Desde que la familia se encontraba en Constantinopla, casi siempre habían logrado volver de sus largas expediciones con el botín esperado. Los clientes, muy satisfechos además por la honradez de los Ellul, pagaban sus altos honorarios y por añadidura les entregaban una pequeña parte de los valiosos objetos encontrados. Así, iban creciendo su renombre y su fortuna, al tiempo que pasaron los dos años del noviazgo de Antonio y Argento.
Hoy es 29 de septiembre de 1872, empezó escribiendo Argento Crivillier en su diario. Hoy es el día de nuestra boda en la iglesia de Saint Pierre (San Pedro). Es una iglesia por la que Antonio y yo sentimos un especial cariño y que se encuentra en pleno corazón del barrio de Gálata, bastante cerca de nuestras casas. Me parece un sueño después del tiempo que hemos tenido que esperar y después de tantas cosas que han hecho cambiar mi vida. Quiero y siempre querré a mis padres, pero la curiosa realidad es que me entiendo mejor con mi futura suegra que con mi propia madre. Esta misma noche podré, por fin, dormir en nuestra nueva casa en Moda. Aún no la he visto, excepto de lejos y desde fuera, porque Antonio quiere que todo sea una sorpresa para mí. Por los comentarios que he podido captar, María la ha amueblado con mucho gusto y adornado con los objetos más valiosos e interesantes rescatados por su marido, Paolo, en los últimos veinticinco años.
«Mis suegros vivirán con nosotros, pero esto no me preocupa en absoluto. Los dos son tan cariñosos y entrañables que, en realidad, no sé qué haría sin ellos. Lo único que me entristece en este día tan grande es que dentro de dos días Antonio deberá realizar una expedición y nuestro viaje de boda tendrá que posponerse hasta su regreso…
Argento tuvo que interrumpir su diario al oír que alguien llamaba a la puerta y escuchar a una de las criadas gritar con urgencia:
—Mademoiselle Argentine, la peluquera ha llegado.
Argento dio un salto, abrió la puerta y exclamó:
—¡Pero si todavía no me he vestido!
La sirvienta explicó que ya había tocado varias veces a su puerta, pero que no había contestado. Entraron dos criadas más y le ayudaron a ponerse el vestido de encaje y perlas que su madre había encargado. Argento, muy nerviosa, se dejaba ayudar para que le abrocharan los diminutos botones, en forma de perla, que subían a lo largo de la espalda hasta el cuello del vestido. Argento, ante su gran espejo, contempló el resultado con satisfacción.
—¡Que entre la peluquera! —pidió Argento por fin.
Su pelo era negro y con un rizo natural que le sentaba bien de cualquier forma. La peluquera de su madre, francesa, por supuesto, le hizo un peinado excesivamente sofisticado y Argento, con su natural testarudez, la obligó a hacerle otro más sencillo y juvenil, pero especialmente atractivo. Su rostro, sin ser bello debido a su nariz algo ancha y chata, estaba iluminado por unos enormes ojos negros muy expresivos. Antes de fijar el velo en su cabeza, Argento colocó un fino collar de diamantes alrededor de su delicado cuello, una pulsera a juego y su pequeño reloj de oro. Con su piel blanca y aterciopelada no le hacía falta mucho maquillaje. El resultado que reflejaba el espejo era encantador.
Antonio no había podido dormir apenas la noche anterior. Se había puesto el traje, elegante de moda, hecho según las instrucciones de su madre. Ya había llegado a la iglesia con sus padres y estaba pasando el mal momento que pasan todos los novios hasta la llegada de su prometida. Por fin, Argento apareció en la entrada de la iglesia, de mano de su padre, el señor Crivillier, un hombre alto, seguro de su persona, pero algo gordo, reflejando su estilo de bon vivant.
La iglesia estaba repleta de invitados, todos admirando a aquella pareja que parecía encontrarse en otro mundo. Al verse, Antonio y Argento olvidaron todo lo que les rodeaba. La ceremonia discurrió como un sueño para ellos, un sueño fugaz y maravilloso con el que quedaría sellada su felicidad.
