Un bosquecito de abundantes pinos y coníferas se extendía alrededor de aquellos jardines. No había sendero visible que lo atravesara, tal era su densidad. Algunas parejas se perdían entre la abundante naturaleza buscando el necesario sosiego para dar rienda suelta a sus actos prohibidos.
El general Fulgencio conocía a la perfección la espesura del lugar. Doña Carlota se había ofrecido de guía en muchas ocasiones para mostrarle sus atributos femeninos. El Presidente tenía fama de portar un buen fusil entre sus pantalones y este detalle parecía ser del agrado de la joven mujer.
La noche se mostraba estrellada. Era verano, como casi siempre acontecía en Costa Paraíso dada su envidiable situación geográfica. Durante la tarde había llovido lo suficiente como para refrescar el acuciante calor de los últimos días, una tormenta de verano típica del clima tropical que gobernaba al país. Todavía podía percibirse el aroma fresco a vegetación mojada. La temperatura resultaba más que agradable para disfrutar de la fiesta.
Los invitados, vestidos con trajes de gala de la época victoriana, caminaban por los jardines formando grupos de evidente selección social. Los hombres maduros dedicaban el encuentro a definir negocios relacionados con el comercio exterior. Las damas permanecían sentadas en los cómodos sillones formando círculos exclusivos y aprovechaban la dialéctica para informarse sobre los deslices de las más osadas. Éstas, caminando despreocupadamente entre las estatuas y las pérgolas, vigilaban el ambiente con la actitud del ave de presa que va tras alguna nueva víctima.
Los jóvenes de ambos sexos jugaban al flirteo aprovechando la ocasión. Si la cosa iba bien, una o dos horas más tarde las muchachas estarían con sus espaldas apoyadas sobre los pastos del bosquecito, el vestido desarreglado a la altura de los senos y el cuerpo de algún osado haciendo el desgaste energético bajo la noche estrellada.
Los mozos, ataviados con las prendas exigidas por el protocolo, cruzaban todo el tiempo los jardines portando bandejas con copas de champagne francés y exquisito clericó. Las bebidas desaparecían cual si se tratara de agua ofertada en el desierto. Las mesas con los canapés y los platos calientes estaban diseminadas alrededor de la vivienda. A pesar de encontrarse reunidos al aire libre, las voces de los invitados se hacían escuchar en la medida que desarrollaban sus conversaciones grupales.
—Estas dos semanas no te he visto en el barrio —dijo Pablo con su manera pulcra de pronunciar las palabras.
A los diecisiete años había ganado cuanto concurso literario se organizara en San Andrés. Un libro de su autoría comenzaba a recorrer el país con gran éxito y ciertas editoriales europeas se manifestaban atraídas por “el joven poeta caribeño”. Los modales refinados adquiridos en el periplo del sendero culto y la ausencia de muchachas en su vida le habían otorgado el mote de “mariquita” entre los jóvenes del barrio.
—Me he dedicado a pulir mi francés —respondió Florencia Bravo, su amiga de la infancia—. Lo he dejado de lado en los últimos tiempos y deseo estar bien entrenada para el mes de abril.
—¿Abril? ¿Y qué sucede en abril?…
—Oh, ya lo has olvidado. Siempre el mismo despistado. “Pablito el despistado”, ¿eh? Así te decíamos en el colegio. ¿Qué importante evento va a suceder en el transcurso de ese mes, mi querido amigo?
El muchacho se sintió turbado por al apremio al que ella lo sometía. Le temblaron los labios durante unos instantes. A veces le sucedían esos síntomas. Inseguro de sí mismo durante los años infantes, no alcanzaba a construir una personalidad afirmada en la adolescencia. Al contrario de aquel arte profesado al escribir frases bellas y pensamientos profundos, el joven poeta caribeño se turbaba tempranamente al encontrarse rodeado de personas. Y principalmente frente a Florencia, a quien amaba perdidamente en lo íntimo de su corazón.
