Como es costumbre cuando estos sistemas de gobierno se instalan por tiempo prolongado, la pobreza e indigencia creció hasta convertirse en una bomba de tiempo. Las protestas de los campesinos tabacaleros comenzaron en el norte a mediados de la década del cincuenta. Precisamente Alfonso pudo presenciar como espectador privilegiado —a sus cinco años de edad— el nacimiento de la Fuerza Gregoriana, un movimiento revolucionario que llevaba su nombre en honor a don Florencio Gregorio, prócer nacional del siglo diecinueve y principal activista de la independencia del país.
Los insurrectos al gobierno del partido Blanco se hicieron fuertes en Santo Tomás. Los campesinos tabacaleros no dudaron en tomar las armas para liberarse de una opresión más allá de toda razón de ser.
Cuando el hombre ya no tiene nada que perder, pues lo han despojado hasta de su propia dignidad, entregar la vida por una causa noble comienza a cobrar sentido. El miedo a la muerte es desplazado por un odio que transforma al sujeto en asesino indolente.
El ideal de la guerrilla se explanó como mecha encendida en todo el territorio de Costa Paraíso. Parte del ejército nacional se plegó a la revolución en ciernes. Entre los jóvenes oficiales se destacaba el teniente Atilio Fulgencio, quien no tardó en convertirse en general asumiendo el mando de la Fuerza Gregoriana. El hombre contaba con gran discurso al tiempo de realizar sus arengas públicas. Tenía el don de encender los corazones de sus seguidores, atributo necesario para todo aprendiz de dictador. Al pueblo se lo enamora desde la tribuna, con promesas demagógicas y repartiendo dinero o comida entre la muchedumbre. Una vieja fórmula usada por los líderes “populares” desde hace miles de años a la fecha.
Apoyada por intereses internacionales la Fuerza Gregoriana fue desarrollando su lucha denodadamente, batalla tras batalla. Avanzando desde las zonas selváticas linderas a San Andrés, donde los insurrectos poseían de facto el gobierno territorial, los soldados “rojos” —tal como se los denominaba dado el atuendo que usaban en combate— fueron venciendo a las tropas leales al gobierno.
En realidad, la resistencia del Partido Blanco ofreció una magra oposición durante cinco meses. La Fuerza Gregoriana fue ganando en adeptos, principalmente entre los campesinos tabacaleros del norte que se entregaron a pleno en la batalla. En un avance constante a partir de los cordones montañosos que rodean a San Andrés, los hombres comandados por el general Fonseca fueron liberando pueblo tras pueblo en el último mes de la contienda. Penetraron sin mayor resistencia en la capital de Costa Paraíso.
La clase sumergida de la ciudad los recibía en pleno jolgorio, arrojaban flores al paso y ofrecían sus mujeres a los valerosos libertadores.
Las clases altas y pudientes habían abandonado el país tres o cuatro días antes de la victoria final. Acompañaron a su líder democrático por miedo a las ejecuciones. Es decir, como suele suceder en este tipo de situaciones, algunos representantes de los grupos económicos permanecieron en San Andrés. Intentaban establecer acuerdos con las nuevas autoridades y asegurar la continuidad de sus negocios. Debido a la nueva relación de fuerzas a partir de ese día iban a contar con otros socios. Nada se pierde, todo se transforma, dicen los principios de las ciencias físicas.
Los grandes discursos del general en las plazas públicas fueron frecuentes durante los primeros cinco años del gobierno revolucionario. Eran tiempos donde los corazones se alimentaban de sueños y promesas de concreción en las necesidades postergadas.
Como era de esperarse, los imperios de turno se opusieron al nuevo régimen de facto instalado en Costa Paraíso. Los embargos internacionales no se hicieron esperar. De todas formas el pueblo campesino estaba acostumbrado a vivir con la escasez, la indigencia cultural y el desarrollo de una economía centrada únicamente en la exportación de habanos y café. La hambruna era cuestión secundaria. Poder caminar por las plazas libremente y emborracharse a la luz de un farol sin consecuencias con la ley, fomentó un sentimiento de liberación que produjo gran idolatría hacia la Fuerza Gregoriana y sus líderes.