III
Paolo y Antonio seguían de cerca los acontecimientos. El sultán Abdul Medjid había muerto joven sin concluir su obra reformadora. Le había sucedido su primo, Abdul Aziz, muy diferente de carácter. Egocéntrico y caprichoso, estaba dilapidando las arcas del Estado. La gente decía que mientras su abuelo Mahmud II había sido ávido de sangre, Abdul Aziz era ávido de oro. Había una corrupción rampante y un malestar social generalizado. No se daba cuenta de que el imperio ya estaba en bancarrota. Organizaba una fiesta suntuosa tras otra a las que invitaba a todos los parásitos que le rodeaban, pero jamás a los hijos del sultán anterior, Murad y Abdul Hamid. Les había encerrado en el palacio de Dolmabahçé, del que no podían salir sin su autorización.
Se decía que cada fiesta necesitaba unos cinco mil criados para atender a trescientos huéspedes que iban acompañados por las melodías de varios centenares de músicos y servidos en platos de oro macizo incrustados de rubíes y esmeraldas que el sultán había comprado en el extranjero.
Entre 1875 y 1878 el país atravesó tiempos difíciles. En 1873 se produjo una crisis financiera a nivel mundial que impidió al Imperio Otomano obtener más créditos y que coincidió con una sequía, seguida de inundaciones que provocaron un malestar generalizado, incluso hambruna, entre los campesinos. A estos problemas se sumaba una fuerte presión fiscal, que iba en aumento debido al creciente endeudamiento del país.
A pesar de la situación, los Ellul no se dejaban desviar de su camino. Se apoyaban en la experiencia adquirida a lo largo de generaciones, lo que les hacía profundos conocedores de los elementos: el viento, el color del cielo y del agua o el estado de la mar les daban pistas para guiarse a cada paso. En ocasiones, una vez encontrado el barco hundido, debían esperar varios días antes de lograr rescatar su valioso contenido. Había que decidir cuál era el momento idóneo para iniciar las prospecciones. La colocación del traje del buzo precisaba de la ayuda de varias personas. Una vez puesto y revisado varias veces, se bajaba el buzo al agua con el máximo cuidado. Entonces descendía por el gran peso del traje y, una vez abajo, cada movimiento efectuado para actuar suponía un considerable esfuerzo. Inspeccionar el fondo del mar tampoco era fácil y la búsqueda y recogida de los objetos que pudieran hallarse en los barcos hundidos precisaban de varias inmersiones antes de lograr sacarlos y subirlos al barco.
El resto de la tripulación estaría aguardando atenta y ansiosamente cada instrucción que indicara el buzo. Su respiración bajo el agua se aseguraba mediante el bombeo de aire comprimido. Al finalizar las inmersiones, de 30 a 50 metros de profundidad, se elevaba el buzo a la superficie.
Lo peor era cuando una tormenta se presentaba de forma repentina antes de haber sacado al buzo del mar. Hasta entonces, y pese a haber tenido que desenvolverse en situaciones difíciles e imprevisibles, los Ellul habían tenido mucha suerte. Sin embargo, desconfiando más de los hombres que de los elementos, los Ellul y los Infante contemplaban pavorosos el giro de los acontecimientos, que apuntaban cada vez más a una situación política imprevisible y, por lo tanto, inestable para los negocios. En 1876 los periódicos se llenaron de noticias sobre los disturbios que habían estallado en Bulgaria, ante los cuales el sultán Abdul Aziz permanecía indiferente. Allí, musulmanes y cristianos empezaron a experimentar un miedo mutuo de exterminación. En la misma Constantinopla, por primera vez los trabajadores del arsenal se habían declarado en huelga, un hecho sin precedentes. Exigían la dimisión del gran visir y del Cheik Ul Islam, autoridad suprema del clérigo musulmán.
Corrió la voz de alarma, y en medio de tanta inseguridad y crispación, mujeres, niños y ancianos se encerraron en sus casas y solo los hombres salían, con mucha cautela, para ocuparse de