La muchacha lo conocía bien. Sabía de sus padecimientos adquiridos en el seno de una familia complicada. Le tenía gran aprecio al dulce caballerito que la acompañara desde que tenía uso de razón. Conocía el amor que Pablo dispensaba a su persona y esta situación la halagaba plenamente. Sin embargo, no le correspondía plenamente. En realidad, era cariño lo que ella sentía por el medroso poeta, un cariño persistente, ancestral y protector. Pero no estaba convencida de que aquello fuese amor. A su vez, tampoco hacía caso a las burlas de los otros compañeros, los consideraba idiotas indignos de su amistad.
La pérdida de la madre y, posteriormente, del mismo progenitor en situaciones tan trágicas, habían hecho del poeta un joven extremadamente vulnerable. En la actualidad lo criaba una tía materna que poco conocía la psicología del muchacho.
Cuando lo veía en alguno de esos trances dubitativos y expresando el temblor en el cuerpo, la joven se compadecía e intentaba darle rápida salida al problema:
—Está bien. Como buen despistado te olvidaste del asunto. En abril viajo con mi padre a París. Es más, estamos planificando una buena fiesta de despedida.
—¿A… París? ¿Tan lejos?… ¿Y por cuánto tiempo?
—No lo sé. Tal vez dos o tres meses. O más… El primo de padre, el doctor don Francis Duclau, está realizando todos los arreglos. ¡Ah!… ¡No veo la hora de que llegue el momento!…
Pablo dudó unos segundos. No era persona decidida a la hora de expresar sus sentimientos. Tomó con gesto frugal la mano de su amiga y la miró a los ojos. Ella sintió que aquellos paisajes verdes en la mirada profunda del poeta la conmovían. De pequeña había percibido ese brillo especial en las pupilas de su amigo. Estaba convencida de que él podía penetrar la espesura de su alma.
—Te voy a extrañar… —murmuró el joven con voz apagada.
Permanecieron durante un largo instante detenidos en el tiempo, mirándose como lo hacen los viejos amantes celestiales. Una voz solemne rompió el encanto del momento:
—Aquí estabas, querida Florencia. Te estuve buscando por todas partes…
Los jóvenes abandonaron el místico retiro de sus almas. Pablo observó con expresión beligerante al recién llegado. Florencia sonrió con el encanto típico de su rostro trigueño y cabellos castaños pletóricos de bucles. Los dientes blancos y perfectos otorgaban mayor luz a sus facciones.
El hombre se apostó entre los dos jóvenes con la impertinencia de quien se siente superior a los demás. Tendría unos treinta años de edad y vestía uniforme militar francés correspondiente a la temática de la fiesta. Le sentaba muy bien. El porte elegante de su postura, tal vez rayano en la arrogancia, y una considerable estatura le permitían mirar al mundo circundante desde una posición autoritaria.
Al cabo de algunos segundos Pablo abandonó su beligerancia inicial. Conocía bien el temple de aquellos halcones. Padre había sido uno de ellos, al igual que tío Jorge, o el propio don Atilio, a quien presentaran al tiempo de ganar su primer concurso literario. Tenía diez años de edad entonces. Esos tipos estaban acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos. Sin lugar a dudas el uniformado era uno de ellos.
—Creí que te encontrabas sola —dijo el recién llegado con evidente acento francés. Observó con indiferencia a Pablo, como si se tratara de un animalito alimentándose dentro de una jaula.
—Oh, él es Pablo Gutiérrez, Francis. El principal poeta de nuestras tierras —comentó Florencia sin dejar de sonreír—. Tiene publicado un libro que está dando vueltas por todo el país.
—El joven poeta caribeño —dijo el uniformado masticando sus palabras—. Esos versos que hablan de la libertad más allá de un horizonte marino…
—La Visión Pagana —mencionó Pablo, sintiéndose halagado por las palabras del hombre.
El militar lo miraba con extrema frialdad.
—Me gustaría conocer el real sentido de la metáfora —dijo con voz dura—. Tal vez… haya algo allí…
No concretó la frase. Dirigió una sonrisa de compromiso a la muchacha, le besó la mano