—¿Y ese? ¿Quién es, eh? —preguntó Pablo demostrando enfado.
—El primo francés de mi padre, Francis Duclau. Se está encargando de los preparativos del viaje. En realidad, él es el artífice de esta aventura.
—No me gusta ese tipo. Tiene una forma de mirar un tanto… extraña. Parece arrogante en extremo.
—No seas criticón, querido. Es el agregado cultural del gobierno galo en Costa Paraíso. Te imaginarás que representa toda una autoridad en las cuestiones de arte. Tal vez te convenga hacerte amigo de él. Digo, para buscar horizontes del otro lado del océano con tus trabajos.
—¿Ese… tipo? ¿Apoyándome? No me pareció mostrarse entusiasmado con mis poesías.
—Te equivocas. A mí me dio la impresión de interesarse en la Visión Pagana.
Pablo no realizó mayor comentario y se encogió de hombros, como hacía cada vez que un asunto lo superaba. La presencia del agregado cultural había roto el encanto instalado entre ambos.
El joven poeta sabía de pérdidas en la inspiración literaria, como de otras cuestiones en la vida. Aquello que se rompe en el alma no puede repararse. Debemos asumirlo y reemplazarlo por algo semejante, un sustituto. Florencia era su amiga del alma desde que tenía conciencia. Ella también era irreemplazable. Siempre había estado allí. Ese francés había dejado una estela inquietante tras de sí. El muchacho intuyó el advenimiento de malos tiempos en su relación con la joven.
Florencia lo miraba en silencio. Había aprendido a leer los pensamientos de su amigo a partir de los gestos. Ella conocía las verdaderas intenciones del pariente de su padre y, de manera impiadosa, jugaba con las mismas intentando caminar por sobre las aguas. Estaba decidida a conocer mundo, recorrer las viejas capitales europeas y beber de los mejores licores. A pesar de la diferencia de edad que tenía con Francis, el mecenas de la cultura podría representar una buena alternativa en pos de precipitar sus planes. Sin embargo, estaba allí Pablo, Pablito,el tierno muchacho a merced de un mundo que se complacía con fustigar a los débiles, perrito faldero acostumbrado a buscar protección con la amiga de la infancia.
Otra vez sintió la necesidad de obrar en consecuencia. La proximidad del joven poeta precipitaba aquel misterioso instinto maternal.
—Ven. Vamos a caminar —dijo, tomándolo de la mano.
El contacto con esa piel suave y a la vez cálida cambió el clima depresivo en el muchacho. Transitaron en silencio los alrededores del jardín. Algunos de los invitados comenzaban a sucumbir bajo los efectos del buen champagne. Las parejas se extraviaban en la espesura del bosque buscando algún cómodo lugar bajo el cielo estrellado.
A escondidas, Florencia y Pablo bebieron suficiente vino dulce como para desinhibirse también lo suficiente. Los ojos de la muchacha brillaban de manera extraordinaria. Casi a los empujones obligó a su amigo a penetrar en los territorios del bosquecito. Ninguno de los progenitores estaba ocupado en controlar sus acciones. Después de todo, ella sentía que algo le debía al poeta y no pretendía ser injusta con su perrito faldero.
7
Enero de 2005. Costa Paraíso
Aquellos hombres parecían decididos a seguirlo. Los había reconocido unos diez minutos atrás, cuando deambulaba por el reducido hall del aeropuerto de San Andrés. Estaba preparado para la intervención de alguna comitiva policial o guardias del ejército. Las personas uniformadas suelen dedicarse a perseguir turistas sospechosos en países como en el que se encontraba visitando o, por lo menos, esa era la visión que los periodistas extranjeros tenían de Costa Paraíso, luego de casi medio siglo de instalado el régimen gregoriano.
Eran dos hombres de mediana estatura. Vestían ropa de civil con los sacos abotonados, probablemente para ocultar el arma que cada uno portaba a la altura de la cintura. Ya había visto esa tipología de sicario en otros continentes del mundo por donde lo llevaran sus investigaciones.