Por supuesto, comenzaron las primeras disidencias entre los generales transformados en próceres de la revolución. Don Hilario Fonseca, haciendo gala de su sagacidad sólo comparable con las actitudes de gran orador, se las ingenió para enviar a la cárcel a una docena de patriotas revolucionarios.
El concepto de “alta traición” resultaba funcional a estos designios. Algunos perdieron su vida en situaciones inexplicables, accidentes de tránsito y crímenes a manos de autores anónimos. Otros sufrieron la tortura o la ignominia popular a partir de juicios públicos donde la condena estaba estipulada previo a toda defensa. Unos pocos prefirieron el exilio y otros, finalmente, consintieron la supremacía del general convirtiéndose en los brazos ejecutores de sus políticas.
Cincuenta años transcurrieron desde aquellos acontecimientos. La vida de Alfonso no resultó fácil. Tirado allí, sobre la tierna hierba bajo un firmamento poblado de estrellas, no dejaba de pensar en Rosita. ¿Qué habrá sido de ella? Diez años habían pasado desde su último encuentro en aquella tarde de Santo Tomás. Allí retozaron viviendo a pleno el descontrol sexual en un hotel de tercera categoría perteneciente a los suburbios de su pueblo natal. A veces, contemplando firmamentos salpicados de estrellas titilantes, dedicaba buena parte de la madrugada en fantasear con Rosita, su actualidad, sus necesidades, sus relaciones, sus posibles novios, sus abortos…
La conoció cuando ejercía la prostitución en los barrios bajos del pueblo. Ella era una muchacha popular entre los campesinos solteros de las tabacaleras. Desde el primer encuentro quedó prendado de aquella morocha de ojos verdes y piel cetrina. Durante tres años ocupó el rol de novio de una prostituta. Se sentía obligado a desviar la mirada ante los embates del viejo oficio ejercido por Rosita en la ciudad norteña.
En realidad, tenía la esperanza de afincarse con la joven en las tierras altas a las afueras de Santo Tomás. Proyectaba emplazar una plantación propia de tabaco y, además, por supuesto, formar familia al estilo clásico. Sin embargo, en esos tiempos soplaban vientos en otra dirección entre los pobladores de clase indigente que comenzaban a vivir las consecuencias de una guerra interna. Por supuesto, Rosita se resistía al abandono de su oficio. No era el beneficio económico el que pugnaba por mantenerla activa en la prostitución. En verdad, no se sentía a gusto haciendo otra cosa.
Vencido por un cúmulo de circunstancias adversas a su proyecto, un día Alfonso puso fin a sus sueños y marchó rumbo al sur, a la gran ciudad. Era uno más de los emigrantes de las tierras norteñas. Buscaba la felicidad prometida por la revolución gregoriana que, según dichos del Presidente, se disponía a establecer la justicia social entre una población ávida de discursos heroicos.
Las imágenes se apartaron violentamente de su mente al escuchar el crujido de una brizna de hierba a pocos metros de distancia. El entrenamiento prodigado por “La Patro” durante tantos años permitía mantenerlo alerta, a pesar del relajamiento producido por el habano y algún que otro trago de caña. Dejó caer el cigarro de sus labios. Dirigió el cañón de su ametralladora en dirección a la zona desde donde provenía el crujido.
—Tranquilo, hermano, soy yo… —escuchó una voz familiar proveniente de las sombras.
Alfonso no abandonó la presión ejercida sobre el gatillo del arma. Los insurgentes conocían la presencia de las tropas gubernamentales en la región y sólo confiaban en los propios instintos.
La silueta difusa apareció emergiendo del paisaje nocturno. Se trataba de un hombre de escasa estatura, ataviado con un uniforme similar al suyo. Lo siguió encañonando hasta que el visitante se ubicó a pocos metros, debajo de la luz de la luna. Allí lo reconoció.
Era Paco, su amigo de la infancia. Con él había abandonado la tierra natal para buscar su destino en la capital de Costa Paraíso.
—No dispares… Está todo bien.
La voz de Paco Valverde se escuchaba entrecortada. Había dado un paseo apresurado por el camino selvático que los separaba del campamento. Era un hombre de mirada afable, rostro enrojecido y cabellos un tanto largos, pero escasos. Su figura se veía regordeta. Todos reconocían