, donde se prepararía para un futuro prometedor.
Constantinopla rebosaba de ciudadanos extranjeros: además de malteses, griegos, italianos, rusos y, sobre todo, franceses e ingleses, entre otros. Ciudad universal donde las hubiera, el gran esplendor de Constantinopla apenas reflejaba la pobreza de los campesinos y de los pueblos circundantes que todavía formaban parte del Imperio Otomano.
El ritmo de vida era vertiginoso y Paolo Ellul encontraba oportunidades de oro para hacer negocios. Su familia fue haciéndose paulatinamente más acomodada. María, fortalecida por el buen clima y con su vivacidad habitual, había sabido rodearse de otras damas maltesas que, obviamente, conocían Constantinopla mucho mejor que ella, mujeres que además le abrían todos sus pequeños secretos, como dónde encontrar las mejores telas, sobre todo sedas de la más fina calidad traídas de Asia, las mejores modistas, las mejores escuelas para su hijo, los acontecimientos sociales a los que no debía faltar y un sinfín de recomendaciones y menudencias que terminaban por dar un toque especial a la muy placentera vida de los extranjeros en aquella época.
Aunque ocupado intensamente en sus nuevas actividades, Paolo no dejaba de interesarse en la política. Si bien a cierta distancia, estaba atento a los cambios que venían produciéndose. Ávido lector de historia, aprendió que Mahmud II había muerto en 1839 tras haber establecido «la respetabilidad del cambio»; y que ya en 1828 el turbante había sido reemplazado por el fez.
Continuando en la misma línea, sus hijos habían comenzado —entre los años 1839 y 1876— a promulgar una serie de reformas llamadas Tanzimat. El Tanzimat, que significaba «reorganización», fue emprendido por Abdul Medjid como continuación de las reformas iniciadas por su padre, Mahmud II. Tenían que ver con la seguridad ciudadana en los núcleos urbanos, el reclutamiento del ejército, la centralización del poder y el código penal. Abdul Medjid había prometido, además, una justicia libre de corrupción e igualdad para todos. Se llegó así a prometer igualdad para los súbditos cristianos, aunque no siempre se logró llevarla a la práctica. Ya en 1839 se habían adoptado los principios de libertad individual, libertad contra la opresión, igualdad ante la ley, así como los derechos de los cristianos.
Por un lado, se trataba de concesiones a las potencias europeas, que no dejaban de ejercer una fuerte presión y, por otro, había que preservar lo que quedaba del Imperio Otomano movilizando todos sus recursos a favor de la modernización.
Por citar algunos ejemplos, la educación nunca había sido responsabilidad del Estado, sino de los Millets y Ulamia, que controlaban la formación de los musulmanes. En 1846 el Estado había empezado a hacerse cargo de la educación y en 1869 declaraba la gratuidad y obligatoriedad de la educación primaria. El progreso, aunque lento, esbozaba el desarrollo de un sistema secular. Las ideas avanzadas del sultán se reflejaban no solo en sus reformas, sino también en su vida personal, lo que no dejaba de inquietar a los círculos conservadores del islam, que desaprobaban su apertura de espíritu. Últimamente, el sultán había descubierto que una de sus mujeres se había enamorado de otro. En lugar de seguir la costumbre de ordenar que la encerraran en un saco y la tiraran al Bósforo, la permitió casarse con su amado y además le dio una dote, hecho inédito en la historia de los otomanos o incluso en la de los monarcas europeos.
Paolo iba así averiguando que todo lo que le había contado Sir William Reid era verdad. Entonces ¿por qué el Imperio Otomano estaba en peligro? Esa era la duda que no dejaba de torturarle.
Con 9 años de edad a su llegada a Constantinopla, el joven Antonio Ellul, hijo de Paolo, había conocido ese mundo repleto de cambios paulatinos y significativos. Sus recuerdos de la querida Malta se hacían cada vez más lejanos y, por ello, borrosos, aunque la comunidad maltesa en Constantinopla, además de formar una piña, seguía una vida anclada en las costumbres y tradiciones traídas de su isla, una herencia cultural que era aún más valorada por el hecho de que les permitía preservar su identidad en lo que era un auténtico hervidero de razas.
Ya habían pasado diez, quince y veinte años. No se sabe en cuál de las escuelas extranjeras de las que entonces existían cursó el joven Antonio Ellul sus estudios, pero muy probablemente lo hizo en una de las mejores y más religiosas. Por su condición de hijo único hubo de ser introducido de forma temprana en la empresa de su padre. Tras haber conseguido notable éxito en los negocios y una sólida fama como profesional durante los veinte años transcurridos desde su llegada a Constantinopla, Paolo Ellul deseaba ahora asegurar el futuro de su hijo, que parecía prometedor. Y mientras que el padre se afanaba en situar bien al hijo, María, su madre, pensaba que ya iba siendo hora de casarle y asegurar, así, una buena hornada de nietos, pero ante todo una compañera que pudiera servir de apoyo a su hijo en cada momento. A pesar de sus esfuerzos, ninguna de las jóvenes elegidas por María era del gusto de Antonio, aquel joven intrépido que todavía guardaba algo de la rebeldía de su infancia y adolescencia.
El tiempo no pasaba en balde y Antonio pronto podría compartir el mando de los negocios familiares. Lo más importante ya se había conseguido: abrirse camino en la cosmopolita ciudad de Constantinopla y establecer una empresa que llevaba el nombre Ellul, cuya fama no dejaba de crecer. Las relaciones eran de máxima importancia. Paolo no solo había sido introducido en los círculos comerciales de distintas naciones, sino que había logrado mantener y fortalecer sus contactos con el sultán y las autoridades otomanas. Sus oficinas estaban cerca del centro comercial de la Torre de Gálata y lindaban con el puerto. Esta parte más oriental de la ciudad estaba enlazada por barcos a la parte occidental,