Lino Bardot era hombre de unos cincuenta años bastante mal llevados debido a su afición por el juego, la noche y las mujeres de honorarios baratos. Como todo buen escritor que se precie de serlo, también reclamaba el alcohol un importante lugar entre sus vicios, pero en estas lides no admitía brebajes de bajo costo.
—Una cosa es el “amigo” y otra el hígado —solía decir entre confidentes, cuando movilizaba el primer trago rumbo a su boca decidido a emborracharse.
Sus compañeros de andanzas, todos ellos de vida disipada y aceptable poder adquisitivo, le tenían gran cariño. Sabían de su noble corazón y la decisión impuesta en la vida de recorrer cuanto sendero se le abriera por delante.
Burdeos, su terruño natal, había quedado lejos en el recuerdo. El único bien económico que tenía a su nombre era un departamento de dos ambientes en París, a unos quinientos metros de la torre Eiffel, asentado en un viejo edificio de dudosa reputación. Solía enclaustrarse en él luego de sus investigaciones por el mundo, decidido a redactar las notas editoriales que vendería a buen precio o sumergirse en el último libro que su editor bregaba por conseguir.
A pesar del excelente ingreso económico que su oficio de investigador le proporcionaba, Lino seguía aferrado a la bohemia descubierta en la juventud: viejos amigos de juerga, algunas novias de ocasión, un buen whisky de malta escocesa y los viernes póker hasta despuntar el alba. Alguna vez estuvo casado, pero no tenía mayor interés en hablar de eso.
Los dos hombres impostaban la situación de platicar entre ellos parados en un rincón del hall, sin embargo, el escritor conocía sus intenciones.
“El muchacho me lo advirtió. Dijo que tuviera cuidado, que me seguirían”, pensó con alguna molestia. ¿Cómo se llamaba su contacto? A veces se le escapaba el nombre, o mejor dicho, su apodo. Tal vez el chico también deseaba ocultar su identidad. Después de todo, él vivía bajo ese régimen todos los días. Debía ser un espíritu valiente para estar haciendo lo que hacía. Charito. Eso era. Charito. Así se hacía llamar.
Intentando demostrar total indiferencia, se dirigió fuera del hall principal para abordar un auto de alquiler. Una vez en la ruta pudo percibir que otro vehículo marchaba detrás del suyo manteniendo una distancia prudente. La figura difusa de los dos hombres en el asiento trasero no resultaba fácil de percibir.
Las sombras comenzaban a caer sobre el descampado que separaba los veinte kilómetros del aeropuerto con la ciudad capital. San Andrés, como todos los pueblos de los pequeños países caribeños, estaba rodeado por un cordón de pobreza que servía de muralla cultural para el predicamento de sus líderes sociales.
—¿Recién llegado, don? —preguntó el conductor del automóvil.
Era hombre de unos cuarenta años, piel cetrina, cabellos oscuros y enrulados a pesar del corte severo al que lo sometía. Usaba anteojos negros que ocultaban sus ojos y mejoraban la importancia de su rostro.
—Así es. ¿Puedo fumar? —preguntó Lino con total desenfado.
El chofer sonrió.
—Por supuesto, don. Éste es un país libre.
—¿Quiere uno? —ofreció el francés hablando un castellano bastante pasable y extendió la mano invitando un cigarrillo que sobresalía de la marquilla.
El conductor acentuó la sonrisa y tomó el cigarro con gesto rápido. Lo prendió con el encendedor del vehículo.
—Gracias, don. Aquí no se consiguen estas marcas europeas. ¿Es su primera visita a San Andrés?
—De hecho, sí. Me quedaré unos días. Tal vez una semana.
—Mire, señor. No sé a qué se dedica usted, pero fíjese por el espejo que ya lo están siguiendo esos tipos.
—Sí, descuide. Me percaté del detalle.
—No se preocupe demasiado por estas persecuciones.