—Dios no nos olvida del todo —suspiró Paolo. Muy aficionado al estudio de la Antigüedad, conocía a fondo la larga historia de Malta, que se remontaba a 5.000 años a. C. Sus primeros habitantes, que habían llegado de Sicilia, eran agricultores neolíticos que trajeron con ellos conocimientos sobre la agricultura y comenzaron a modificar las islas, que entonces estaban recubiertas de bosques. «Nos dejaron más cerámicas que árboles». Paolo no podía evitar ser cínico. Pese a todo, se resistía a la idea, incipiente, de tener que abandonar tan inhóspita tierra. Todavía recordaba con la fascinación de un niño las veces que sus padres le habían llevado a Zebbug para contemplar los restos de los templos, y especialmente los de Tarxien, que eran la culminación de una evolución cultural que aún hoy no se sabe si fue debida a la influencia local o importada de otro lugar, y que tuvo su inicio aproximadamente en el año 4.100 a. C.
Tarxien estaba muy cercana a Cospicua y Paolo encontraba siempre algún pretexto para convencer a sus padres de organizar una pequeña excursión a las ruinas o al museo para ver las esculturas de las «mujeres gordas» que en su tiempo se encontraban en los templos, en cámaras donde seguramente los sacerdotes hacían el oráculo. «Qué lástima no disponer de tiempo y tranquilidad para seguir mis estudios de arqueología», pensó Paolo con cierta nostalgia. Su familia, mucho más pragmática y pegada a la tierra, consideraba esta afición suya una pura extravagancia. Por lo tanto, necesitó de un carácter fuerte y resuelto para seguir investigando en su escaso tiempo libre. También era su manera de escapar de la realidad y buscar refresco antes de reemprender la lucha de todos los días.
Un timbre le arrancó de sus pensamientos. Era la hora del almuerzo. Durante la comida, servida en una sala adornada de muebles antiguos, preciosos relojes y un magnífico candelabro, su esposa le informó detalladamente de las telas y lanas compradas para hacer la ropa del futuro bebé. Él la escuchaba divertido y en parte contagiado por su entusiasmo.
En el fondo, Paolo estaba ausente pensando en la entrevista que su suegro había concertado para él con el gobernador de Malta, Richard More O’Ferral. Su suegro, por su condición de arquitecto y por su interés por los temas locales, había llegado a establecer muy buenas relaciones con las autoridades británicas. Cuando sugirió por primera vez que Paolo fuese a ver a O’Ferral, el joven Ellul se negó. Para él, los ingleses eran los nuevos ocupantes de Malta. Evidentemente, se había dejado influir por los vientos republicanos que soplaban de Italia, y además había hecho muchos amigos entre los refugiados italianos que habían llegado a la isla. Sin embargo, las súplicas continuas de su suegro, quien le veía cada vez más preocupado por la falta de trabajo, acabaron con su resistencia y finalmente la entrevista se había fijado para aquella misma tarde. Ya no podía echarse atrás. El encuentro tendría lugar en la residencia del gobernador y, aunque había sido convocado, tuvo que pasar por varios puntos de control. Paolo estuvo tentado a dar media vuelta y marcharse cuando, después de haberse quedado casi olvidado en una pequeña y lujosa sala de espera, apareció un oficial, quien, tras una inclinación rutinaria y una mirada vacía e indiferente, le condujo finalmente hasta el propio gobernador.
El gobernador se encontraba ocupado escribiendo algo y tardó unos instantes en alzar la mirada. Mientras tanto, Paolo se había entumecido por los nervios y casi no pudo contestar al saludo repentino y cálido que de pronto le dirigió el inglés.
—Su suegro me ha hablado mucho de usted —comenzó diciendo O’Ferral.
—Somos muy amigos, ¿sabe? y, por lo que me ha contado, usted es su yerno preferido entre los seis que ya tiene. ¡Qué numerosas son estas familias maltesas!, ¿verdad? Pero como sigan proliferando así, no va a haber sitio entre tantas rocas. —Y aquí se interrumpió casi bruscamente al darse cuenta de que su sentido del humor no parecía gustar demasiado a su joven invitado.
A Paolo Ellul le parecía inaceptable que se hablara con tanta ligereza de las familias maltesas y de su tierra. En Malta todo podía criticarse excepto sus instituciones más fuertes: la familia y la religión, y por este orden, ya que en ocasiones la religión tenía que inclinarse a favor de la familia. Sin embargo, Paolo supo contenerse.
—Perdóneme, su excelencia, ya sabe usted que aquí queremos mucho a nuestros hijos.
—Está usted perdonado, y además soy yo el que debería pedirle disculpas. Ahora pasemos a temas más serios. Su suegro, mi buen amigo, quiere un porvenir brillante para usted. Y quizá yo pueda ayudar en algo. Como habrá observado últimamente, muchos de sus compatriotas buscan su futuro en otras tierras. Algunos han emigrado a distintas ciudades de Italia, de África del norte, a Alejandría, a Constantinopla —seguía diciendo O’Ferral.
Era cierto que la emigración había sido siempre una constante de la historia de la isla. Malta ya había sido conquistada por los musulmanes en el 870 d. C. Es un período del que se conoce poco, e incluso se sospecha que llegó a quedar completamente deshabitada durante algún tiempo antes de ser repoblada por sicilianos y otras corrientes migratorias de África del norte. Fue así como se perdieron todos los nombres que las localidades de la isla tenían antes de la invasión musulmana, nombres que fueron sustituidos por denominaciones árabes que han sobrevivido hasta ahora. Luego, en el año 1090, las islas fueron reconquistadas por el rey normando Roger de Sicilia.
—Constantinopla —dijo a media voz Paolo con cierto rechazo y amargura, evocando la memoria de los dos terribles asedios de los que Malta había sido víctima.
En julio de 1551 la flota otomana había entrado en Marsamxett. Varios miles de turcos habían desembarcado en el puerto y habían atacado cada pueblo hasta Mdina. La ciudadela de Gozo cayó, la isla quedó totalmente despoblada y sus cinco mil habitantes hechos esclavos de los otomanos. Muchos pudientes huyeron a Sicilia en busca de mayor seguridad. Los invasores dejaron devastados el norte de Malta y Gozo. Sin embargo, el segundo y más famoso asedio ocurriría en mayo de 1565, cuando los malteses, con la ayuda militar de la Orden de San Juan de Jerusalén, habían construido fortalezas y se habían preparado para resistir otro eventual ataque. Jean de la Valette, Gran Maestre de la Orden en aquellos años, opuso una fuerte resistencia y casi sin los esperados refuerzos de Felipe II de España, quien no se decidía a socorrer a Malta. Después de muchos avatares, la resistencia maltesa logró rechazar y vencer a los otomanos.
Sin embargo, al tiempo que Paolo sentía una repulsa o rechazo natural hacia los que a punto estuvieron de ocupar y dominar Malta, sentía también mucha curiosidad por el Imperio Otomano que, después de varios siglos de expansión y dominio, sufría en ese momento una crisis general que amenazaba con romperlo en mil pedazos poniendo fin a su hegemonía en el Mediterráneo oriental y sus regiones cercanas.
Grecia había alcanzado su independencia en 1821 a un alto precio y enorme derramamiento de sangre, si bien Creta había vuelto a caer en manos de los turcos. Surgía por doquier una oposición al dominio otomano, aunque todavía no se vislumbraba el final. Emigrar a Constantinopla en tiempos tan inciertos suponía exponerse a un futuro imprevisible y probablemente peligroso para los emigrantes de unas islas tan insignificantes.
Mientras transcurrían estos pensamientos como visiones fugaces y algo apocalípticas, la voz animosa de O’Ferral hizo regresar a Paul al momento presente.
—Veo que la mención de Constantinopla le ha hecho reflexionar, y con razón. Adivino que su primera reacción no es positiva. Pero, querido Paolo, si me permite llamarle así, los tiempos cambian y para sobrevivir debemos cambiar con ellos. Nuestros enemigos de ayer pueden convertirse hoy en nuestros mejores aliados. Ya sabe que el comercio y los negocios abren muchas fronteras… Además, se detectan señales de cambio: presiones desde fuera, y también desde dentro, del Imperio Otomano. El sucesor de Mahmud II ha asumido el desafío de seguir con las reformas emprendidas por su padre. Ha declarado en un real decreto que todos los sujetos otomanos son iguales, cualquiera que sea su religión o etnia, contradiciendo así la antigua ley musulmana. Además, cada individuo será juzgado según la ley establecida y no habrá ya ejecuciones sumarias y sin juicio. Cada ciudadano pagará impuestos conforme a su fortuna. A su vez, el derecho penal y una parte del derecho civil están secularizándose. Por último, también se desea reformar la enseñanza. Todo esto nos acercará forzosamente,